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Estado Islámico y el nuevo caos en Oriente Medio

  • El arabista y periodista Javier Martín –corresponsal en Oriente Medio desde hace quince años– explica en el libro 'Estado Islámico. Geopolítica del caos' (publicado por La Catarata) la estructura y financiación del Estado Islámico, sus orígenes ideológicos y el impacto que ha tenido su aparición en la nueva geopolítica de Oriente Medio

Al margen de su particularidad nacional, la ebullición política que agita Palestina es paradigma de la crisis de identidad en la que están inmersas las sociedades islá­ micas desde el albor de la presente década. Un periodo con aroma finisecular, de desorientación, incertidumbre y dramática mudanza, en el que las quimeras vagan, los viejos patrones se desploman y apenas se atisban arquetipos detrás del polvo levantado por los sueños libertarios.

La agonía de una época que arrancó en el estertor del siglo XIX con la denominada Nahda (“Renacer”), fue testigo de la desaparición del exangüe califato (1924), alumbró en los años siguientes los movimientos islamistas y nacionalistas-socialistas, vivió una época de fugaz esplendor con el panarabismo y devino después en una sucesión de dictaduras y monarquías absolutas —en muchos casos aliadas de Occidente—, crueles y corruptas que avanzado el siglo XXI se resisten a asumir una ineludible transformación que aún no tiene forma ni modelo. Descartada la democracia a la europea —una opción elitista y alejada de la idiosincrasia de la región— y malogrado el islamismo político —la experiencia de los Hermanos Musulmanes en Egipto ha demostrado que, al igual que era la única alternativa de oposición estructurada, suponía también una propuesta ineficaz y obsoleta—, falta conocer cómo este cambio social, de mentalidad, que han propiciado las revueltas árabes se desarrollará, reflejará y articulará en el plano estrictamente político.

“No todos los países árabes están en riesgo. Pero tomándola de forma global, la región árabe atraviesa un periodo similar al cuarto de siglo posterior a la Segunda Guerra Mundial, en el que los nuevos estados árabes independientes asumieron el control de sus poblaciones, el territorio, los recursos naturales y la maquinaria del gobierno, hasta manejar su defensa y los asuntos exteriores”, argumenta el investigador palestino Yazid Sayigh.

Adscrito al prestigioso centro Carnegie de estudio y análisis para Oriente Medio, este reputado columnista árabe afincado en el Líbano cree que “ahora, como entonces, existen retos a la legitimidad de las fronteras estatales y a las estructuras de poder internas, cambios en las alianzas regionales, amenazas transfronterizas y levantamientos políticos que reflejan transformaciones económicas a largo plazo”. En el interregno, descuellan los movimientos radicales, de tinte mesiánico, que se alimentan del desconcierto social y aprovechan el aturdimiento político.

El Estado Islámico no es uno de ellos. Supone algo más, una alternativa de vida y lucha más consistente y evolucionada que la que puede ofrecer un mero movimiento radical amarrado a la violencia. Observado en profundidad, su esqueleto proyecta estructuras de estado totalitario, articuladas desde el islam y diseñadas para permanecer, crecer y desarrollarse. La cadena de mando es diáfana, las responsabilidades de gestión están repartidas y la estrategia militar se sostiene en un principio que la hace más temible: las ofensivas no son simples “razias” en busca de botín. Se planifican con cuidado, durante meses, y junto a los milicianos entran en las ciudades funcionarios que se encargan de reabrir las escuelas, gestionar los hospitales, abastecer los mercados, vigilar los precios, cerrar peluquerías y otros lugares considerados pecaminosos, aplicar su particular y desviada interpretación de la sharia e instaurar la ley del miedo.

“Al Qaeda nunca pensó en crear estructuras estables, más allá de las células terroristas. Para [su líder, Ayman] al Zawahri ese era un estadio posterior a la lucha. El Estado Islámico tiene una obsesión por gestionar. Por eso su avance es lento, pero seguro. La toma de Mosul es un claro ejemplo. Solo entraron cuando todo estaba maduro”, explica Jules, un agente de los servicios de Inteligencia occidentales experto en Oriente Medio. “Debemos entender la lucha contra el Estado Islá­mico de una manera diferente a la lucha contra el terrorismo. Nos enfrentamos a otra cosa. A una idea evolucionada que sin duda influirá en la forma de los gobiernos del futuro en la región”, agrega.

Sayigh, profesor del King's College de Londres y miembro del equipo palestino que negoció los acuerdos de El Cairo en 1994, coincide en fijar en el año 2000 el origen de este caos que hoy sacude Oriente Medio, un trienio antes de lo que suelen hacerlo historiadores y expertos occidentales. Aquella primavera, Hafez al Asad, militar y autócrata, presidente de Siria, legó a sus iguales un nuevo patrón de gobierno: la dictadura republicana hereditaria. Consciente de que su fin estaba próximo y de que este abriría una caja de Pandora que desestabilizaría el país si no lo dejaba todo bien atado, maniobró para garantizar que el látigo pasara a sus hijos, y que estos quedaran arropados y blindados por su extenso clan. El mayor, Bassel, pereció en 1994, víctima de un accidente de coche, cuando ya se familiarizaba con las arduas labores de gobierno. Esfumado su vástago preferido, el implacable coronel sirio recurrió a su segundo hijo —entonces un simple oftalmólogo en Londres, ajeno a las intrigas de palacios y cuarteles— que expirado el siglo XX reemplazó a su padre al frente de una de las autocracias más influyentes de Oriente Medio.

Su inesperado éxito —entre 2004 y 2010 Siria experimentó una mejora macroeconómica notable e inició el complejo tránsito desde un modelo socialista, paternal y proteccionista, hacia el pseudoliberalismo y la sociedad de consumo— contagió a otros tiranos, en particular al de Egipto. A principios de aquella década, varios diarios internacionales publicaron diversos reportajes sobre los hijos que sucederían a sus progenitores en Oriente Medio y el norte de África, en una suerte de satrapías hereditarias. Ninguno de ellos mantiene hoy la fusta del padre. Quien más empeño puso en ello fue el presidente de Egipto, Hosni Mubarak, convencido de que su hijo Gamal, igualmente educado en las mejores escuelas de Estados Unidos y el Reino Unido, heredaría de la misma manera el bastón de mando. Ni la estrategia ni el “tempo” le acompañaron.

Mientras que en Siria Bachar al Asad contó con el apoyo de allegados para controlar a los posibles sediciosos en el seno del ejército y aplacar las ambiciones de la aplastada oposición —el mismo que en pleno alzamiento rebelde le protege—, Mubarak se topó con la resistencia de su propia cúpula militar, reticente a ceder el poder a alguien que no fuera primus inter pares, y con el insospechado poder de la calle, en particular de los Hermanos Musulmanes, infiltrados en sindicatos y colegios profesionales, y capaces de vertebrar la primera plataforma de oposición popular de la región: Kifaya (2004). Ambos —junto a los jóvenes y a los movimientos de izquierda que ansiaban el cambio— formarían una alianza tácita en 2011 que derrocaría al dictador y sumiría a Egipto en la espiral de traición y sangre en la que cuatro años después aún naufraga.

A 1999 también remontan algunos autores, como Lister, el origen del actual Estado Islámico. Ese año, abandonó la cárcel de Al Sawwaqa (Jordania) un preso muy poco común. Respondía al nombre de Ahmad Fadl al Nazal al Jalayleh, más conocido por su nombre de guerra “Abu Musab al Zarqaui”, miembro destacado entonces ya del movimiento radical violento Bayt al Iman, fundado en 1992 por el clérigo y filosofo jordano “Abu Muhammad al Maqdisi”, uno de los padres del salafismo yihadista y figura central en la ideología que hoy sustenta el Estado Islámico (aunque lo haya reprobado).

Nacido el 20 de octubre de 1966 en la localidad jordana de Zarqa (40 kiló­ metros al noreste de Ammán) y admirador del clérigo medieval sirio Ibn Taymiya (origen de la interpretación violenta del islam), fue condenado en 1994 a quince años de prisión —de los que cumplió cinco— por posesión de armas y pertenencia a banda armada. Recobrada la libertad, emigró a Afganistán con una carta de recomendación bajo el brazo de otro de los grandes teóricos de la lucha armada islámica: Abu Qutada al Falistini, en aquel tiempo afincado en Londres bajo protección de las leyes británicas. Algunas fuentes aseguran que ya se había bregado en los agrestes paisajes afganos en tiempos de la lucha muyahidin contra la ocupación soviética, tras haber sido un adolescente problemático de oscuros lazos con los servicios secretos jordanos.

Informes de Inteligencia europeos afirman que las recomendaciones funcionaron y que la cúpula de Al Qaeda, con el propio Osama bin Laden a la cabeza, le entregó en Kandahar la suma de 250.000 euros y la misión de levantar un campo de entrenamiento muyahidin en el reino hachemí. Nueve meses después de aquello, el Gobierno jordano anunciaba la desarticulación de un comando terrorista que supuestamente pretendía atacar el Hotel Radisson Sas, de Ammán, durante el cambio de milenio. A golpe de tortura, los detenidos confesaron trabajar para una organización llamada Jamaat Tawhid wal Yihad, cuyo fin era expulsar a infieles y herejes de Oriente Medio y restablecer el califato. Recibían órdenes, dijeron, del emir Abu Musab al Zarqaui.

Perseguido de nuevo por los servicios secretos israelíes, norteamericanos y hachemíes —con los que seguía manteniendo estrechos lazos—, el yihadista jordano halló una vez más refugio en Afganistán, donde agentes de Inteligencia pakistaníes le sitúan en 2001 en vísperas de la operación de castigo lanzada por Estados Unidos. Desde allí huiría de nuevo. Esta vez a las montañas del Kurdistán, donde hallaría cobijo bajo otra franquicia violenta: Ansar al Islam. Un periplo por Asia Central al que contribuyeron los servicios secretos iraníes.