Cada vez que cogemos un Uber esparcimos su veneno social
Hay muy pocas cosas que 5.000 millones de dólares no pueden comprar, pero una de ellas es la educación. La semana pasada se hizo público un vídeo del consejero delegado y fundador de Uber, Travis Kalanick, insultando y tratando con arrogancia a uno de sus conductores. El conductor se había quejado de que las políticas de la empresa le habían llevado a la bancarrota.
“A algunos no les gusta asumir la responsabilidad de sus propias cagadas”, afirmó Kalanick con desprecio. Nunca un magnate había dicho algo tan verdadero: para Uber, igual que para otras empresas agresivas, no asumir la responsabilidad de sus propias cagadas no es solo una filosofía, sino un modelo de negocio.
Uber ha estado constantemente en las noticias este año debido a una serie de escándalos que refuerzan la reputación de la empresa como una organización acosadora repulsiva. Las acusaciones de romper una huelga durante las protestas contra el veto migratorio de Donald Trump desencadenaron una campaña viral para que los clientes eliminasen la aplicación de sus dispositivos. Una semana después, una exempleada denunció abusos sexuales y misoginia institucional.
Kalanick, a quien se presionó para que abandonase su posición como asesor económico de Trump, se enfrenta actualmente a denuncias en los juzgados de todo el mundo interpuestas por conductores que insisten que serían más capaces de “asumir la responsabilidad” de sus vidas si tuviesen un salario digno para vivir.
El chico guay convertido en chico de éxito
La indignación de los progresistas ha sido una constante al aparente auge imparable de Uber, pero nunca ha sido un obstáculo a su expansión: la empresa sigue creciendo, aun cuando registra pérdidas de ingresos récord por todo el mundo. Muchas de estas pérdidas las explica por el inconveniente de seguir teniendo que pagar a sus conductores.
Dado lo que ya sabíamos del desprecio institucional de Uber, ¿por qué es tan chocante este vídeo? Porque destapa una verdad incómoda sobre el carácter de nuestras élites de poder modernas. Algunos de nosotros preferirían imaginar a los svengalis [personaje de ficción avaricioso] de los negocios explotadores como refinados, villanos tramposos y genios envidiablemente liberados de cargas tan anticuadas como la ética y la moralidad.
De Trump hacia abajo, estos hombres preferirían que les describiésemos como competentes y potentes —un poco descarados, quizá, pero así se etiqueta a sí mismo el poder empresarial—. Por eso es importante que este vídeo destape a Kalanick, uno de los hombres más ricos del mundo, como un hombre completamente desagradable. Por el modo en que insulta al conductor —perdón, a su “socio”; un socio sin una silla en el consejo de la empresa—, el fundador de Uber cree estar en posesión de un feo derecho. No da la impresión de implacable. Da la impresión de irrespetuoso.
No es este el comportamiento esperado de los explotadores. Se espera que por lo menos tengan en consideración las apariencias. Se espera que pronuncien aforismos de negocios preparados y que retuerzan sus bigotes encerados al tiempo que abren orfanatos para los hijos de los trabajadores que mueren de agotamiento.
A lo que nos enfrentamos ahora es a un nuevo tipo de cabrón: el chico guay convertido en chico de éxito, el prototipo de persona posrandiana [en referencia a la filósofa Ayn Rand, que defendía el egoísmo racional, el individualismo y el capitalismo, argumentando que es el único sistema económico que le permite al ser humano utilizar su facultad de razonar] despreocupada, de personalidad falsa y escurridiza, cuya sensación de privilegiado es la base de su modelo de negocio.
Esa legitimación es fundamental. Las acusaciones de sexismo contra Uber no solo están relacionadas con la forma en la que opera la compañía. Son sintomáticas. La actitud de una organización respecto a las mujeres es un buen indicador de cómo tratará a sus trabajadores. Existe claramente un grupo de personas que considera al menos a la mitad de la raza humana como algo menos que sensible.
El veneno social
Uno de sus ejecutivos amenazó con desvelar detalles de la vida privada de una periodista que indagó sobre la forma en que se estaba dirigiendo la empresa. Kalanick ha bromeado, si se puede decir bromear, que debería haber llamado a su empresa “boob-er” en lugar de Uber ['boob' se llama coloquialmente a los pechos de la mujer y 'boober' se puede significar pene] por lo que liga con las chicas gracias a ella. La empresa ofrecía a sus clientes en Francia el 'placer' de subirse en coches conducidos por mujeres atractivas.
Claramente Uber tiene poca consideración por el consentimiento y la dignidad de sus clientes, de sus “socios” de ingresos bajos y de las comunidades en las que viven; igualmente que con las mujeres en general. Y esto importa, porque Uber es más que una simple empresa tecnológica. Es un equipo de ingeniería social disfrazado de empresa tecnológica que parece considerar la responsabilidad social corporativa como algo anticuado, como un carro de caballos de madera en la era del asfalto.
Esta es la desagradeble verdad: hemos confiado la reorganización de nuestra infraestructura social al tipo de gente que grita a sus subordinados y a sus conductores y que ve a las mujeres como un simple objeto. No debemos a esta gente ni nuestro dinero ni nuestra admiración.
Queda por aclarar si Uber saldrá dañado de la llamada activista para que los clientes dejen, por el amor de Dios, de utilizar este servicio. Mucha gente cree que no tiene otra opción mas que ser cómplice. Uber creció en la ciénaga social de las ciudades estadounidenses con precarios e irregulares servicios de transporte y altas tasas de paro. En zonas donde hay pocos trenes de noche y los taxis son inasequibles, coger un Uber para ir a casa es el equivalente ético al grasiento Kebab a altas horas de la madrugada: sabes que es malo para ti, pero existe un placer culpable y sucio al satisfacer tus necesidades animales. Tu tripa puede que te haga responder por tu comida de medianoche, pero no te matará.
Utilizar un servicio como Uber, sin embargo, es un lento veneno social. Vivimos en una realidad socioeconómica cuya filosofía principal puede ser descrita con exactitud por un joven insolente y popular en la parte trasera de un taxi, y seguimos venerando a sus ganadores. ¿Cuánta complicidad podemos tolerar antes de bajarnos de este viaje inmoral?
Traducido por Javier Biosca Azcoiti