Orgullo de sanidad pública en el Portugal enclaustrado: “El sistema está siendo vergonzosamente atacado”

Víctor Honorato

Lisboa —

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De los claveles de la revolución portuguesa y el ideal de igualdad y progreso que trajo consigo surgió el Servicio Nacional de Salud luso. El 25 de abril del 74 fue una efeméride capital también en este sentido, según recuerda hoy Isabel do Carmo, médica, militante de la izquierda revolucionaria contra la dictadura, encarcelada posteriormente por su activismo, huelguista de hambre por la amnistía y hoy, a los 80 años, una respetada endocrinóloga que da clases en la universidad y escribe libros sobre alimentación saludable. La doctora Do Carmo pasó el COVID en diciembre y está ya bastante recuperada, aunque si habla mucho tiempo se acaba fatigando. Con el país atenazado por el drástico incremento de casos del COVID, han surgido voces que claman contra la gestión pública de la pandemia, la imprevisión y la 'catástrofe' hospitalaria. La doctora las desdeña: “Es propaganda”.

Tras contagiarse en una comida navideña con la familia, Do Carmo pasó 10 días ingresada en el lisboeta Hospital de Santa María, uno de los que más presión están sufriendo por el alza de casos de coronavirus. El país ha batido récords de incidencia desde las vacaciones de Navidad, y en menos de un mes ha pasado de ser ejemplo mundial a motivo de preocupación. Pero de momento, y a pesar de años de recortes, el sistema resiste. No soportó el virus, sin embargo, Carlos Antunes, líder junto a Do Carmo de las Brigadas Revolucionarias, padre de sus hijos, ingresado en el mismo hospital. Hablaron hasta el final, por teléfono, cada uno en una sala, ella resistiendo, él apagándose, sobre los nietos, sobre política. “Siempre de política”, recuerda hoy en el salón de casa, rodeada de carteles de la etapa revolucionaria (del POUM, del movimiento anticolonial en Angola) y de fotos de familia.

La doctora condena: “El sistema está siendo vergonzosamente atacado. Los medios transmiten la alarma, porque vende, pero decir que estábamos en medicina de guerra, de catástrofe, que se perdió el control, es malo desde el punto de vista social y personal. Una persona ve eso en la televisión y se aterroriza. Esto no es real. Claro que los servicios están al máximo. En cuidados intensivos creo que ayer [por el viernes] había 800 camas ocupadas, tal vez ya hoy 1.000, pero el plan de contingencia de los hospitales aún prevé ir a las 1.300”, defiende. Sobre la apertura navideña, reprende: “Los mismos que dicen, a posteriori, que había que imponer el confinamiento, antes estaban en contra”.

En esta semana pasada ha dimitido el coordinador del plan nacional de vacunación, Francisco Ramos, porque, como en España, alguien se saltó el orden de la lista y se inoculó cuando aún no le tocaba. La ministra de Sanidad, Marta Temido, a su vez, confesó en una entrevista en el semanario Visão sentir una “tristeza avasalladora” porque el sistema no haya funcionado mejor. Ante estas incertezas, Do Carmo pide calma y celebrar la “extraordinaria organización” con que respondieron los centros de salud y hospitales, teniendo en cuenta las carencias acumuladas: “En ocho años se perdieron 8.500 camas, y en la privada los médicos ganan el doble o más, muchas veces sin hacer urgencias”. Desde 2009, no hay compensación económica por trabajar con exclusividad en la pública. “O trabajan en las dos o se van [al extranjero]”, dice.

La descripción de las condiciones laborales encaja bastante bien con la figura de Miguel Vasques, también endocrinólogo, pero de 30 años, medio siglo menos que Do Carmo, que está completando su periodo de formación. Trabaja en el hospital Curry Cabral, parte del hospital universitario de Lisboa Central, y se pasó todo el periodo navideño cubriendo turnos COVID. El viernes, tras 12 horas seguidas trabajando, regresó a casa, pidió una pizza y contestó preguntas apresuradamente, para una hora después encadenar otro turno en un centro privado. “Tengo una niña de nueve años y un piso en Lisboa de dos habitaciones es caro”, explica.

Vasques coincide con Do Carmo en que restringir las reuniones navideñas no era una elección sencilla. “Después de un año entero en que hubo una restricción gigantesca de contacto con los mayores, comprendo la decisión”, dice, aunque avisa de que no todos en su servicio piensan lo mismo. En lo que sí coinciden la gran mayoría es en pedir apoyo psicológico. “Los jóvenes tenemos un brío, una iniciativa, con la que compensamos la falta de conocimiento. Pero no estábamos preparados para esto”, lamenta. Vasques habla de “muertes estúpidas” de pacientes con afecciones no especialmente graves pero que ante la presión del COVID no son atendidos con la pausa que merecen. “En mi servicio tenemos normalmente a 15 o 20 enfermos diabéticos con el pie infectado. Ahora no hay ninguno. ¿Dónde están ahora esos pies?”, se interroga.

Vasques también teletrabaja, y reconoce que hay pacientes a los que tiene que dar una atención más psicológica que física, porque sus tratamientos están suspendidos para hacer frente al coronavirus. “La cirugía bariátrica [para tratar las grandes obesidades] está suspendida porque se entiende que es menos urgente, pero ya tenía unas listas de urgencia gigantescas”. Con lo cual, intervenciones que se demoran uno o dos años en una situación normal ahora pueden irse a los “cinco o seis”.

El doctor Vasques interrumpe la entrevista para atender una consulta telefónica, es un tío abuelo enfermo que tendrá que ir al hospital, según se desprende de los síntomas. “Está muy bien, hace yoga desde que estuvo con el ejército en Goa [antigua colonia portuguesa en India], pero tiene 90 años”, explica. El facultativo es comprensivo con algunas improvisaciones de la dirección del centro, pues “es difícil tener formación para un escenario como este” y critica que la estrategia nacional de rastreo de casos se esté haciendo a través de los médicos de familia, que pierden tiempo haciendo cuestionarios telefónicos que podrían dedicar, a su entender, a su trabajo ordinario. Coincide en esto con Do Carmo, que opina que “se pudo hacer más rastreo” y apunta también que la capacidad de realizar analíticas es escasa. El futuro pasa ahora por comprobar qué destino tendrán los fondos de reconstrucción de la UE y qué parte se dedicará al sector sanitario. La vieja militante ya se remanga: “Cuando acabe la pandemia habrá que dar la batalla”.

Supervivientes de la Lisboa enclaustrada

En el histórico barrio marinero lisboeta de los Cais do Sodré, los vecinos habían desaparecido de las calles antes de que la pandemia los confinase. Expulsados por la liberalización del mercado del alquiler, que se aceleró con la intervención de la troika en 2012, las viviendas tradicionales de renta congelada fueron sustituidas paulatinamente por negocios hosteleros y turísticos. El panorama humano cambió para dar paso al turista internacional y al gestor de fondos inmobiliarios. Ahora, con la ciudad paralizada, los últimos resistentes, gente de edad avanzada, población de riesgo a todos los efectos, son los únicos que acuden al mercado a comprar. Es el caso de doña Fátima, que se acerca a un puesto de hortalizas. “Esto fueron los jóvenes de juerga”, dice sobre el alza de infecciones que ha reducido la vida urbana a la mínima expresión.

Umbulina, que vende pescado traído de las lonjas de Sesimbra, cerca de Setúbal, al sur de Lisboa, ahora también de Peniche, más al norte, porque hay menos, pregunta a Ana Bela, la de las hortalizas, si tiene tierra en sacos. No, no hay. “Llevo 45 años y ya tengo la vida organizada, así que aguantamos, pero ahora nuestros clientes son los restaurantes, y están cerrados”, explica. Ana Bela está triste. Su madre, Delmira, murió de covid, y ahora encima le han mandado una carta del hospital diciéndole que vaya a recoger su ropa. “Eso me indigna. ¿Pará qué la quiero?”, se enfada. Aparece Elsa, otra clienta, que tiene un negocio de encuadernaciones, especializado en dorados, y que intenta sobreponerse. “Estoy recelosa, pero tenemos que ser optimistas”, dice, sin mucha convicción. Doña Fátima insiste: “Aquí el alquiler eran 50 o 60 euros; ahora 1.000 o 2.000. Han corrido a los viejos”.

Los lisboetas están cumpliendo a rajatabla este confinamiento. Apenas se ve a nadie por la calle que no esté yendo a por comida o al trabajo. Los restaurantes pueden despachar platos, pero no bebida, porque el Gobierno quiso evitar que los clientes remoloneasen en la puerta. “Ni siquiera café”, dice un cartel de un puesto de bocadillos y empanadillas, cuyo responsable, sin embargo, es compasivo y desliza una lata de refresco a un cliente sediento. 

En la calle de las Portas de Santo Antão, que acaba en el Rossio, los asistentes al teatro (a un lado, el Teatro Nacional, al otro, el Coliseo de Lisboa, que celebra también conciertos y otros espectáculos), acostumbraban, al salir, pasar por uno de los puestos de ginginha, característico licor de guinda, cada uno con su receta particular. Desde 1890 lleva allí la 'Ginginha sem rival', negocio familiar que hoy regenta Nuno Gonçalves. “Nadie que no viviese la II Guerra Mundial recuerda una destrucción así”, dice. Sin turistas ni teatro, pues apenas ha habido una decena de espectáculos en el Nacional, y los que hubo tuvieron aforo reducido, los ingresos cayeron en 2020 un 75%, y las ayudas públicas no compensan “ni el 20% de los gastos”. Gonçalves critica que, por cuestiones de superficie, solo se permitiese abrir a los grandes comercios, pero no a una tienda de lavadoras o un zapatero. “Los grandes grupos económicos se han librado”, protesta. Sobre el descontrol de enero, apunta: “Hay gente que no se lo toma en serio. Ha habido fiestas clandestinas, y mientras, la autoridad, silbando. Este es el resultado”, concluye.

El fin de semana llegó con lluvia intermitente, el empedrado está resbaladizo y por el Rossio y el centro los únicos que parecen no estar de paso son los sintecho. Según el Plan Municipal para las Personas Sin Abrigo 2019-2023, había en la ciudad 2.328 personas sin casa, entendiendo por esto a quienes duermen en la calle y quienes van rotando entre alojamientos temporales. Podría parecer que son más, paseando por la ciudad. De noche, en la larga Avenida del Almirante Reis, los soportales están llenos de tiendas de campaña. Incluso sigue habiendo músicos callejeros, aunque no haya paseantes. “No tengo casa”, escribió Pedro en un papel junto a la gorra puesta en el suelo, en unas escaleras junto a la céntrica plaza de Chiado, que ensaya a mediodía unos acordes, ensimismado. Ante la pregunta de qué pinta hoy aquí si no hay nadie, replica: “Mira, que se jodan, por lo menos nos queda la música”.