Cristianismo. Liberalismo. Seguridad. El imperio de la ley. Los popes del pasado reciente. La sombra de las grandes guerras y la paz. La unidad. Y Venezuela para poner en pie al auditorio. La democracia cristiana es socia fundadora del actual orden político, económico e institucional europeo. La alianza con la socialdemocracia explica la arquitectura europea tras la Segunda Guerra Mundial, esa búsqueda de un anhelo superador de las dos grandes guerras, de convivencia y de equilibrio entre el modelo soviético y el estadounidense.
La Europa actual, el sistema europeo actual, es hijo de democristianos y socialdemócratas. Los dos lo saben y por eso los dos siempre recuerdan a sus mayores, como en este congreso del Partido Popular Europeo los líderes conservadores han mencionado a Robert Schumann y a Helmut Kohl. Como recuerdan a Konrad Adenauer o a Jean Monnet. Padres, todos ellos, de la Unión Europea actual, con solo una madre recién llegada en el altar, Angela Merkel, mito viviente de este congreso del PP.
Pero la Europa de hoy no es la de 1945. A pesar de lo presente que está la guerra en los discursos de Jean-Claude Juncker o la propia Angela Merkel de este congreso de Helsinki. La sombra de la guerra no está en la calle, ni la necesidad de cicatrizar heridas entre países que acaban de matarse entre ellos, o entre fascistas y antifascistas, en Francia, en Alemania, en Italia, en Grecia... En tantos países que se partieron durante la Segunda Guerra Mundial.
La Europa de hoy está compuesta por una ciudadanía que no recuerda los tanques nazis en París ni los aliados en Berlín. Pero sí sabe que la Europa de los 28 tiene unos márgenes estrechos para los presupuestos de los países; que hay reglas que afectan a su vida que se gobiernan por personas que no han elegido y que no saben ni lo que cuesta un billete de metro; y es consciente de los déficits democráticos de las instituciones comunitarias.
El Partido Popular Europeo también lo sabe: sabe que la gran coalición de Merkel se estrella en cada proceso electoral regional y local; sabe que acaban de perder el Gobierno de España; que hace tiempo que en Francia están desaparecidos, como en Italia. Y que Gobiernan ocho países de la UE, pero que entre esos gobiernos se encuentran dirigentes como Víktor Orban o Sebastian Kurz. El primero, sometido a un proceso comunitario por violar “los valores fundacionales de la UE” en Hungría, los mismos que dice defender con ahínco su partido, el Partido Popular Europeo. Y el segundo, que acaba de seguir los pasos del húngaro y ha borrado a Austria del Pacto Mundial de la Migración.
Esos son los poderes ahora del PPE, que es verdad que domina la Comisión, el Europarlamento y el Consejo Europeo. Pero con muestras de agotamiento, y cuyo vigor le llega precisamente de la vehemencia extrema con la migración en el punto de mira: como Orbán, como Kurz y como ha sido el discurso de Pablo Casado en Helsinki, retorciendo los datos para hablar de la “peor crisis migratoria de la última década”. Discursos que tienen mucho que ver con la extrema derecha. No en vano, Orban califica a Matteo Salvini de “héroe” ante los migrantes. “Héroe”.
Orban, el mismo Orban que ha pedido el voto para Manfred Weber como spitzenkandidat en este congreso. El mismo Weber cuya victoria se ha atribuido Pablo Casado: “Hemos ganado. Fuimos el primer partido en mandar un apoyo formal a Manfred Weber. Es amigo mío y es un éxito de la nueva ejecutiva del PP”.
Esa es una pulsión fuerte en el PPE: la de los discursos concomitantes con la extrema derecha, la de quienes, como intentó en vano la CSU para frenar a la AfD, imita argumentarios ultras. Antes, en el PPE, era cosa de la Forza Italia de Silvio Berlusconi, uno de cuyos exponentes, el presidente del Parlamento Europeo, Antonio Tajani, ha puesto al auditorio en pie hablando de Venezuela –país que sigue siendo de América Latina, no de Europa–, y en castellano.
Ahora, además, aparecen nuevos líderes como Kurz y Casado –cortejados por el movimiento de extrema derecha europeo que intenta lanzar Steve Bannon–; y otros como Orban.
A esa pulsión se oponen otros, como el candidato derrotado, el exprimer minstro finlandés Alex Stubb, de un perfil más moderno y moderado –aunque en la búsqueda del voto hizo algún guiño a Orban en su discurso–.
O Donald Tusk, hombre de orden y presidente del Consejo Europeo, que ha hecho un discurso corto y conciso mirando de reojo al ala derechista de su familia:
Manfred Weber colocó hace dos meses al grupo parlamentario popular en Estrasburgo a favor de la censura a Orban –salvo a los diputados de Pablo Casado, alguno de los cuales se alineó con la extrema derecha a favor del húngaro–, pero recibió en Helsinki el apoyo de Orbán, a cuyo partido –Fidesz– echaría del PPE Alex Stubb.
Weber es el candidato del aparato, de la fontanería de partido, es pata negra, democristiano, descendiente directo de los creadores de la familia. Y se acordó de uno de ellos, de Helmut Kohl: ese es el hilo que quiere tejer Weber, con los grandes popes democristianos de hace tres décadas.
Y a eso se ha aferrado el PP europeo. Ante el avance de la extrema derecha, que amenaza con tambalear la normalizada entente entre democristianos y socialdemócratas, y ante la incógnita de hasta dónde llegarán los liberales de Emmanuel Macron y Albert Rivera, los populares europeos han decidido mirar al glorioso pasado y refugiarse en las esencias democristianas, sin entregarse a la nueva extrema derecha ni al nuevo centro.