Un cuarto de siglo después de aquel 9 de noviembre –cuando cayó el Muro- llama la atención con cuánta intensidad avisa la historia y qué necesario es escucharla. Un breve resumen de los hechos nos sitúa ante una ciudad dividida en cuatro partes (dos en realidad), consecuencia de la derrota en la Segunda Guerra Mundial de la Alemania nazi. El bloque soviético controla el lado Este. Estados Unidos, Reino Unido y Francia, el occidental. El 13 de agosto de 1961, de noche, las autoridades germanorientales comienzan a levantar un Muro que caerá, también de noche, el 9 de noviembre de 1989. Separó dos mundos tan distintos que, en realidad, vivían de espaldas uno del otro, aunque contrarrestando y conteniendo su poder. A costa, sin duda, de numerosas víctimas de todo tipo.
En el verano de 1989 muchas cosas están cambiando. Checoslovaquia, Polonia y Hungría han abierto fronteras; en la RDA (República Democrática Alemana), cada vez más cerrada, hay un trasiego constante. Se cuentan por centenares los huidos a diario. La Iglesia de San Nicolás de Leipzig ha iniciado unas marchas reivindicativas que, del medio centenar del comienzo, han pasado a llevar hasta Berlín a medio millón de personas aquella primera semana de noviembre. Es una protesta de ejemplar ciudadanía e inapelable.
La presencia de Gorbachov en Moscú influye decisivamente en poner freno a las ansias de aplastar la disidencia. En realidad, ya no pueden, la firmeza de la gente les ha desbordado. Intentarán la vía de “las reformas”: apartan del poder a Erich Honecker y lo sustituyen por el más moderado Egon Krenz. El Muro se le vino encima y lo abrió. Y no por eso pudo eludir sus responsabilidades con la justicia. La Historia avisa.
Crónica del 9N de 1989 en primera persona
Faltaban pocos minutos para iniciar el jueves 9 de noviembre cuando los cuatro miembros del equipo de Informe Semanal de TVE llegamos al Checkpoint Charly, el principal punto de acceso desde Berlín Oeste a Berlín Este. Noche, frío, niebla, imperturbables guardias uniformados en gris, los temibles vopos, una película de la guerra fría en vivo y en directo. Con la luz del día, la calle ofrece una ajustada imagen de la situación. El hartazgo popular era notable. Quejas contra la corrupción, la arbitrariedad del poder, “los de arriba”, pocas a una precariedad que resultaba evidente, y, por encima de todas, a la falta de libertad. Para viajar o expresarse. La eterna disyuntiva de si irse o quedarse a construir un nuevo país. Eventualidad que se veía muy remota con aquel régimen.
Las fruterías solo vendían coles. Las grandes avenidas, sin apenas tráfico, orillaban junto a las aceras el Traban –el coche oficial de cartón plastificado– por falta de repuestos. En las sobrias tiendas, la cultura, discos por ejemplo, se ofrecía a precios casi regalados. Día trepidante de corrillos en la calle y mítines improvisados. Entrevistas con opositores que apuestan por un futuro distinto al que no se ven cauces. Una rueda de prensa oficial surge de repente. Será decisiva.
Numerosos medios internacionales aguardamos las palabras del portavoz, Günter Schabowski. Tiene otra reforma que ofrecer: una nueva ley de viajes, no la apertura del Muro de Berlín de forma inminente como termina por decir. Sus compañeros del Politburó vuelven ya pacíficamente a sus hogares sin saber lo que se avecina.
Nadie lo sabe. No hay presidentes ni bandas de música (como en Hungría) en aquel Puente de Bornholmer en el que nos encontramos una hora después. Hemos bajado con el embajador de España en la RDA, Alonso Álvarez de Toledo. Nos ha invitado a su residencia para comentar el día. No está claro qué va a suceder pero apunta que, justo abajo, hay un paso fronterizo. Puede ser buena idea acercarse a ver qué pasa. Y, sí, hay como medio centenar de personas, y ningún periodista. Salvo nosotros.
Son las 9 de la noche. Mi compañero Laureano González enciende el foco de la cámara e inicio entrevistas. Uno de los vopos nos pide que la apaguemos y nos vayamos. De forma ostensible. Él fue quien, en realidad, abrió el Muro. Harald Jagger, el oficial al mando, le contaría tiempo después a Álvarez Toledo que, ante la falta de instrucciones –salvo la de no disparar si no era en lo que entendieran como defensa propia- decidió dar la orden: Pueden pasar. Y pasamos. Todos. Berlineses del Este y del Oeste.
No de inmediato la mayoría. Lo cierto es que la frontera volvió a cerrarse durante una hora. Pero en aquel mundo sin teléfonos móviles, ni redes sociales, ni WhatsApp por supuesto, miles y miles de personas acudieron al unísono al Muro de Berlín y comenzaron a trepar y a picar. A tomar el Muro. Aquello era ya irreversible.
Un derrumbe que engrosó el capitalismo
No se ha resaltado lo suficiente la reacción occidental a la caída del Muro de Berlín que ansiaban con fervor, pero que ni en sus mejores sueños esperaban y menos con tal facilidad. Tenemos a Margaret Thatcher en Gran Bretaña, Helmut Kohl en Alemania, Felipe González en España, François Mitterrand en Francia, que a la vez ostenta la presidencia rotatoria de la UE con Jacques Delors en la del Consejo y George Bush senior que acaba de acceder a la presidencia de Estados Unidos. Esa época a la que denominan dorada, la de los grandes líderes.
Y actúan con sin igual presteza. No ha acabado noviembre, ese mismo mes de noviembre de 1989, cuando se firma el Consenso de Washington que será clave para el devenir de la historia. Pensado inicialmente para América Latina, se adapta por la vía de urgencia a la política global. Al cónclave para aprobarlo acuden políticos y altos funcionarios, la Reserva Federal, el Banco Mundial y el FMI. Sin perder el tiempo se firma también su homólogo: el Consenso de Bruselas para Europa que comienza a aplicarse a partir de 1990. Sus líneas básicas van a constituir el manual de actuación del neoliberalismo: recorte del gasto público, reforma fiscal para favorecer a los más ricos, liberalización del comercio internacional, liberalización de la entrada de inversiones extranjeras directas, privatizaciones o desregulación bancaria. Y en esa progresión llevamos 25 años de despojo.
El Telón de Acero era demasiado opaco para mirar. Las idealizaciones acerca de aquella potencia que tenía en Alemania del Este la joya de la Corona no se correspondían con la realidad. Durante los días posteriores a la caída del Muro y en nuevos viajes, la evidencia de una economía inviable se hacía palpable, lo obsoleto de su afamada industria. Era cierto que todos los ciudadanos tenían trabajo, casa, alimento, sanidad, servicios, educación, cultura, deporte, siquiera en niveles básicos. Pero el país se hallaba en bancarrota.
Un año después, en aquel doloroso desmantelamiento que se ejecutó a través de la Agencia Estatal de Privatización de la RDA, se nos cuenta que las plantillas están sobredimensionadas y que la productividad del Este es la mitad que la occidental. A modo de ejemplo, Olivetti oferta un marco por una fábrica a condición de que reduzca su personal de 12.000 a 900 trabajadores. Y ya hay un millón de parados.
Los germanorientales abrazaron con fruición la sociedad de consumo, como suele ocurrir. Desde la primera semana les hacían ofertas irresistibles en Berlín Oeste con saldos rescatados de sus desvanes. Cuando las dos Alemanias se reunifican –o para ser más precisos la RFA se anexiona la RDA–, la frutería ofrece un vergel, coches japoneses transitan por las calles y proliferan las oficinas bancarias en el paisaje urbano. Máquinas expendedoras de caramelos adoctrinan a los niños en la sociedad de consumo. Precios del Oeste, sueldos del Este, un tercio inferiores. Ha nacido una nueva ambición: el dinero.
Hoy, en la próspera Alemania de Merkel, 13 millones de personas están al borde de la pobreza, la sexta parte del total. Los sufridos alemanes del Este, en general, lo que más añoran –dicen– es la solidaridad que había entre ellos. La relación que mantenían antes de que primara el egoísmo y los intereses particulares.
Ya no queda ni rastro de aquella lúgubre puerta de hace 25 años en Bornholmer. Hay un puente, como todos, por el que pasan transeúntes y vehículos. El Muro de Berlín existe como recuerdo pero no como separación. Se levantan en otros muchos lugares del mundo para diferenciar la riqueza y la pobreza. La capital alemana aprendió a recomponerse y se entregó con pasión al arte del saber vivir. Es un ejemplo de modernidad y concordia.
Potentes signos de degradación se evidencian en la parte del Muro que quedó en pie, en el capitalismo que se desbocó feroz desde entonces. La corrupción del sistema pudre los cimientos y se estira al límite la desigualdad, cercenando la libertad de comer o desarrollarse. La Historia avisa, sí. Tras aquel Muro que simbolizó el telón de acero, el aparato se resistió y se revolvió hasta que no pudo más: fue desbordado. Grandes gritos de alarma suenan en este lado en el que vivimos con el agua al cuello. En el final, habrá –es de esperar– periodistas para contarlo.