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The Guardian en español

Ciudades y terrorismo: una relación inseparable y brutal

El término moderno de 'terrorismo' procede de un período de la Revolución Francesa denominado 'Le Terreur' (cuadro de Georg Heinrich Sieveking).

Jason Burke

Hace casi 140 años, una oleada de bombas estalló en Londres. Aunque mataron relativamente a pocas personas, llamaron mucho la atención.

El trabajo de los extremistas irlandeses que trataban de hacer cambiar a la opinión pública y las ideas políticas sobre el futuro de la nación duró varios años. En octubre de 1883, uno de sus más sangrientos ataques hirió a 40 viajeros de metro que salían de la estación de Paddington. Otros de sus objetivos fueron la redacción del periódico The Times, la columna de Nelson, la Torre de Londres y Scotland Yard.

A lo largo de la década, hubo otros ataques en otros lugares de Europa perpetrados por varios grupos extremistas. Estos ataques estuvieron dirigidos contra teatros, óperas, el Parlamento francés y cafés. En 1920, Wall Street también fue atacado con una bomba.

La oleada de ataques comenzó a suscitar temores en torno a las tecnologías, tales como los temporizadores y la dinamita, de la cual se decía que era “barata como el jabón y común como el azúcar”. Suscitó también un debate sobre cómo proteger a las ciudades y a los medios de transporte masivos de la violencia.

Cerca de 150 años después, un repunte de ataques en grandes ciudades europeas han despertado los mismos temores. Los expertos cuentan lo fácil que es construir un artefacto explosivo que funcione con instrucciones que pueden encontrarse en Internet. Y también explican cómo podríamos (o no) proteger nuestros espacios públicos de la nueva estrategia que utiliza vehículos como arietes asesinos.

Después de que el año pasado un camión arrollase todo a su paso en medio de la multitud en un mercado navideño de Berlín, el jefe de policía Klaus Kandt señaló que con tantos posibles objetivos –había 2.500 mercados como ese en Alemania y unos 60 solo en Berlín– era imposible reducir el riesgo a cero.

Con tantos atentados en zonas urbanas en los últimos dos años, los habitantes de Londres, Manchester, París, Niza, Bruselas o Barcelona (por nombrar unos pocos lugares en los que se han producido ataques en los últimos 20 meses) han tenido poco tiempo para distanciarse de lo sucedido y analizar la última ola de violencia en una perspectiva más a largo plazo.

Pero todo esto es un problema. Si hay algo que nos enseña un análisis a largo plazo sobre lo que está sucediendo en estos convulsos tiempos es que al parecer el vínculo indisoluble entre el terror y nuestras ciudades no es algo nuevo.

Por supuesto, hubo diferencias clave en la violencia en las décadas de 1880 y 1890. Estos ataques antiguos estuvieron motivados en su mayoría por ideologías como el anarquismo o versiones extremistas del socialismo o el nacionalismo. El número de personas muertas o heridas era mínimo en comparación con los números de hoy.

A día de hoy, los terroristas están preparados para provocar números masivos de muertes a una escala mayor, y la religión juega también un papel más central. ISIS, entre otros, ha demostrado un deseo de dañar, no de convencer; de causar daño y horrorizar, no de influir. El uso sistemático de vehículos como armas no tiene precedentes.

Sin embargo, hay un elemento que permanece constante en las sucesivas oleadas terroristas de la izquierda, de la derecha, estatales, no estatales, en Europa, en Oriente Medio o en el Sudeste Asiático. El objetivo siempre es el mismo: las ciudades. ¿Por qué?

En las zonas urbanas continúa la rebelión

Incluso en las batallas más duras de la época postcolonial durante los años 40 y 50, donde los enfrentamientos se produjeron en junglas y bosques, en última instancia se trataba de ganar el control de las ciudades.

La guerra argelina de independencia contra Francia fue testigo de una intensa insurgencia en las colinas, los bosques y campos de la vasta colonia, pero fue la lucha por el poder en las zonas urbanas la que fue crucial para las fuerzas nacionalistas. La batalla culminante se produjo en Argel, y más específicamente en su casbah o ciudadela, un laberinto de callejones y casas de la ciudad vieja que fue la base de los insurgentes que empleaban tácticas terroristas contra los franceses y sus partidarios.

Otro de los factores clave fue la llegada de las televisiones a los hogares estadounidenses y europeos, y de la radio en todo el mundo islámico. Aquellos que lucharon contra los regímenes coloniales enseguida se dieron cuenta de su importancia. Nadie se iba a hacer eco de la la violencia producida en medio de ninguna parte.

En 1956, el activista argelino y revolucionario Ramdane Abane se preguntó en voz alta si era mejor matar a diez enemigos en un barranco remoto “cuando nadie hablará de ello”, o “a un solo hombre en Argel, del cual se harán eco al día siguiente” ciudadanos de países lejanos que puedan presionar a los políticos.

El periodo más intenso de violencia relacionada con terrorismo en Occidente fue desde los 70 hasta los 80. En 1979, se perpetraron 1.019 ataques en Europa, unos 10 cada semana durante dos décadas, si bien es cierto que gran parte de la atención en la primera parte de la década se centró en los secuestros aéreos o en las espectaculares operaciones en Oriente Medio.

Los terroristas izquierdistas italianos y alemanes se centraron fundamentalmente en objetivos urbanos. Lo mismo hicieron irlandeses, vascos, bretones y otros nacionalistas, y sus diversos homólogos en EEUU y América Latina.

Carlos Marighella, un revolucionario comunista brasileño, adoptó la estrategia de insurgencia de Mao y Che Guevara centrada en el ámbito rural. “Comenzando con la ciudad y el apoyo de la gente, la guerrilla se desarrolla rápidamente, estableciendo su infraestructura rural cuidadosamente mientras que en las zonas urbanas continua la rebelión”, escribió en 1969.

Es posible que de manera inevitable, los ataques pioneros que establecieron los nuevos estándares de poder letal para los terroristas –tales como los ataques de yihadistas a embajadas e instalaciones militares en Kuwait y Líbano a comienzos de los 80– se produjeran en las ciudades.

Incluso la violencia radical islamista de principios de los 90, que se centraba básicamente en el derrocamiento de regímenes locales, con muyahidines a menudo asentados en zonas remotas, utilizaba un importante componente de terrorismo urbano exportado a las metrópolis de Europa Occidental.

A finales de los 90 en Afganistán, los extremistas recién reclutados recibieron un entrenamiento básico que les facultó para convertirse en carne de cañón en primera línea de fuego. Los mejores combatientes fueron seleccionados para recibir más instrucciones en terrorismo y guerrilla urbana.

No es de extrañar que los grandes ataques por extremistas islámicos en el extranjero tuvieran como objetivo Nueva York en 1993, París en 1994, y Nairobi y Dar es-Salam (la ciudad más poblada de Tanzania) en 1998. Estos ataques fueron el anuncio de la nueva oleada de terrorismo tal y como la conocemos hoy, y oscurecieron la permanente amenaza de terroristas de derechas como Timothy McVeigh, que atacó Oklahoma City en 1995.

Los agresores aprendieron que el impacto psicológico de un ataque sobre los ciudadanos se amplificaba cuando este tenía lugar en una ciudad. Sus habitantes, como es natural, empiezan a asumir que si una escuela puede ser asaltada o un tren, destrozado, o un autobús, secuestrado, y todo eso pasa en mi ciudad, entonces puede sucederme a mí o a mis familiares también.

Además de que un entorno urbano ofrece asistencia práctica al aspirante a terrorista –un nivel de anonimato, facilidad para conseguir componentes o fondos, proximidad a otros dentro de una red, servicios de comunicación, transporte–, también ofrece multitud de objetivos. Su naturaleza casi garantiza lo que los terroristas buscan precisamente: atención.

Una nueva ola de terrorismo

Básicamente, golpear la capital de cualquier sitio es un plus para los extremistas que tratan de socavar la confianza en la capacidad de los estados para proteger a sus ciudadanos, o de las potencias ocupantes para mantener el orden. Campañas de atentados tan diversos como los que tuvieron lugar contra los británicos en Palestina a mediados de los 40, perpetrados por los activistas judíos más radicales, y en Bagdad entre 2003 y 2005, en gran medida obra de radicales islamistas ayudados por algunos nacionalistas y partidarios baasistas, muestran lo efectivos que pueden llegar a ser.

El atentado del grupo sionista del Irgun contra el hotel King David en Jerusalén en 1946, en el que murieron 91 personas, demostró de manera dramática la capacidad de la organización y la debilidad de las autoridades británicas. Tan solo un año después, los británicos anunciaron que abandonarían su autoridad en Palestina, permitiendo la aparición del Estado de Israel.

En Bagdad, casi seis décadas después, los primeros objetivos de los radicales parecían indiscriminados –la Cruz Roja, la embajada de Jordania, las Naciones Unidas– hasta que quedó claro que estaban siguiendo una cuidadosa estrategia de aislar a las fuerzas estadounidenses de todo apoyo o asistencia en su proyecto de controlar la capital iraquí.

En cuestión de 18 meses, diplomáticos de los estados de Oriente Medio, las ONG y la ONU huyeron del país o fueron confinados a un búnker de la Zona Verde. EEUU se quedó solo, luchando en una guerra que no podía ganar.

Pero son los atentados contra los civiles en bares y hoteles, en trenes o autobuses, los que quedan más marcados en la conciencia pública. En 2004 y 2005, hubo atentados contra el transporte público en Madrid y Londres. Ese mismo año la rama de Al Qaeda en Irak ejecutó atentados con bombas coordinados contra tres hoteles de lujo en Amán, la capital de Jordania, matando a 60 personas en bodas y otros eventos.

En 2008, un grupo de yihadistas paquistaníes atacó un hotel de lujo, una organización judía, cafeterías llenas de turistas y la principal estación de tren en Mumbai, India. Murieron más de 200 personas. En Nairobi, en Kenia, unas 70 personas fueron asesinadas en 2013 por el grupo terrorista somalí al Shabaab en un centro comercial de lujo.

Un miembro de ISIS abrió fuego en una discoteca de Estambul en la Nochevieja de 2016. Al Shabaab atacó de nuevo en octubre del año pasado, matando a unas 500 personas en un solo atentado con camión bomba en una calle concurrida de Mogadiscio (Somalia). En todos estos casos, los terroristas fueron capaces de dominar las noticias durante muchos días.

Se explica con facilidad que ubicaciones así estén en la primera línea de fuego, y la mayoría de las veces tiene que ver con lo que representa la ciudad. La derecha estadounidense define Washington como un símbolo de corrupción y poder maligno, y Nueva York y Los Ángeles como lugares decadentes y contaminados.

Los yihadistas ven peligros similares en las zonas urbanas. Muchas veces hay un factor histórico; en Afganistán, para los radicales Kabul es una ciudad que ha colaborado con muchas potencias extranjeras, desde los soviéticos hasta Estados Unidos. También puede haber un factor religioso o étnico; en Irak, las comunidades suníes ven ahora a Bagdad como un núcleo del dominio chií. Los textos escritos por extremistas contemporáneos revelan una clara hostilidad contra las ciudades y la urbanización.

A menudo, esto queda contrastado con la idea de la pérdida del ideal rural de armonía y justicia social que, aunque inventado por completo, es una visión con fuerza.

Mohammed Atta, el líder egipcio de los terroristas que secuestraron los aviones del 11-S, estudiaba planificación urbanística cuyo trabajo de final de un máster se centró en la destrucción de partes antiguas de Alepo para dar paso a estructuras modernas al estilo occidental. Veía las ciudades como un campo de batalla entre lo viejo y lo nuevo, pero más allá de eso, entre una identidad islámica auténtica y de Oriente Medio y una identidad occidentalizada y sin fe.

Esta visión de las ciudades como una zona de conflicto, como un lugar de contienda entre lo moral y lo político, no es de sorprender. Si un terrorista quiere atentar contra un modo de vida, las ciudades modernas son el lugar para ello.

Los ataques de julio de 2005 en Londres tuvieron lugar en el metro y en un autobús. Pero, fuesen seleccionadas conscientemente o no, todos los lugares –King’s Cross, Edgware Road, Aldgate East y Tavistock Square– eran representativos de la diversidad cultural en la capital de Reino Unido.

Atentados recientes en el Sahel se han realizado contra hoteles y restaurantes visitados con frecuencia por occidentales y locales adinerados. Una razón que los investigadores citaron sobre la elección de una discoteca en el atentado en Bali en 2002 era que en raras ocasiones dejaban entrar a locales.

Aunque más allá de todo esto, puede que haya una razón más importante todavía sobre por qué las ciudades han sido siempre tan importantes para los terroristas y el terrorismo.

La mayoría de expertos data la aparición del terrorismo como lo conocemos ahora en la segunda mitad del siglo XIX. Hay activistas violentos anteriores que muchos califican de terroristas –los fanáticos judíos que en el siglo I se enfrentaron a los romanos en la provincia imperial de Judea, la secta medieval de los asesinos del siglo XII, e incluso la secta religiosa de los Estranguladores del siglo XIV al XVIII en lo que más tarde sería India. 

Pero está muy extendida la idea de que fue alrededor del atentado en la estación de Paddington cuando se extendió la estrategia de utilizar la violencia para influir en la opinión pública entre distintas fuerzas como los anarquistas, la izquierda y nacionalistas con los ojos puestos en llevar a cabo cambios dramáticos sociales y políticos.

Esta estrategia dependía de dos avances que marcan la edad moderna: la democracia y las comunicaciones. Sin los medios de comunicación, que se desarrollaron de manera acelerada durante el siglo XIX mientras aumentaba la tasa de alfabetización y periódicos baratos empezaban a conseguir una gran difusión, el impacto habría sido pequeño.

Sin democracia, no tenía sentido intentar asustar a la población y por ende influir en los políticos. Las autoridades absolutistas, como los posteriores dictadores, podían ignorar simplemente la presión de las masas aterrorizadas. Por supuesto, un tercer gran avance de este período fueron las condiciones en la propia ciudad moderna.

El terrorismo que es tan horriblemente familiar para nosotros hoy en día ¿podría haber evolucionado sin el desarrollo de la metrópolis como la conocemos ahora? Esto parece casi inimaginable. Incluso el terror de la Revolución Francesa –Le Terreur– que nos da el término moderno, terrorismo, era más obvio en el centro de París, donde rodaban las cabezas guillotinadas de un número relativamente pequeño de aristócratas para implantar el miedo en un número mucho mayor de gente.

La historia del terrorismo es por ello la historia de nuestras ciudades. La historia de nuestras ciudades, al menos en los últimos 150 años más o menos, es en parte la historia del terrorismo. Este vínculo mortal e indisoluble no parece que se vaya a romper en un futuro cercano.

Traducido por Cristina Armunia y Marina Leiva

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