Solo tuvieron un momento para estudiar el río antes de lanzarse al agua, que les llegaba hasta la cintura. Con edades comprendidas entre los 15 y los 21 años, ninguno de los cuatro hermanos conocía esa zona de la frontera y tenían miedo de ser descubiertos. Tratando de escapar de los militares de Myanmar se adentraron en el río Thaunggin.
Tras pasar unos minutos caminando por el agua, llegaron a tierra de nadie. Poco después de haber cruzado, tres contrabandistas vestidos con ropa militar les salieron al encuentro. Les entregaron 6.000 baht tailandeses [unos 160 euros], cruzaron algunas palabras y los contrabandistas los llevaron finalmente a una zona más profunda del bosque para posteriormente ser trasladados a un lugar seguro en Tailandia.
Tres meses después del golpe de Estado del 1 de febrero en Myanmar, los cuatro hermanos birmanos hablan con The Guardian sobre su decisión de unirse a la lucha contra los militares. También explican cómo se vieron forzados a huir a finales de marzo tras participar en las protestas de Yangon que acabaron en violencia.
Fuera del país y ya a salvo, los hermanos hablan de la despiadada represión del ejército y de su decisión de enfrentarse a los militares con la intención de evitar más violencia. Un periplo que les llevó desde la protesta pacífica de Yangon hasta el lanzamiento de cócteles molotov en comisarías y la posterior huida para sobrevivir.
Con 21 años, Lin* es el mayor de los cuatro. Vio cómo se desarrollaba el golpe de Estado desde su casa en el oeste de Tailandia, cerca de la frontera con Myanmar. Se sintió obligado a unirse al movimiento de resistencia al ver como aumentaban el número de muertos y la brutalidad militar. Sus tres hermanos menores y dos primos de diferentes partes de Myanmar lo siguieron hasta Yangon.
Za* tiene 15 años y es el más joven de los cuatro. Se unió a la resistencia porque quería que terminara la violencia en las calles. “Mira cuánta gente han matado en los últimos dos meses; si no hacemos nada y dejamos que ocurra, morirán muchos más inocentes”, dice.
Unirse a las protestas
Los jóvenes se encontraron en Yangon y en los primeros días participaron en las protestas pacíficas. Pronto pasaron a formar parte de un equipo de vigilancia nocturna que protegía los barrios residenciales de las incursiones nocturnas que hacían las fuerzas de seguridad. Cuentan que armados con palos y espadas ayudaban a desplazarse sin peligro a mujeres, ancianos y niños.
Mientras seguían las protestas, algunos grupos de manifestantes de primera línea empezaron a hablar de la posibilidad de devolver el golpe, dice Lin. “La gente empezó a decir que teníamos que contraatacar, pero no sabían cómo y tenían miedo”. A Lin le preocupaba que eso fuera justo lo que esperaban los militares de Myanmar, también conocidos como el Tatmadaw.
Los hermanos cuentan que se unieron a una minoría de manifestantes de primera línea que se enfrentaba a las fuerzas de seguridad con hondas y cócteles molotov. Según ellos, una forma legítima de autodefensa frente a las armas automáticas de los militares. Pero no fue gratuita. Lin cuenta que uno de los miembros del equipo que rondaba los cincuenta años murió durante un ataque contra una comisaría de policía tras ser alcanzado en la cabeza por una bala de goma.
“No quiero que mis hijos crezcan en las condiciones en las que creció mi generación y las generaciones anteriores”, dice Moe*, el hermano de 18 años.
El primer ataque
El grupo llevó a cabo su primer ataque contra una comisaría de policía una noche en torno a las 23 horas. Lin cuenta que la gente se iba uniendo a medida que se acercaban al edificio y que algunos llevaban cócteles molotov. Otros estaban armados con hondas y espadas. Pero cuando por fin estuvieron cerca de la comisaría, hubo dudas y vacilaciones.
“En ese momento yo estaba con ganas de pelea, estaba enfadado, nadie estaba dispuesto a lanzar el cóctel moloto”, dice. “Había vuelto a Yangon pensando que sería un manifestante pacífico... pero si tenía que ser otra cosa, también lo sería; así que cogí el molotov y subí al puente del paso elevado”.
La botella acabó justo encima de un montón de basura apoyada en el edificio y las llamas empezaron a salir disparadas hacia el tejado, dice Lin. “Queríamos asustarlos”, dice en referencia a los militares. “Si nos estaban haciendo sentir inseguros, que también ellos se sintieran inseguros”.
Lin dice que llegó un camión lleno de soldados del Tatmadaw y que el grupo comenzó a retirarse. En vídeos vistos por The Guardian se ven las balas de gas lacrimógeno zumbando a su lado mientras huyen. Cuenta que la gente celebraba cuando pasaban corriendo junto a sus casas. “Era como si volviéramos de la guerra”.
Durante los días siguientes los hermanos y otros grupos atacaron múltiples comisarías. Lin no cree que hayan herido a nadie. Dice que no lograron quemar los edificios y que los ataques formaban parte de una guerra psicológica: sentían que había que mostrar algo de fuerza para contrarrestar a los militares.
“Tuvimos que huir”
La lucha continuó hasta el día en que Lin se enteró de que uno de sus amigos había sido secuestrado por las fuerzas de seguridad. “Nos dijeron que había muerto, que lo habían torturado y matado”, recuerda. “Todos tuvimos que huir en ese momento, nos dijeron: 'uno de los nuestros ha desaparecido, ahora estamos huyendo y vosotros también deberíais hacerlo'”.
Los hermanos decidieron que era hora de marcharse. Se levantaron temprano para iniciar su viaje hacia Hpa-An, la capital del estado de Karen, al este de Yangon y cerca de la frontera con Tailandia. Un vecino les dijo que la policía registró su apartamento en Yangon un día después de que ellos lo abandonaran.
En Hpa-An pasaron desapercibidos unos días hasta que recibieron la llamada para salir de allí. Tendrían que hacer la travesía cerca de Myawaddy, una ciudad conocida por sus casinos y locales de ocio. Vadearon el río durante unos minutos y llegaron a tierra de nadie. Momentos después de cruzar, tres contrabandistas vestidos con ropa militar les salieron al encuentro.
Para trasladar a los hermanos a un lugar secreto, los contrabandistas exigieron el pago por adelantado. Les entregaron el dinero y caminaron otros 20 minutos en la oscuridad hasta un búnker donde la instrucción era esperar. “Les teníamos miedo porque eran extraños con armas y nosotros estábamos en su zona”, dice Htet*, el hermano de 18 años. “Si hubieran querido hacer algo habrían podido, no teníamos forma de impedirlo”.
Al fin, hacia las tres de la tarde les dijeron que era hora de irse. El guía les dijo que por el sendero de tierra llegarían a una carretera asfaltada. El último trecho lo hicieron por su cuenta, hasta encontrar la salida del bosque. Lo habían conseguido.
Según los datos de la Asociación de Asistencia a los Presos Políticos, cuando ellos cruzaban la frontera, los militares de Myanmar ya habían matado a más de 550 personas y detenido a casi 3.000. “Fue una decisión difícil venir aquí”, dice Lin en referencia a Tailandia. “Aunque estamos seguros y cómodos, queremos volver, pero era demasiado peligroso; lo bueno es que tenía a mis hermanos: no habría sido capaz de manejarlo solo”.
*Los nombres han sido modificar para proteger la identidad de los protagonistas
Traducido por Francisco de Zárate
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