Eduardo Muñoz entra con su vieja embarcación en el puerto. La pintura de la proa del barco de pesca se está descascarando. El hombre parece desolado. “Antes, cuando salía a pescar regresaba con el doble de almejas”, afirma con amargura mientras se sacude el pelo para quitarse la sal y deja dos grandes sacos llenos de marisco en el muelle.
“Mi suerte se acabó hace unos años, cuando empezó a operar la planta de desalinización”, lamenta. “La sal que bombean de nuevo hacia el mar lo mata todo, y ahora en el fondo del mar sólo hay una gruesa capa de lodo”.
Muñoz vive y pesca en La Chimba, un destartalado suburbio costero de Antofagasta, una ciudad de 360.000 habitantes situada en los áridos llanos del norte de Chile y el mayor asentamiento en el desierto de Atacama, el lugar más seco de la Tierra.
La desalinización es una de las técnicas más utilizadas en la actualidad para abordar la escasez de agua en todo el mundo y se utiliza profusamente en el Mediterráneo y en Oriente Medio. La primera planta del Reino Unido se inauguró en Londres en 2010.
La primera planta desalinizadora de Chile comenzó a operar en el barrio de Muñoz en 2003, bombeando 150 litros de agua potable por segundo hacia Antofagasta para dar una respuesta a la extrema necesidad de agua dulce de la ciudad.
Esta instalación ha ido aumentando gradualmente su rendimiento hasta convertirse en la mayor planta desalinizadora de Latinoamérica. De hecho, en la actualidad produce 1.056 litros por segundo. Suministra el 82,5% del agua potable de Antofagasta. El resto se obtiene a partir de las escasas reservas de agua potable de la ciudad. En la región de Antofagasta, que cuenta con 600.000 habitantes, el 56,3% del agua potable consumida es agua de mar desalinizada.
La constante lucha por el agua
Encontrar agua en el desierto nunca ha sido fácil. “Un denominador común de la historia de la ciudad ha sido la lucha por obtener agua dulce”, afirma el historiador Floreal Recabarren, de 92 años, en un café del centro de la ciudad. Mientras comparte sus experiencias, golpea impacientemente los adoquines con su bastón.
Nacido en 1927, Recabarren fue alcalde de la ciudad en la década de los 60 y de nuevo, en la década de los 90. Explica que en los años cincuenta Antofagasta estuvo un año entero sin agua dulce y unos camiones cargados con agua clorada abastecieron a la ciudad durante ese periodo. Muchas casas antiguas de los suburbios todavía conservan en sus tejados los grandes depósitos de agua que servían para guardar el agua.
Durante mucho tiempo la región ha sido el motor industrial de la economía chilena, y la zona está salpicada de profundos pozos mineros excavados en el desierto. La mina Escondida, situada cerca de la ciudad, es la mayor mina de cobre del mundo.
Debido a que la minería requería grandes cantidades de agua, las cuencas de Antofagasta se fueron drenando hasta que en el año 2000 las autoridades reconocieron oficialmente que el río Loa, en el norte de la región, su principal fuente de agua superficial, se había secado.
Con el paso de los años, la tecnología de desalinización industrial llegó a la zona y las empresas mineras instalaron sus propias instalaciones. Desalinizaban el agua y bombeaban la sal restante hacia el mar.
“Antes, nuestro mayor problema era la alta concentración de arsénico en el suelo, ya que se filtraba al agua”, explica Recabarren. El hombre se sube las mangas de la camisa para mostrar unas manchas blancas en la piel que indican que en su día sufrió una intoxicación por metales pesados.
“De hecho, una mujer que llegó de España en los años 50 murió poco después y la autopsia concluyó que la habían envenenado”, recuerda. “El caso provocó un gran revuelo, pero al final resultó que la había matado la alta concentración de arsénico”. “Ya no tenemos ese problema; la calidad del agua es muy buena ahora gracias a la desalinización”, concluye.
Aunque nadie cuestiona que la ciudad necesita tener acceso a una fuente de agua potable, sí ha ido aumentando la preocupación por el impacto ecológico de este tipo de tecnología.
Una torre de succión en el fondo del mar, situada a poco más de 300 metros de la orilla y a 20 metros por debajo de la superficie, extrae el agua y, a través de una tubería, la bombea hacia la planta. Según los operarios, la bombean lentamente y no supone ninguna amenaza para la vida marina.
Unos grandes tanques que contienen capas de antracita y arena eliminan las partículas más grandes, antes de que el agua pase a través de membranas semipermeables fuertemente enrolladas y bajo alta presión contenidas dentro de cilindros. El agua filtrada se separa en salmuera espesa y agua purificada, que se remineraliza con compuestos de calcio antes de ser bombeada hacia Antofagasta.
Un litro de agua de mar tarda aproximadamente 40 minutos en ser aspirado del lecho marino, procesado por la planta y bombeado hacia Antofagasta como agua potable. La salmuera se bombea de nuevo al mar a través de difusores situados a 200 metros de la costa. Muñoz afirma que esta salmuera está terminando con la fauna y la flora marinas.
“Cuando navegas por esa zona, el agua es completamente blanca, parece que haya estado nevando”, señala Rodrigo Orrego, un biólogo marino de la Universidad de Antofagasta que lleva a cabo un trabajo de campo cerca de las tuberías de aguas residuales. “Cuanto más cerca nos situamos del vertido, podemos observar cómo algunas especies de anémona y de almeja han desaparecido y otras especies están desapareciendo gradualmente”. Sin embargo, no hay unanimidad en cuanto al impacto ambiental de estos desechos.
“Hay muchos mitos y desinformación en torno a la desalinización”, afirma Mario Corvalán en la sede de Aguas Antofagasta, la empresa privada que opera la planta de La Chimba y tiene el monopolio de los servicios sanitarios de la región hasta 2033.
“De hecho, nuestros estudios han demostrado que las aguas residuales que bombeamos de vuelta al mar contienen una concentración tan alta de nutrientes que promueve un mayor desarrollo de fauna y flora marina cerca de la salida”, afirma.
“Algunas personas nos llaman para explicarnos que cuando abren los grifos, sus casas huelen a mar, pero esto no puede ser nuestra culpa”, afirma el ingeniero Carlos Jorquera con una sonrisa mientras inspecciona una serie de válvulas en la planta.
“El agua que sale de la planta contiene cantidades imperceptibles de impurezas además de lo que se agrega en el proceso de remineralización”, explica.
Sin embargo, persiste la preocupación sobre la viabilidad a largo plazo de depender tanto de la desalinización.
“El proceso no está regulado”, dice Orrego. “No se han aprobado leyes sobre la desalinización en Chile y ese es nuestro mayor problema”, añade.
Desde un punto de vista legal, el proceso se rige por las leyes del mar y no por las leyes terrestres, lo que significa que el código de agua tramitado durante la era neoliberal de la dictadura, que mercantiliza y privatiza el uso del agua, no se aplica al agua desalinizada.
El proceso de desalinización también requiere enormes cantidades de energía. Por cada litro de agua potable que se produce en La Chimba, el 69% de los gastos incurridos son para alimentar la planta, en comparación con sólo el 9% para los procedimientos convencionales de tratamiento de agua.
Dado que la crisis del agua en Chile se intensificará en los próximos años en el centro y norte del país, es probable que la desalinización sea una parte importante de los planes nacionales que se impulsen para mitigar los problemas relacionados con la escasez.
Por ello, los políticos locales han querido volver a poner sobre la mesa la necesidad de que el país apueste por las energías renovables y a alcanzar la neutralidad de carbono para el año 2030.
Muñoz no puede permitirse el lujo de hacer planes a largo plazo ya que su forma de vida ya está siendo amenazada en la actualidad. Las zonas de pesca están estrictamente delimitadas por ley, lo que significa que no puede desplazarse a otros puntos del litoral para pescar marisco.
“La contaminación de la zona ha reducido mis ingresos a la mitad”, lamenta. “No puedo hacer nada, alguien tiene que ayudarnos ya que a los pescadores nadie los escucha”.
Traducido por Emma Reverter