La militarización de Israel
- Este artículo se publicó en el número 21 de la revista de eldiario.es 'Palestina, sangre y olvido'. Hazte socio de eldiario.es y te enviaremos nuestras revistas trimestrales a casa
Tras la fundación del Estado de Israel, David Ben Gurion fue claro a la hora de establecer los límites del poder de las Fuerzas Armadas en la política del país. Procedió a eliminar las milicias de varios movimientos políticos, incluido el suyo, para integrarlas dentro del Ejército, que él controlaba. “No corresponde a los militares decidir sus propias normas, su estructura y, ciertamente, no deben decidir si hay guerra o paz”, dijo. Eso se convirtió en la política oficial del Estado, a pesar de que hubo múltiples ejemplos, en especial en la guerra de 1967, en los que el alto mando militar o generales en actuaciones concretas obligaron al Gobierno a tomar decisiones relacionadas precisamente con la guerra o la paz, y en ocasiones con la presión de Ben Gurion, que ya no era primer ministro.
Décadas después, Ehud Barak —sucesivamente general, jefe de las FF AA y primer ministro— incidió en la misma línea, pero esta vez uno de sus hombres de confianza no pudo callarse. El general Uzi Dayan, exnúmero dos del Ejército, reclamó “una línea divisoria clara y definitiva entre el poder civil y militar para proteger la democracia”. Sabía que se habían producido situaciones en las que la debilidad del poder político había permitido al Ejército gastar más dinero que el presupuestado para Defensa, permitir la construcción de asentamientos no autorizados por el Gobierno en los territorios palestinos y no imponer una política disciplinaria clara que impidiera el maltrato de los palestinos.
Según Yoram Peri, otro exmilitar y asesor de Rabin, en su libro Generals in the Cabinet Room: How the Military Shapes Israeli Policy (Generales en el Gabinete: cómo lo militar moldea la política israelí), a Uzi Dayan no le cabía duda de que ya era una realidad la politización de los militares y la militarización de la política en Israel.
Isaac Rabin, otro militar convertido en político, lo había comprobado tiempo atrás, cuando fue primer ministro por primera vez en los años 70.
En 1975, se produjo el incidente de Sebastia. Miembros del grupo de colonos de Gush Emumin fundaron por su cuenta un asentamiento en el sur de Cisjordania. Rabin lo consideró un desafío al Gobierno y ordenó al jefe del Ejército, el general Mordejai Gur, que lo desmantelara. Gur se negó argumentando que requeriría el uso de la fuerza, la posibilidad de que se produjeran heridos o muertos o que los soldados se negaran a cumplir las órdenes. Rabin cedió y años después admitió que había sido un grave error. A partir de entonces, los colonos sabían que tendrían la iniciativa y que de una manera u otra contarían como mínimo con el respaldo por omisión del Ejército.
El poder del veto militar
Las guerras asimétricas confieren a los militares un gran poder sobre los políticos. Estos dependen del Ejército por la información que les facilita para adoptar decisiones cruciales. El Ejército cuenta en la práctica con un poder de veto que ejerce con frecuencia. Solo tiene que argumentar que una decisión provocará un aumento de la violencia a corto plazo para acabar con ella.
En el caso de la guerra de 1967, los militares —incluidos los ya retirados que estaban en el Gobierno— ejercieron una presión inmensa sobre el primer ministro Levi Eshkol para que ordenara una guerra preventiva. Eshkol aún pensaba que la diplomacia podía ofrecer una salida a la crisis, una opción descartada por los uniformados.
En 1981, Ariel Sharon, otro militar-político, presionó al primer ministro Begin para que autorizara la invasión de Líbano con la promesa de la eliminación completa de la OLP. El intento de asesinato del embajador israelí en Londres sirvió de excusa perfecta para enviar las tropas en una ocupación que se prolongó durante años y que fue decisiva para el nacimiento de Hizbolá. Sharon como ministro de Defensa y su jefe de las FF AA, el general Eitan, más tarde líder de un partido ultranacionalista, tenían la guerra que estaban buscando.
La dinámica de actuación del mando militar y de la inteligencia militar se basa en un patrón que describió muy bien el ministro Dan Meridor: “Los representantes militares presentan tres opciones. La primera puede ser muy efectiva, pero cuenta con muchos riesgos y pocas posibilidades de éxito. La segunda podría tener éxito y no suponer ningún peligro, pero tiene una eficacia marginal. Y luego está la tercera, que es la que ellos querían desde el principio. Por eso, yo les decía que mejor empezaran por la tercera”.
La verdad “incuestionable”
Este tipo de debate se produce en el Gobierno, o más en concreto en el gabinete de seguridad en el que figuran los ministros más importantes. Oponerse a una recomendación del Ejército o del jefe de inteligencia militar conlleva en ocasiones un coste político. Se trata de una reunión confidencial con información catalogada como secreta, pero esas recomendaciones militares pueden aparecer muy pronto filtradas en los medios de comunicación. Lo saben aquellos ministros que han favorecido las negociaciones políticas con los palestinos.
“Esas valoraciones de inteligencia llegan de inmediato a los medios de comunicación y son recibidas como si fueran la verdad incuestionable”, dijo el ministro Yossi Beilin, uno de los arquitectos del proceso de Oslo, “a pesar de las abundantes valoraciones opuestas en relación a los palestinos, sus intenciones, la posibilidad de un estallido de violencia, etc. Juegan un papel negativo en las relaciones entre israelíes y palestinos, porque son percibidas como si fuera Israel, no la inteligencia militar, quien adjudica motivaciones negativas a los palestinos”.
La historia del Estado de Israel y todas las guerras en las que ha participado han hecho que la opinión pública conceda un alto crédito a los militares, a veces también cuando cuelgan el uniforme y entran en política. Mucha gente los percibe como apolíticos o neutrales en el juego de partidos.
Rabin, Barak y Sharon son solo algunos de los generales que iniciaron después una larga carrera política. Tanta abundancia de exmilitares ha hecho que no todos hayan tenido éxito en esa su segunda carrera profesional.
El Ejército como institución es muy consciente del papel de la opinión pública y de los medios de comunicación. Los periodistas aceptan el gran poder que tiene la censura militar (solo en 2017 prohibió la publicación de 271 artículos, más de cinco a la semana, y obligó a eliminar información en 2.358, según datos oficiales). A cambio de ese control previo, algunos periodistas o columnistas reciben información reservada que les sirve para orientar sus crónicas. No es un secreto, hasta el punto de que se sabe que hay periodistas que hacen en la práctica de portavoces del Ejército en los temas más sensibles.
No siempre esa influencia ha servido para fomentar posiciones belicistas o intransigentes. En los 90, en los años posteriores al proceso de Oslo, el Ejército se ocupó de extender la idea de que las negociaciones con los palestinos funcionaban, siempre bajo el prisma de que no podían dejarse arrastrar por el optimismo. Indudablemente, fue un momento de distensión en un conflicto que se prolongaba desde hace décadas.
El fracaso de Oslo, plasmado en las últimas negociaciones de Camp David, la llegada al poder de Ariel Sharon y el estallido de la intifada de Al Aqsa cambiaron ese escenario. Conscientes quizá de que habían dado demasiado crédito a las esperanzas de paz alentadas por los gobiernos de Rabin y Barak, los medios fueron adoptando el discurso más militarista: la paz era imposible, no había un interlocutor palestino con el que se pudiera negociar y había que dejar que el Ejército solucionara el problema de la violencia al precio que fuera. Los militares se ocuparon de suministrar la materia prima de ese pensamiento. El Ejército pasó a jugar un papel político clave sin necesidad de presentarse a las elecciones.
Los militares ponen límites
Fue con el inicio de la segunda intifada cuando el Ejército dejó claros los límites del poder del Gobierno, en los últimos meses del mandato de Ehud Barak. La represión israelí fue masiva con la idea de acabar con la rebelión de inmediato, lo que no consiguió.
Los generales Shaul Mofaz, Moshe Ya’alon y Amos Gilad formaron un triunvirato imparable, en especial para un ya debilitado primer ministro. “Olieron la debilidad de Barak”, dijo después el general Lipkin-Shahak, el anterior jefe de las FF AA. “Barak ya no tenía casi una coalición [de gobierno] y [los generales] decidieron que la seguridad debía llevarse a cabo de la forma que ellos dictaran”. El establishment militar había llegado a la conclusión de que era el momento de la guerra. El último fracaso de Camp David, resumido desde entonces en el rechazo de Yaser Arafat a una oferta por el supuesto control del 95% de Cisjordania, olvida siempre que Barak ya no tenía legitimidad suficiente en su país para una oferta tan amplia.
Cuando el primer ministro comunicó al jefe de las FF AA, Mofaz, los términos promovidos por Bill Clinton, el general reaccionó enfurecido. En privado, dijo que la oferta de Clinton era “un peligro para el Estado”. En público, anunció que ese compromiso “destruiría el acuerdo de paz y supondría una amenaza significativa para Israel”. El Ejército había trazado su línea roja y con ella el fin del mandato de Barak.
A la dura represión israelí con francotiradores disparando a la cabeza de manifestantes, sucedieron los atentados suicidas palestinos contra hoteles, restaurantes y discotecas. Fue un baño de sangre que propició la llegada al poder de Ariel Sharon.
Asesinatos “selectivos” como venganza
Lo que Sharon no había conseguido en Líbano —acabar para siempre con la OLP y Arafat— volvió a intentarlo a partir del año 2000. Para entonces, la opinión pública estaba de su lado. Los asesinatos “selectivos” de dirigentes palestinos saciaron el deseo de responder a cada muerte con otra más importante. Ni siquiera cuando Arafat consiguió un cese de la violencia palestina durante tres semanas la rueda de la venganza dejó de girar. Sharon autorizó el asesinato de un dirigente de las milicias de Fatah en Tulkarem. Le sucedieron ocho semanas de violencia incontrolable por ambos lados.
Concluida cualquier posibilidad de paz, se inició un periodo de 15 años en los que la opinión pública israelí decidió que cualquier guerra era inevitable y hasta deseable (solo interrumpida por la retirada unilateral de Gaza decretada por Sharon que convirtió la ciudad en una inmensa prisión). El Gobierno de Ehud Olmert lanzó una guerra contra Líbano y otra en Gaza en 2006. Netanyahu repitió los bombardeos masivos de Gaza en 2008, 2012 y 2014. En todos ellos, se prometía la destrucción completa de Hizbolá o de Hamás. Nunca se consiguió. Cada vez que terminaban esas operaciones militares, en los medios los analistas no se preguntaban si habría otra guerra, sino cuándo. Algunos no se equivocaban al pronosticar que no pasaría mucho tiempo.
En los años de Netanyahu, el equilibrio entre militares y políticos ha ido virando a favor de los segundos, o más en concreto del primer ministro, pero no en cuanto a la mentalidad. Generales como Ya’alon, siempre dispuesto a emplear una fuerza desproporcionada, llegaron a abandonar el Gobierno y el Likud con un aviso tenebroso: “Elementos peligrosos y extremistas se han apoderado de Israel, así como del Likud, y amenazan con poner en peligro a sus ciudadanos”.
Netanyahu, siempre con una relación complicada con el alto mando militar que por ejemplo se opuso a un ataque unilateral al programa nuclear iraní por estar condenado al fracaso, ya no necesita que el Ejército suscriba sus posiciones. Cuenta con una carta en su favor. A la militarización de la política le ha sucedido la militarización de la sociedad, la defensa del uso de la fuerza militar con independencia de sus consecuencias. Los partidos más extremistas están en el Gobierno y los principales dirigentes de la oposición son antiguos miembros del Likud o políticos que compiten en dureza.
“El miedo está integrado”
La socióloga israelí Eva Illouz cree que el mayor peligro en la sociedad de su país está en su interior. “El miedo está totalmente integrado en la sociedad israelí. El miedo a la Shoah (el Holocausto), el miedo al antisemitismo, el miedo al islam, el miedo a los europeos, el miedo al terrorismo, el miedo al exterminio. Y el miedo genera un determinado tipo de pensamiento, que yo llamaría catastrofista. Siempre piensas en el peor escenario, no en el curso natural de los acontecimientos. En un escenario catastrofista, se te permite vulnerar todas muchas más normas morales que las que aceptarías en un escenario normal”.
Tras los bombardeos de Gaza de 2014 (2.205 muertos, 1.563 de ellos civiles), la opinión pública israelí reaccionó con indiferencia ante ese coste humano y decidió en un 77% que la actuación de Netanyahu había sido buena o excelente. No hay piedad con el enemigo y en Gaza todos son el enemigo.
En un discurso en la central de Dimona, donde se desarrolló el programa israelí de armas nucleares, Netanyahu dejó clara su filosofía. “En Oriente Medio, y en muchas partes del mundo, hay una verdad simple: no hay lugar para los débiles. Los débiles quedan hechos pedazos y son masacrados y borrados de la historia, mientras los fuertes, para bien o para mal, sobreviven. Los fuertes son respetados”.
Y el gran activo de los más fuertes reside en el uso generoso, con frecuencia indiscriminado, de la violencia.