Trípoli sigue resistiendo bajo las balas y el ayuno sin escuchar las llamadas internacionales a un alto al fuego. Los frentes continúan estancados en las afueras de la ciudad a pocos días de cumplirse dos meses del inicio de la ofensiva contra la capital libia por parte de las fuerzas del general Jalifa Haftar, a las que quiere unificar bajo el título de Ejército Nacional Libio (ENL).
El país, convulso desde la caída de Muamar Gadafi, se encuentra de nuevo al borde de la guerra civil: dos gobiernos enfrentados pujando por el control del territorio con las mayores reservas de petróleo de África. En marzo de 2016 Naciones Unidas trajo desde Túnez a Fayed Al Sarraj, primer ministro de un ejecutivo que debía ser reconocido por la comunidad internacional. Nacido del Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN), bajo sus siglas se amparan ahora las milicias y civiles armados que lo defienden frente al insurrecto Haftar.
Pero Cirenaica —la región oriental— y Tripolitania —occidental— ya llevaban tiempo peleadas. Desde Tobruk, el general, bajo el auspicio de Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, comenzó en la primavera de 2014 con su 'Operación Dignidad' un lento avance hacia el oeste. Después de tres años de asedio logró ocupar Bengasi, feudo por entonces de milicias integristas como Al Qaeda. Y extendió la conquista hacia el sur, la región de Fezzan, un desierto habitado por tribus nómadas, mortíferas rutas migratorias y campos de petróleo. En febrero el ENL tomó y reanudó la producción en Al Sharara, el campo de petróleo más grande de Libia.
Sin embargo, “esta no es una historia sobre Libia”, tampoco sobre los libios, cuenta por teléfono a eldiario.es Anas Al Gomati, analista político libio y director del instituto de investigación Sadeq en Trípoli, es “sobre París, Abu Dabi y Ginebra”, sentencia. Otra guerra proxy o indirecta entre las potencias del Golfo y su reparto de aliados en Occidente, que se escenifica en dos bandos: Turquía y Catar del lado del Gobierno de Trípoli, al que también apoya Naciones Unidas y la Unión Europea, con Italia a la cabeza; y de parte de Haftar el eje Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Egipto, con el que hace poco también se alineó un errático Estados Unidos y al que Francia de manera extraoficial también se ha sumado.
Otro Al Sisi en la región
El principal aliado de Haftar es Arabia Saudí. Días antes del inicio de la ofensiva contra Trípoli el general se reunió en Riad con el rey Salman, que dio su consentimiento para el ataque: Arabia Saudí mostró su “interés en la seguridad y estabilidad de Libia”, declaró el monarca después de un encuentro del que no trascendieron detalles. El reino no apoya con armamento y potencia militar, como sí lo están haciendo Emiratos y Egipto, sino de una manera ideológica, a través de clérigos y milicianos salafistas que extienden una visión del Islam integrista y de apoyo a Haftar.
Arabia Saudí ha encontrado en el general a un aliado con el que mantener su poder de interlocución con Occidente. “El plan A es que Libia sea un nuevo Egipto. Si eso no funciona, el plan B es que Libia se convierta en Yemen o Siria”, apunta Al Gomati. Y es que el potencial libio, sumado a su cercanía a las costas europeas, podría ejercer, si estable y democrático, como contrapeso a la influencia saudí.
Es por eso que Arabia Saudí y su estrecho aliado Emiratos Árabes Unidos quieren replicar el modelo egipcio en Libia, otro régimen autoritario satélite de las monarquías del Golfo. Facilitado, además, por la vecindad con Egipto: en la zona este de Libia, Emiratos Árabes Unidos ha construido una base aérea de drones militares pese al embargo impuesto por Naciones Unidas; en territorio egipcio, muy próxima a la frontera, Al Sisi ha levantado la mayor base militar de todo Oriente Próximo; y entre ambos países, centenares de kilómetros de frontera compartidos que dan vía libre al tráfico de personas y al contrabando de petróleo y armas.
Y Haftar, con un curtido historial de batallas en el desierto libio, cumple con todos los requisitos para ganarse la bendición de sus socios autocráticos. Participó en 1969 en el golpe que destronó al rey Idris y dio paso a cuarenta años de Gadafi, quien llegó a llamarle “hijo” pese a apenas llevarse meses de edad. Ahora Haftar tiene 75 años. Fue la guerra chadiana lo que les enemistó, Gadafi le culpó de la derrota y renegó de él.
La CIA le encontró, le dio cobijo y pasaporte en Estados Unidos, donde vivió exiliado dos décadas. Conspiró para la inteligencia norteamericana hasta 2011, cuando regresó para celebrar la caída de su eterno rival y para ponerse al frente de una transición que fracasó. Permaneció en las sombras hasta 2014, cuando volvió a tomar los tanques para la llamada 'Operación Dignidad'. Llegó con paso metódico a Trípoli y precipitó la ofensiva el cuatro de abril, cuando ya dominaba cerca del 80% del territorio libio.
Petróleo y colonias para Occidente
Mientras tanto, Europa también pugna por el control de los recursos libios. “Francia da apoyo diplomático y se asegura de que nadie pueda condenar y sancionar a Haftar, no solamente en Naciones Unidas, también en la Unión Europea”, asegura Al Gomati. Desde su entrada en el Elíseo el presidente Emmanuel Macron ha insistido en liderar las negociaciones sobre el conflicto libio, cuya participación justifica de necesaria para “combatir el terrorismo” islámico que tanto daño hizo en París.
A pesar del esfuerzo que hace en desmentirlo, Francia juega un doble juego. Oficialmente, proclama el discurso que le correspondería por pertenecer a Naciones Unidas y a la Unión Europea. Pero apoya en silencio al militar rebelde: Hollande ya tuvo que reconocer los vínculos entre su gobierno y el de Haftar en 2016 tras la muerte de tres agentes secretos franceses en un accidente aéreo durante una supuesta operación antiterrorista conjunta entre ambas inteligencias.
La historia gala de intervencionismo en la región apunta hacia la misma dirección. Francia ha vendido millones de euros en armamento al eje EAU, Arabia Saudí y el Egipto de Al Sisi, principal sostén de Haftar. La inestabilidad en Argelia hace peligrar el principal suministro de gas de Francia, propensa a apoyar a eternos dictadores como el mismo Buteflika, Bel Ali o Gadafi en su momento. Y, de manera extraoficial, la reciente expansión de la presencia francesa en las compañías petrolíferas libias podría deberse al acuerdo al que habría llegado el joven presidente del Elíseo con Haftar, que estaría dispuesto a impulsar acuerdos que beneficien a la compañía francesa de petróleo Total en su búsqueda de legitimidad internacional. Ambos líderes volvieron a reunirse, esta vez sin representación del Gobierno de Trípoli, la semana pasada.
Estos movimientos no han sentado bien en Roma, que ve peligrar su hegemonía como ex potencia colonial en su “cuarta orilla” y ancla su discurso en la necesidad de frenar el flujo de migrantes que llegan a sus costas desde Libia. Además, su actividad comercial y económica también se ve amenazada si no es capaz de proteger los pozos de los que se abastece su compañía nacional Eni y el gasoducto que suministra a Italia gas natural.
El futuro de Libia
Mientras tanto, la batalla real se libra en las afueras de Trípoli, donde la munición extranjera, ya ha dejado cerca de 500 muertos y unas 70 mil personas desplazadas de una ciudad que apenas supera el millón de habitantes. “No se puede hablar de estado libio sino de territorio libio”, decía Mohamed Buisier, analista libio y antiguo consejero de Jalifa Haftar, en referencia al mosaico de tribus y milicias enfrentadas entre sí que componen la realidad de la zona.
Una falta de cohesión que suele utilizarse para justificar la ingobernabiliad del país. “La identidad nacional en Libia sí existe: es diversa, multilingüística… una identidad que décadas de dictaduras no han dejado expresar”, defiende Al Gomati, que ve con recelo los llamamientos internacionales a la celebración de unas elecciones en las que Haftar, el señor de la guerra con tantos golpes de estado como medallas en su uniforme, pueda presentarse de cara a Occidente y a los libios como un candidato legítimo.