El merecido Nobel de la Paz a los esfuerzos de Maria Ressa y Dmitry Muratov por resistir y continuar con su trabajo en condiciones tan hostiles llega en un momento dramático para la libertad de prensa en todo el mundo, cada vez más precaria. En decenas de países, como en las Filipinas de Rodrigo Duterte y la Rusia de Vladimir Putin, ejercer el periodismo es un esfuerzo de supervivencia.
En las Américas, los periodistas nicaragüenses, muchos de ellos empujados al exilio, resisten como pueden los embates del régimen Ortega-Murillo, que en su camino al caudillismo y con las elecciones presidenciales de noviembre a la vista no cesa en su empeño por ahogar a la prensa. En Venezuela, décadas de chavismo han hecho todo lo posible por socavar el periodismo libre, que resiste a pesar de todo. La estrategia de represión y acoso cubana es el modelo de Daniel Ortega y Nicolás Maduro, que miran a la prensa como una amenaza a sus aspiraciones totalitarias, como “una maleza a la que hay que despojar y eliminar”, como escribió hace poco el periodista cubano Abraham Jiménez Enoa sobre la renovada represión en su país. En El Salvador, Nayib Bukele amenaza con seguir el mismo camino, que inspira a políticos de distinta afiliación.
La lista de periodistas de otras regiones que viven circunstancias similares podría extenderse varias páginas. Las autoridades en Bielorrusia continúan deteniendo a periodistas que cubren las protestas que se iniciaron hace más de un año. En Afganistán, el exilio a trompicones de miles de periodistas y trabajadores de medios de comunicación convive con la incertidumbre y el miedo de los que permanecen en el país bajo el régimen talibán. Hace seis meses que el periodista francés Olivier Dubois desapareció en Mali. En Myanmar, la represión que siguió al golpe militar envió a la cárcel a decenas de periodistas y a otros muchos al exilio o la clandestinidad. En Europa, Polonia y Hungría alientan los ataques que socavan la sostenibilidad de la prensa. No se pueden olvidar los asesinatos de Daphne Caruana Galizia en Malta y Jan Kuciak en Eslovenia, ni la memoria de David Beriain y Roberto Fraile, asesinados en Burkina Faso el pasado mes de mayo. Tampoco el tercer aniversario del asesinato del periodista Jamal Khashoggi en el consulado de Arabia Saudí en Estambul. La comunidad internacional todavía no ha logrado dar una respuesta coherente a este brutal crimen. Desde 1992 al menos 1.416 periodistas han sido asesinados, según los datos del Comité para la Protección de los Periodistas.
Son unos pocos ejemplos de una situación unida al deterioro de la democracia y sus instituciones. El periodismo libre, valga la redundancia, es una condición previa para la democracia y la paz, como ha señalado el comité que concede el Nobel de la Paz. Miles de periodistas en todo el mundo asumen el enorme coste personal de la represión y los ataques a la libertad, que defienden día a día con su empeño en informar y compartir su trabajo sin cortapisas. Los gobiernos y sus instituciones tienen que respaldarlos con medidas que los protejan y con visados que les permitan continuar cuando no les queda más remedio que el exilio. Transcurridos los fastos, María Ressa, Dmitry Muratov y muchos como ellos seguirán en su empeño y ni las circunstancias más adversas lograrán acallarlos. El Nobel de la Paz es un reconocimiento a este esfuerzo ejemplar.
Carlos Martínez de la Serna es director de programas en el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ).