“Lo ocurrido en Kazajistán no es el primer ni último intento de interferir desde el exterior en los asuntos domésticos de nuestros Estados”, señaló el lunes el presidente ruso, Vladimir Putin, durante una reunión de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC). “Las medidas tomadas por la OTSC muestran claramente que no permitiremos que nadie provoque problemas en casa y no permitiremos la culminación de otro escenario de las llamadas revoluciones de colores”.
En las últimas dos décadas han estallado múltiples levantamientos populares en antiguas repúblicas soviéticas. Muchos de ellos acabaron con cambios de gobierno y gozaron del apoyo de Occidente por oposición a Rusia, que en la mayoría de ocasiones veía estas ‘revoluciones de colores’ como una amenaza clara a su esfera de influencia regional promovida desde el extranjero. La intervención de Rusia en las movilizaciones de Ucrania (2014), Bielorrusia (2020) y ahora Kazajistán (2022) demuestra cómo ha aprovechado Putin las últimas crisis políticas regionales para consolidar su poder.
“La diferencia es que el Kremlin utiliza diferentes instrumentos para su objetivo de mantener su influencia en lo que llama zona de interés privilegiado. En Ucrania usó la fuerza militar, en Bielorrusia bastó un apoyo técnico y político; y en Kazajistán se ha dado algo completamente nuevo con la intervención de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva”, dice Mira Milosevich, investigadora del think tank Real Instituto Elcano.
Las revoluciones de colores
Para comprender la política actual de Putin frente a este tipo de movilizaciones es necesario remontarse a principios de los 2000. Georgia celebró elecciones parlamentarias en noviembre de 2003 que acabaron en manifestaciones masivas que provocaron, a su vez, la caída del Gobierno de Eduard Shevardnadze, que fue ministro de Exteriores de la URSS. La Revolución de las Rosas –por la intervención del líder opositor y futuro presidente Mikheil Saakashvili en el Parlamento– puso fin al liderazgo de la era soviética y el nuevo Gobierno se acercó notablemente a Occidente.
Un año después, en noviembre de 2004, estallaron protestas en Ucrania tras un supuesto fraude electoral en las elecciones presidenciales a favor de Viktor Yanukóvich, que entonces era primer ministro. Las elecciones se repitieron y Viktor Yushchenko derrotó a Yanukóvich. El proceso se conoció como ‘Revolución Naranja’ y el nuevo presidente, Yushchenko, también inició una política claramente prooccidental, acercándose a la OTAN y a la UE.
En la cumbre de la OTAN de abril de 2008 celebrada en Bucarest, la alianza atlántica acordó que Georgia y Ucrania entrarían en la organización. Cuatro meses después, en agosto, estalló la guerra ruso-georgiana por Osetia del Sur y Ucrania fue uno de los países que apoyó a Georgia. También se han dado otras movilizaciones importantes en países como Moldavia (2009), varias en Kirguistán (2005, 2010 y 2020) y Bielorrusia (2006), entre otros.
“Lo que se ha demostrado hasta ahora en el espacio postsoviético es que Rusia no va a atacar aunque haya un gobierno antirruso. La razón puede darse si uno de esos gobiernos quiere entrar en la OTAN”, sostiene Milosevich. “El objetivo del Kremlin es bloquear la ampliación de la OTAN. Le encanta tener un Gobierno prorruso, pero no le preocupa tanto porque existe un excelente vínculo entre las élites corruptas de todos estos países”.
Ucrania, Bielorrusia y Kazajistán
Yanukóvich llegó a la presidencia en Ucrania en 2010 y en 2014 estallaron protestas contra el presidente tras suspender la firma del acuerdo de asociación con la UE. Yanukóvich, que había solicitado la intervención de las fuerzas armadas rusas en el país “para establecer legitimidad, paz, ley y orden, estabilidad y para defender al pueblo ucraniano”, acabó huyendo del país. Posteriormente Rusia se anexionó la región ucraniana de Crimea y apoyó a los rebeldes independentistas prorrusos del este del país. Hoy la región está al borde del conflicto armado.
En Bielorrusia en 2020 el pueblo salió a la calle tras un presunto fraude electoral que dio una nueva victoria a Aleksandr Lukashenko, que lleva gobernando el país desde 1994. En este caso no fue necesario el uso de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, aunque Putin también amenazó con utilizarlos. El presidente ruso también ofreció a Lukashenko un préstamos de 1.500 millones de dólares. Justo un año después del estallido de las protestas, ambos países firmaron una veintena de acuerdos avanzando en la integración.
En Kazajistán, por último, las movilizaciones de este año se iniciaron por el aumento del precio del gas, pero posteriormente se convirtió en una batalla interna de clanes por el poder político, con el actual presidente purgando a su predecesor, Nursultán Nazarbáyev, y a su círculo. El presidente, Kasim-Yomart Tokaev, solicitó asistencia militar a la OTSC, liderada por Putin, y la respuesta fue inmediata con el envío de unas 2.500 tropas para recuperar el control de la situación.
“En Kazajistán, Rusia ha apoyado al presidente Tokayev para mantenerse y fortalecer su poder en el país y le ha ayudado indirectamente a purgar a sus enemigos, muy vinculados a Nazarbayev y su clan. Esta política probablemente dará a Moscú más poder en Kazajistán en los próximos años”, sostiene Kerim Has, analista de política exterior rusa radicado en Moscú. “Sin embargo, en Bielorrusia el Kremlin no solo apoyó a Lukashenko para mantenerse en el poder, sino que Rusia se convirtió en la única fuente de legitimidad para el presidente”.
Milosevich compara lo ocurrido en Kazajistán con las diferentes olas de protestas que se han dado en Kirguistán y que han acabado con varios presidentes: “No siempre es un movimiento democrático aunque desde occidente muchas veces se describe así. Tanto en Kirguistán como en Kazajistán se trata de descontento de la población que luego fue apoyado por algunos de esos clanes políticos con la idea de ajustar cuentas internas dentro del sistema político”.
“Rusia empezó a decir que el apoyo de Occidente a las revoluciones de colores es un falso apoyo a la transiciones a la democracia, pero trata de aprovechar estas crisis para su ventaja geopolítica. Cada uno lo hace a su manera, pero lo que es cierto es que Occidente se ha implicado mucho en Ucrania y en Bielorrusia, pero no en Kirguistán ni ahora en Kazajistán. A diferencia de los dos primeros, donde existían partidos de oposición, Occidente no tiene a quien apoyar en estos dos países por la fuerte presencia de los clanes”, añade.
“En Ucrania la situación es más complicada”, dice Has. “No es una pelea de clanes como en Asia Central, sino un choque entre las inclinaciones políticas y sociales rusas y antirrusas. La crisis de Ucrania es parte de un conflicto geopolítico mayor entre Rusia y el mundo anglosajón, que no Europa. No creo que las grandes potencias de la UE como Francia y Alemania tengan una posición única con el eje EEUU-Reino Unido”, señala.
Una nueva vía contrarrevolucionaria
El modelo utilizado en Kazajistán (el uso de tropas a través de la organización de defensa colectiva CSTO) puede sentar un precedente importante para reprimir levantamientos populares en la región. Hasta ahora, la CSTO tenía un historial de no intervención a pesar de que su artículo 4, al igual que el artículo 5 de la OTAN, establece que “si un Estado miembro sufre una agresión por un Estado o grupo de Estados, esto se considerará una agresión contra todos los Estados miembros de este tratado”.
En la cumbre de la organización celebrada el lunes, la mayoría de los miembros apostaron por dar un impulso a la organización y la visión del presidente Lukashenko refleja muy bien su intención de convertirla en una fuerza contrarrevolucionaria: “Es muy importante asegurarse de que la CSTO mantiene su agilidad y capacidad para responder rápidamente. En este sentido, no debemos ser tímidos ni mirar hacia Occidente, EEUU o cualquier otro. Si miramos demasiado atrás, corremos el riesgo de rompernos el cuello. Cuando ellos se enfrentan al más mínimo desafío, se olvidan de la democracia. Tenemos que tener esto en mente. La mano dura desde el inicio da resultados tangibles”.
“El marco de la CSTO ha dado a Rusia el papel clave como arquitecto de la seguridad en la región y puede que se convierta en una fuerza de paz para mantener regímenes autoritarios”, sostiene Milosevich. Los miembros de la organización son Armenia, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguistán, Rusia y Tayikistán.
Has cree que esta intervención “dará una oportunidad a la organización para obtener un nuevo impulso”. “CSTO aumentará su prestigio ante sus miembros, la mayoría de los cuales son regímenes autoritarios, y fortalecerá la organización en sí misma y sus dinámicas internas”.