Ecuador está replicando la guerra de El Salvador contra las pandillas, pero así solo se agravará la espiral de violencia
La oleada de crímenes perpetrados por organizaciones delictivas la semana pasada en Ecuador, cuya máxima representación fue el asalto a un canal de televisión en directo, ha atraído la atención internacional sobre una crisis de seguridad que lleva años gestándose. Ecuador se ha convertido en uno de los países más sangrientos de la región más homicida del mundo. La tasa de asesinatos en el país de América del Sur ha pasado de cinco por cada 100.000 habitantes en 2017 a 46 por cada 100.000 en 2023.
Los estados de excepción, que establecen toques de queda y permiten la presencia de militares en las cárceles, han sido frecuentes en Ecuador en los últimos años. Su presidente, Daniel Noboa, introdujo la semana pasada una innovadora medida al declarar, sin precedentes, el estado de “conflicto armado interno”. En declaraciones al diario Washington Post, el subdirector para la región de las Américas de la ONG Human Rights Watch, Juan Pappier, ha señalado que, al aplicar las leyes de la guerra a los delincuentes organizados como si fueran terroristas o insurgentes, la medida podría vulnerar el derecho internacional. Algunos comentaristas y críticos han señalado la falta de una estrategia de salida clara por parte del gobierno.
Hasta ahora, según cifras del gobierno, más de 1.100 personas han sido detenidas en virtud del estado de excepción y cinco presuntos “terroristas” han muerto a manos de las fuerzas de seguridad. Las autoridades se están movilizando para retomar el control de las prisiones del país, que durante mucho tiempo han estado controladas en gran medida por organizaciones criminales. En una entrevista concedida el viernes en exclusiva a la BBC, Noboa afirmó que la mano dura es la única forma de evitar que Ecuador se convierta en un “narcoestado”.
Noboa, un outsider que se inspira en Bukele
Noboa, que obtuvo una sorprendente victoria en las elecciones anticipadas del año pasado, es un outsider político al que solo le quedan 18 meses de gobierno antes de las próximas elecciones de 2025. Tiene todos los motivos para impulsar soluciones rápidas, independientemente de su sostenibilidad. Y los ecuatorianos de todo el espectro político se han unido por la amenaza existencial de las organizaciones criminales organizadas, por lo que por ahora muchos parecen respaldar su promesa de recuperar el control a cualquier precio.
La represión militar de Ecuador podría sentar un nuevo precedente en una región en la que las preocupaciones por la seguridad parecen eclipsar cada vez más los compromisos con los principios democráticos. Los sistemas políticos de América Latina se encuentran en medio de lo que la ONG Latinobarómetro ha descrito como una “recesión democrática”, ya que los votantes sienten cada vez más indiferencia por el tipo de régimen que les gobierna, con menos apoyo a la democracia y más actitudes favorables al autoritarismo. Los crecientes problemas de seguridad son un factor significativo en el creciente desapego de América Latina con la democracia. Sencillamente, los gobiernos de la región no han conseguido dar una respuesta eficaz al crimen organizado, responsable en última instancia de gran parte de los asesinatos en América Latina.
El enfoque de Noboa en Ecuador parece inspirado en parte por la férrea represión llevada a cabo por el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, contra las bandas de ese país. La, tal vez, exitosa represión con “mano dura” de las bandas callejeras por parte de este líder salvadoreño tan popular le ha convertido en una figura muy admirada entre los políticos latinoamericanos, que esperan conseguir algo de su chispa promulgando sus propias medidas punitivas. De hecho, a principios de este mes, Noboa hizo referencia a la megaprisión que ha construido Bukele, con capacidad para albergar hasta a 40.000 prisioneros según el gobierno, al prometer que construiría la suya propia.
Lo que Noboa haga a continuación podría tener profundas implicaciones para las políticas de seguridad de toda América Latina. Hasta ahora, el enfoque de Bukele ha suscitado mucho debate e interés, pero ningún país ha decidido emularlo.
La estrategia de “mano dura” puede ser tentadora, pero incluso más allá de las preocupaciones sobre las violaciones sistemáticas de los derechos humanos que forman la columna vertebral de la política, el modelo de Bukele no es exportable. Por un lado, la relativa pobreza de las bandas callejeras de El Salvador les impide organizar una respuesta militarizada a la represión. Los grupos criminales de Ecuador, por el contrario, tienen vínculos con carteles transnacionales, son más ricos gracias al tráfico de cocaína y están mucho mejor armados.
Además, según Noah Bullock, director de la organización de derechos humanos Cristosal, las políticas de seguridad de Bukele han creado un “gulag tropical”. No hay que subestimar el riesgo de autoritarismo progresivo. La campaña de detenciones masivas de Bukele forma parte de un paquete más amplio que incluye negociaciones secretas con los líderes de las bandas, el control del poder legislativo y judicial, y un patrón previo de detenciones arbitrarias bajo los confinamientos durante la pandemia de COVID-19. El modelo de El Salvador es “un sistema represivo en el que el Estado puede hacer lo que quiera con quien quiera”, escribe Bullock. Y las políticas se han convertido cada vez más en una represión de la disidencia.
La experiencia de los recientes estados de excepción en el propio Ecuador, así como los de Honduras bajo Xiomara Castro, sugieren que el enfoque de Bukele no aborda los problemas subyacentes. Y sus costes para la democracia y la sociedad son evidentes. Los expertos subrayan además que los enfoques militarizados no han funcionado en el pasado en América Latina, y tienden a empeorar la espiral de violencia. De hecho, la oleada de terror coordinado de esta semana fue aparentemente una respuesta a los esfuerzos de Noboa y del fiscal general por reprimir a las bandas y a sus colaboradores.
Sin embargo, estos detalles no atenuarán el atractivo central de las políticas de seguridad militarizadas en una región en la que los fracasos de la seguridad pública han empujado la conversación hacia un realismo brutal. El debate regional es si el “método Bukele” funciona o no, más que su dependencia de la detención arbitraria y, como han denunciado varios informes de ONG, de la tortura. Los derechos humanos han quedado relegados a un segundo plano.
Es comprensible que los derechos humanos sean una preocupación intangible para las personas asediadas por grupos criminales. Si lo más probable es que te mate una bala perdida o que te secuestre un grupo criminal, el debido proceso no es convincente. Pero los líderes democráticos no pueden eludir su responsabilidad de defender estos derechos.
En la medida en que Noboa pueda doblegar la violencia en Ecuador con una respuesta militarizada, incluso si es sólo una ganancia a corto plazo, consolidará su candidatura a la reelección y se sumará a un desencanto regional con los derechos humanos como límite duro de la política. El argumento en contra no es muy alentador: tanto si el enfoque triunfa como si fracasa, en cualquier caso sólo significará más violencia.
*Jordana Timerman es una periodista radicada en Buenos Aires que edita el Boletín Diario de América Latina.
Traducción de Emma Reverter.
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