De Airbnb a Uber: la economía colaborativa está en manos del gran capital
De todas las creencias que nacieron en Silicon Valley, sin duda la más extraña es el tecnopopulismo; es decir, hacer falsas promesas sobre la base de la transformación digital. El tecnopopulismo promete un mundo en el que el usuario obtendrá, sin ningún tipo de esfuerzo, un poder inmediato. Esta idea es lo suficientemente ambigua como para atraer a las grandes compañías tecnológicas, a las startups, a los aficionados de las criptomonedas e incluso a algunos partidos políticos.
Si bien el origen de esta idea es algo confuso, sí sabemos en qué fecha se popularizó. Nos tenemos que remontar a la “persona del año” de 2006 de la revista Time; “You” [vosotros]; millones de personas normales y corrientes que navegaban por la web a principios en esa década. La portada de la revista Time alimentó este imaginario tecnopopulista.
Si bien en esa época eran pocos los usuarios que colgaban contenido en Wikipedia o Flickr, el hecho de que la revista Time convirtiera a todos los usuarios en protagonistas hizo que nadie cuestionara el poder de las grandes corporaciones o se planteara cuanto tiempo podía durar esta utopía digital. Solo unos años más tarde, esta utopía ha llegado a su fin: la web, muy centralizada y en manos de unas pocas plataformas, ya es solo una sombra de lo que fue.
En los comienzos de Uber y Airbnb, era fácil creerse que esta revolución conseguiría eliminar las ataduras de la economía informal. En 2018, el usuario creativo de 2006 se ha convertido en un zombie adicto al contenido basura, que no puede apartar los ojos de la pantalla y pulsa compulsivamente “me gusta”, atrapado en las celdas invisibles de los que le proporcionan información. El noble esfuerzo por convertir a todos los usuarios en miembros honoríficos del Grupo de Bloomsbury [un grupo de intelectuales de Reino Unido de principios del siglo XX] nos ha condenado a estar atrapados en las eternas listas de Cambridge Analytica.
Así que el mito del usuario artista se ha esfumado. Sin embargo, en la actualidad la esencia del tecnopopulismo se alimenta de otros dos mitos igualmente potentes: el del usuario emprendedor y el del usuario consumidor. Se sustentan en un sinfín de promesas: una mayor descentralización, eficiencia, ausencia de protocolo. Al mismo tiempo, esconden las dinámicas actuales de la economía digital. Todo ello hace que sea difícil discernir el futuro digital que nos espera; uno que será centralizado, ineficiente y que apostará por el control.
¡Es la hora de los usuarios!
En los comienzos de Uber, Airbnb y otras plataformas parecidas, cuando todavía no tenían las dimensiones actuales, era fácil creer que la revolución digital podría promover la economía informal. Se terminaron los conductores profesionales, las limusinas y los hoteles. ¡Ha llegado la hora de los aficionados, las bicicletas y las camas compartidas!
Era una noción que resultaba muy atractiva y que se alimentaba de la rebelión de la contracultura frente a la autoridad, la jerarquía y la profesionalización. Sin embargo esta noción carecía del apoyo de los partidos políticos o de los movimientos sociales.
De haber tenido el apoyo de los partidos políticos, estos podrían haber garantizado, una vez en el poder, que las plataformas locales recibían dinero público para poder escapar de las brutales leyes de la competencia y estar protegidas frente a competidores con mucho dinero.
De hecho, un siglo antes se llevó a cabo un esfuerzo político de estas características que dio lugar al estado del bienestar. En vez de abrir la puerta para que los proveedores privados pudieran prestar servicios de atención sanitaria y de educación, la cerramos deliberadamente para que estos ámbitos quedaran a salvo de las presiones del mercado.
El estado de bienestar que se creó presentó algunos excesos jerárquicos pero fue un compromiso razonable, habida cuenta de las limitaciones políticas y tecnológicas de esa época. En la actualidad, es posible imaginar una estructura más horizontal para proporcionar esos servicios, más respetuosa con la autonomía local, con un proceso de toma de decisiones más democrático y que tuviera en cuenta las idiosincrasias individuales. Lo mismo se podría decir de la economía en su conjunto.
Las plataformas digitales, como intermediarias de la interacción entre los ciudadanos y las empresas, y también entre los ciudadanos y las instituciones, deberían desempeñar un papel clave en esta transformación. Sin embargo, en esta ocasión no ha surgido ningún proyecto político parecido al del estado de bienestar.
Como resultado, los loables objetivos de dar poder al ciudadano, y de fomentar lo local y las relaciones no jerárquicas debían alcanzarse a través de un aliado poderoso pero traicionero, que consiguiera sincronizar las necesidades de las plataformas digitales con las del capital global.
Funcionó, al menos en un inicio. Las plataformas para compartir vehículo, bicicleta y casa crecieron rápidamente, gracias a grandes inversiones de capital, en gran parte procedentes de fondos soberanos de inversión y de capital de riesgo. Arabia Saudí fue muy amable y financió con dinero obtenido del petróleo, a través del conglomerado japonés SoftBank, a plataformas para compartir vehículos y repartir comida a domicilio.
Los que ofrecen servicios o productos en plataformas digitales, así como los que los compran o alquilan, tenían motivos para el optimismo. De hecho, los primeros consiguieron convertir en dinero estos servicios o bienes; desde apartamentos vacíos hasta tiempo libre. También consiguieron descuentos para pasear, comer o hacer una reserva. Muchas localidades en apuros podían ahora contar con plataformas digitales que les permitieran ampliar o reemplazar la infraestructura deteriorada y potenciar el turismo.
Este cuento de hadas ha llegado a su fin. El 2018 ha significado para la economía compartida lo que 2006 fue para el contenido generado por el usuario: una fecha a partir de la cual solo puede ir a menos. Las plataformas no desaparecerán; más bien todo lo contrario. Sin embargo, los nobles objetivos iniciales que dieron legitimidad a sus actividades darán paso al imperativo prosaico y a veces violento impuesto por la ley férrea de la competencia: la búsqueda de la rentabilidad.
Uber tal vez ayude a algunos conductores a llegar a fin de mes. Sin embargo, la necesidad de buscar siempre la rentabilidad supone que no tendrá reparos en cambiar a sus conductores por vehículos automatizados. Sería absurdo que hiciera lo contrario, más teniendo en cuenta que esta empresa perdió 4.500 millones de dólares en 2017.
¿Aliados de la clase media?
Puede ser que en sus inicios Airbnb se presentara como un aliado de la clase media en su lucha contra algunos intereses económicos fuertemente arraigados. Sin embargo, la necesidad de obtener beneficios la ha obligado a buscar socios como Brookfield Property Partners, una de las empresas inmobiliarias más grandes del mundo, y a promover apartahoteles con la marca Airbnb. A menudo optan por comprar y reformar edificios de viviendas enteros. Con esta operación no se consigue terminar con los viejos intereses de siempre; salvo que consideremos que en esta categoría entran los inquilinos que ven cómo los edificios donde siempre habían vivido se convierten en hoteles gestionados por Airbnb.
Teniendo en cuenta las enormes sumas de dinero en juego, el desenlace más probable en las batallas que se están librando en sectores como el de vehículos compartidos será una mayor centralización; con una o dos plataformas que controlarán cada región. Esto parece desprenderse del hecho de que Uber haya claudicado frente a competidores locales que cuentan con el respaldo financiero de Arabia Saudí, en China, India y Rusia, así como en la mayor parte del sureste asiático y en América Latina. Por otra parte, los viejos y jerárquicos negocios tampoco permanecerán al margen de este fenómeno eternamente, como hemos aprendido de la anterior revolución digital.
Basta con echar un vistazo a la reciente adquisición de Spin, una prometedora startup de scooters electrónicos, por parte de Ford.
Esta evolución contradice el discurso tecnopopulista. También genera muchos residuos, con montones de bicicletas abandonadas a lo largo y ancho del mundo, así como atascos. Esto último es la consecuencia natural de haber permitido que el capital controle las plataformas para compartir vehículos en vez de promover un transporte público más eficiente.
Las montañas de basura que generan las startups de reparto de comida a domicilio no son el futuro sostenible que prometían los tecnopopulistas. Hasta ahora las empresas asumen parte del coste del envío y de la comida para poder sobresalir entre todos sus competidores. Sin embargo, probablemente las empresas que consigan sobrevivir tendrán que subir los precios para recuperar el dinero perdido.
En la actualidad, el mito del consumidor-emprendedor omnipotente se ha terminado. Y, sin embargo, el tecnopopulismo sobrevivirá y seguirá haciendo promesas en torno al blockchain, a la inteligencia artificial o a las ciudades inteligentes.
Muchas de estas promesas nos resultarán atractivas. No obstante, sin un sólido programa político, un programa que no alimente ilusiones sobre la capacidad que tiene el capital global para promover la emancipación social, la realidad será completamente diferente. Una sociedad más democrática no se puede comprar con dinero; mucho menos con dinero saudí.
Traducido por Emma Reverter