Bajo el asedio ruso, los ucranianos nos hemos convertido en “gente de guerra”
En mi viaje por carretera recorriendo ciudades y pueblos que esperan la invasión rusa, me encuentro con Oleksandr Senkevych, alcalde de la ciudad industrial de Mykolaiv, cerca del Mar Negro, en el sur de Ucrania. Nos conocimos hace unos años en una elegante escuela de negocios. “Nuestra ciudad podría ser como Hamburgo. Ese es nuestro modelo”, dijo en aquel entonces, y pasó a explicar su estrategia para revitalizar el famoso puerto de Mykolaiv. El acorazado Potemkin —célebre por la rebelión de sus tripulantes en 1905, en los prolegómenos de la revolución rusa — fue construido en los astilleros locales.
Senkevych solía ser empresario, hasta que su triunfo electoral en 2015 tras la revolución del Euromaidán lo convirtió en el alcalde más joven de Ucrania, elogiado por luchar contra la corrupción. Ahora, con más de 1.500 unidades rusas militares traídas de la Crimea ocupada rodeando la ciudad por el este y el norte, es un líder de guerra. Los rusos ya han ocupado algunos de los pueblos situados a 20 kilómetros de distancia. Solo el río Pivdennyi Buh, que divide Mykolaiv, salva a la ciudad del asedio, pero los rusos podrían construir pronto un puente de pontones al norte para cerrar el círculo.
La ciudad es clave para las aspiraciones de Moscú, ya que controlando Mykolaiv, podría llegar a Odesa, que está a unos 130 kilómetros al oeste, y después a la frontera terrestre ucraniana con Transnistria, la república escindida de Moldavia. “La única carretera desde Mykolaiv va hacia Odesa. Es nuestro salvavidas, así es como estamos evacuando a la gente”, me dice. “Quedan 250.000 de 500.000. La tarea consiste en trasladar a otros 50.000; el resto no acepta ser reubicado”. Me recibe, con un chaleco antibalas y una pistola en la mano, en el edificio del ayuntamiento. El exterior fue diseñado para parecerse al Palacio de Buckingham.
La carrera de las provisiones
Se calcula que ya han muerto 27 civiles en esta zona bajo el fuego de los bombardeos. Cientos de casas han sido sufrido daños, algunas hasta quedar completamente destruidas. Ahora, la tarea del Gobierno es arreglar el suministro de electricidad y agua, pero de igual importancia es la carrera por almacenar provisiones, medicinas y agua para abastecerse al menos durante unos meses, ante la posibilidad del asedio. Jerson, la ciudad más grande del este, ya está ocupada por las fuerzas rusas. La población se reúne a diario para realizar manifestaciones pacíficas con sus banderas ucranianas. En Mykolaiv, mientras tanto, se preparan para una guerra de guerrillas callejera en caso de que los rusos invasores lleguen hasta allí.
Gente de guerra
Ahora todos somos gente de guerra. Antes del conflicto, el jefe de prensa del alcalde era, al igual que el presidente, un humorista exitoso, pero el rifle automático Kalashnikov que hoy lleva al hombro no luce antinatural. La última vez que nos vimos fue hace cuatro meses, en una espaciosa galería de arte de Mykolaiv, a orillas del río. La necesidad obliga. Otro concejal lleva su arma en una funda de raqueta de tenis. En su vida anterior a la guerra, presidía un comité olímpico regional.
Mientras me pongo el chaleco antibalas, observa que lo manipulo “como si tuviera experiencia”. Esto podría considerarse un cumplido, pero he visto guerras en el extranjero y he informado sobre el conflicto en el este de Ucrania. Son los políticos convertidos en líderes de guerra los que están teniendo que adquirir habilidades nuevas.
Sin embargo, es mucha la gente viéndose obligada a ver las cosas de otra manera. Hasta hace poco, Rusia controlaba el 7% del territorio ucraniano. Un millón de personas fueron desplazadas internamente, 14.000 murieron, pero para la mayoría de la población seguía siendo posible no saber dónde se encontraba el campo de batalla.
Quienes cubrimos la guerra, ayudamos a civiles, huimos de la región o dimos la batalla, a veces nos sentíamos en discordancia con aquella realidad cotidiana de los pueblos pacíficos. Nos preguntábamos cómo nos veía la gente corriente. ¿Nos consideraban neuróticos? ¿Teníamos un trastorno de estrés postraumático? ¿Debíamos abstenernos de hablar de la guerra con el resto de un país que solo quería seguir viviendo?
Pero esa distinción se está haciendo añicos. Muchos comprenden hoy el verdadero horror de la guerra, un hecho que solo queda verdaderamente claro cuando es uno mismo quien oye el ataque aéreo o necesita huir para ponerse a salvo.
Aviones negros
“Estaba sentada en casa y vi dos aviones negros. Me quedé paralizada: ¿qué debo hacer?”, dice Nadia, sentada cerca de los escombros de su casa en Balabanovka, en los suburbios de Mykolaiv. El edificio de su vecino fue alcanzado por un misil. Su marido, un hombre de unos 60 años, relata lo sucedido y llora. Ahora son los únicos que permanecen en la zona. Hasta una docena de casas a su alrededor han sido destruidas.
Al llegar a la estación de tren de Odesa, veo a varios cientos de mujeres y niños provenientes de Mykolaiv y sus alrededores esperando los trenes que van al oeste de Ucrania, a Rumanía, a Eslovaquia y a Polonia: a cualquier lugar al que puedan llegar los trenes. Los trenes ucranianos han trasladado esta semana a más de 6.000 de los residentes más vulnerables de Mykolaiv.
El modo en que lidian con la situación importa, porque en la mente de muchos ucranianos, Mykolaiv es un símbolo de resistencia. En primer lugar, por su exitosa defensa de los aeropuertos y aeródromos, y por la valentía del comandante militar local. Pero también por el gobernador, Vitaliy Kim. Mitad coreano, rusoparlante y promotor inmobiliario de éxito antes de que la guerra lo envolviera todo, ha estado fortaleciendo la moral de la gente con alegres vídeo-diarios que son populares en internet. Cuando Kim llama a los habitantes a sacar neumáticos a las calles de la ciudad para bloquear el paso de los tanques rusos y promete que “el humo del caucho estorbará al enemigo”, al día siguiente la ciudad está llena de neumáticos.
Tenemos que ponernos de nuevo en marcha, salir de Mykolaiv mientras el puente levadizo que nos lleva a Odesa siga abierto, y llegar allí antes del toque de queda. El alcalde y su equipo me aconsejan que salga. No saben lo que la próxima noche nos deparará. Irse se siente como una traición, pero dicen que debemos irnos. Ellos, por su parte, dicen: “Lucharemos. Estamos preparados”.
Preguntar por el futuro
Me han enseñado que, cuando se entrevista en una zona de conflicto, es gesto de amabilidad tratar de terminar la entrevista de forma positiva y preguntar por el futuro. Pero es difícil ser optimista cuando se piensa en lo que puede estar por venir. El avance ruso se ha ralentizado, pero eso podría significar que los bombardeos letales desde el cielo seguirán aterrorizando a la población durante un tiempo. Ataques desde el aire y por tierra, una sensación de asedio.
“¿Y qué tal si Mykolaiv se convierte en Hamburgo después de la guerra?”, le pregunto al alcalde. “Ya no lo creo”, dice. “Nos prometieron el Plan Marshall para Ucrania después de la guerra. Pero no estoy seguro de que vaya a haber nada de esa magnitud. Reconstruiremos lo que podamos. Pero lo que necesitamos ahora son más chalecos antibalas y cascos. Difundan el mensaje”.
La “gente de la guerra” fuimos una minoría durante mucho tiempo. Ahora somos más de 40 millones. Nuestra atención se centra hoy en cómo podemos detener este avance.
* Nataliya Gumenyuk es periodista ucraniana especializada en conflictos y asuntos externos, autora del libro La isla perdida: historias de la Crimea ocupada.
Traducción de Julián Cnochaert.
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