Tras dos semanas de manifestaciones, disturbios y vulneraciones de los derechos humanos, el Gobierno del presidente Sebastián Piñera tiene que encontrar ahora una salida a la crisis que sacude al país.
Los analistas consideran, acertadamente, que esta ola de protestas refleja el descontento de la población con las desigualdades materiales, políticas y sociales propiciadas por el modelo económico que en su día impuso el dictador chileno Augusto Pinochet. Este modelo apostó por desregular los mercados y la privatización de los sistemas de seguridad social, y fue imitado por muchos otros países de la región.
Ahora, el Gobierno de Piñera tiene la oportunidad de transformar este modelo fallido y sentar las bases para levantar un auténtico estado del bienestar, y con ello permitir que Chile sea de verdad un país desarrollado, y no uno que simplemente ha experimentado un aumento del PIB per cápita.
Chile es conocido por su desigualdad económica. La brecha entre los ricos y los pobres ha aumentado en los últimos años. De hecho, la riqueza de los multimillonarios de país representa el 25% del PIB.
Sin embargo, la desigualdad es multidimensional. La tasa de empleo del país es de un débil 55%. Por otro lado, las condiciones laborales son tan precarias que el 50% de los trabajadores no consigue ahorrar el dinero suficiente que le permita tener una pensión digna.
El 30% de los contratos formales son temporales y duran una media de 10 meses, seguidos por largos periodos de desempleo. Esto sitúa a los trabajadores que no consiguen un trabajo a un paso del umbral de la pobreza en el caso de que enfermen o se queden en paro. Se sienten excluidos o ignorados por los políticos, la mayoría de los cuales pertenecen a las élites del país. Se sienten estafados y explotados por empresas y por las grandes marcas que fijan los precios de los productos básicos.
Muchos chilenos viven con altos niveles de endeudamiento y por eso pagan más por los mismos servicios (como educación superior o sanidad) que los ricos, que obtienen descuentos porque pagan al contado. Pero más importante que todo lo anterior es que se sienten discriminados y humillados, pues la atención que reciben por parte de unos servicios públicos que no están a la altura no es la adecuada.
Como consecuencia de este contexto, los ciudadanos no encuentran respuesta a sus expectativas de tener una vida mejor y más estable, y el sistema no proporciona suficientes oportunidades para que la movilidad social sea real.
A estas alturas debería ser obvio que en un país que cuenta (afortunadamente) con un equilibrio fiscal, estas desigualdades no se pueden abordar poniendo parches en un modelo económico utilizando los limitados recursos fiscales del país, que han ido menguando hasta representar el 20% del PIB, en comparación con el 34% de la OCDE.
Algunas posibles reformas, como por ejemplo un aumento del salario mínimo o las pensiones a través de los algunos recursos fiscales, no conseguirán acabar con las desigualdades generadas por unos sistemas sociales privatizados que apenas comparte el riesgo entre sus beneficiarios [algo que evita que asuman los costes individualmente].
Tampoco ayudarán a todos aquellos que tienen un trabajo informal, que necesitan desesperadamente un incentivo fiscal que los motive para que prefieran un trabajo legal y estable, que aumente su renta disponible.
El legado del modelo económico de Pinochet sigue impregnado en los actuales sistemas de protección social en gran parte porque las élites políticas se han negado a impulsar una reforma estructural.
En realidad, una proporción significativa de las contribuciones a los sistemas sociales debería servir para contribuir de forma igualitaria a las necesidades de la sociedad en su conjunto, para que los ricos y los pobres reciban una atención de la misma calidad en hospitales, las pensiones puedan dar una mayor seguridad a los mayores y todos tengan las mismas oportunidades de acceder a una educación de calidad. Esta es la premisa básica de los servicios públicos tal y como están concebidos en todos los países desarrollados del mundo.
Sin embargo, es difícil impulsar reformas estructurales en cualquier país, especialmente si el Gobierno no tiene mayoría en el Congreso. Y lo más importante, para hacerlo se necesita un consenso social y político.
La rabia que sienten los jóvenes marginados explica, aunque no justifica, la violencia de las protestas más recientes, y se une a la drástica perdida de credibilidad y de confianza en las instituciones, incluidos todos los partidos políticos.
Piñera tiene ahora una gran oportunidad para dar forma a la clase de pacto social que permita impulsar esta reforma, como se lo han pedido los representantes de más de 300 sociedades civiles.
Esta semana, ha dado un paso importante en esta dirección, al reformar su gabinete para incluir a ministros más jóvenes y más progresistas, que tienen la capacidad de pensar de forma más creativa, generar un diálogo social y conectar con la sociedad civil de forma que se pueda llegar a un acuerdo en torno a un nuevo pacto social.
Sin embargo no son los únicos que deberían participar en este diálogo. Los líderes de todo el espectro político deben apoyar este pacto. Y, en último término, le corresponde al presidente liderar al país a lo largo de este proceso y aprovechar la oportunidad que brinda esta crisis.
Kirsten Sehnbruch es profesora de la British Academy y en la actualidad e investigadora en el International Inequalities Institute de la London School of Economics and Political Science. Investiga los mercados laborales de América Latina y los sistemas de seguridad social. Ha vivido y trabajado en Chile durante más de diez años y es una de las fundadoras del Centre for Social Conflict and Cohesion.Centre for Social Conflict and Cohesion
Traducido por Emma Reverter.