Cómo Estados Unidos creó un mundo de guerras interminables

Samuel Moyn

4 de septiembre de 2021 22:54 h

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El 23 de mayo de 2013, la activista y defensora de la paz Medea Benjamin asistió a un discurso de Barack Obama en Fort McNair, en la ciudad de Washington, en el que el entonces presidente de Estados Unidos defendió el uso de drones armados por parte de su gobierno en la lucha antiterrorista. 

Benjamin (autora del libro 'Las guerras de los drones, matar por control remoto') interrumpió al presidente en varias ocasiones para mostrar su rechazo por el hecho de que este no hubiera cerrado la cárcel de Guantánamo y por apostar por la vía militar en detrimento de la vía diplomática. La policía militar y el Servicio Secreto la expulsaron del auditorio de inmediato. El Washington Post la describió posteriormente como una “gritona”.

En cambio, Obama optó por reflexionar en voz alta en torno a las críticas de la activista, lo que le llevó a hacer una autocrítica más profunda. Fue el momento de su presidencia en el que expuso con mayor nitidez su posicionamiento formal en torno a las guerras; una presidencia que repensó la forma en la que Estados Unidos libra ahora unas guerras “más humanas” pero interminables.

A pesar de toda la violencia inherente a los conflictos, la forma en la que Estados Unidos libra las guerras en la actualidad se caracteriza cada vez más por una inmunidad prácticamente total frente a los daños para el bando estadounidense y unas precauciones sin precedentes cuando se trata de matar a personas del bando enemigo.

Hoy en día, hay cada vez más imperativos legales para que las guerras sean “más humanas”. Esto comporta, en especial, el objetivo de minimizar los daños colaterales. Países como Estados Unidos se han comprometido a cumplir esas obligaciones, aunque las interpreten de forma laxa y las apliquen inadecuadamente sobre el terreno.

En términos absolutos y relativos, se maltrata a menos prisioneros y mueren menos civiles que en el pasado. Pero al mismo tiempo, y para lograr estos objetivos, las operaciones militares estadounidenses han ampliado su alcance y se han perpetuado en el tiempo. 

La idea de una guerra más humana puede parecer una contradicción. Los conflictos bélicos de Estados Unidos en otros países siguen siendo brutales y mortíferos, pero lo que asusta de ellos no es solo la violencia que infligen. En el nuevo tipo de guerra está quedando de manifiesto que la cara más elemental de la guerra no es la muerte, sino el control por medio de la dominación y la vigilancia.

Durante la campaña presidencial de 2008, digna de un cuento de hadas, Obama se presentó como una especie de candidato antibelicista, y cuando más tarde se hizo evidente que era un pragmático empedernido, en este y otros ámbitos, muchos de sus partidarios se sorprendieron.

Obama amplió la “guerra contra el terror” hasta un extremo sorprendente. Al mismo tiempo, la hacía aceptable para el público estadounidense de un modo que su predecesor, George W. Bush, nunca logró. Esto se debe, en parte, a que Obama comprendió la utilidad política de transformar la guerra estadounidense y darle un giro humano. 

Auge del imperio de los drones

En los primeros meses de 2009, después de que Obama jurara su cargo, se produjo la primera metamorfosis de la estrategia belicista estadounidense. Mientras se repudiaban los peores pecados de la presidencia anterior, el equipo legal de Obama se atribuyó la autoridad para continuar la guerra indefinidamente, y diseñó un marco legal formal para justificar los ataques letales selectivos.

El auge del imperio de los drones armados bajo el mandato de Obama no fue más que el símbolo de la extensión y expansión de la guerra sin fin. “La presidencia de Obama ha estado muy marcada por los abogados que lo rodean”, afirmó Charlie Savage, el periodista del New York Times que publicó muchos reportajes impactantes sobre seguridad nacional durante los dos mandatos de Obama.

Esa base jurídica a menudo servía para construir un argumentario que les permitiera justificar la guerra. Los hombres y mujeres del presidente, ha escrito Savage, “intentaban luchar contra Al Qaeda al tiempo que se adherían a lo que consideraban el imperio de la ley”. Aunque lo que ellos consideraban el Estado de Derecho no era más que un conjunto de normas que ellos mismos se imponían, su compromiso con las normas para una guerra más humana –de ninguna manera perfecto en base a la teoría legal o en la práctica militar–, tenía un poder retórico para algunos estadounidenses y efectos significativos en las contiendas. También propició guerras interminables. 

Obama continuó un proceso iniciado en los últimos años de la presidencia de George W. Bush, pero a diferencia de su predecesor supo presentar su estrategia de forma más convincente y vender la supuesta rectitud moral del país, como precursor de una forma de librar guerras que fueran lo menos brutales posible.

Y transformó la propia “guerra contra el terror”. La expansión y la humanización fueron de la mano, lo que imprimió a las guerras de Obama un sello ruin.

Más allá de sus otras deficiencias, la transformación de la guerra estadounidense incurrió en un riesgo gigantesco que sus defensores y sus oponentes en gran medida no supieron ver hasta que fue demasiado tarde. En noviembre de 2016, los sorprendió. “Ha cuestionado implacablemente la eficacia de la fuerza”, dijo el periodista Jeffrey Goldberg hacia el final de los dos mandatos de Obama, “pero también se ha convertido en el cazador de terroristas con más éxito de la historia de las presidencias de Estados Unidos y entregará a su sucesor un conjunto de herramientas que serían la envidia de un asesino consumado”.

Este poder daba miedo, por mucho que se controlara, se practicara con humanidad y se gestionara con criterio, y eso antes de que se conociera la identidad del sucesor de Obama (Donald Trump), sólo seis meses después de que Goldberg publicara este artículo.

Obama no podía hacer la vista gorda ante el terrorismo; era un político cuya carrera dependía de su capacidad para proteger al pueblo estadounidense. Pero Obama no sólo diseñó una maquinaria bélica de unas dimensiones y un alcance mucho mayores de lo necesario, y no sólo socavó los compromisos anteriores de Estados Unidos con un ordenamiento jurídico que consagraba la paz. Sus políticas contribuyeron a crear las condiciones para un desenlace impactante y terrible.

Sin ser precisamente una paloma o un presidente que se oponga a las guerras (en Estados Unidos a los políticos que se adhieren a corrientes más pacifistas se los denomina palomas y a los que son partidarios de soluciones militares, halcones), Donald Trump aprovechó la percepción de que los grandes gobernantes tenían un compromiso con las guerras interminables. Y ganó.

El arco del universo moral pasaba por la humanización del conflicto interminable. Sin embargo, se inclinó hacia el precipicio. Formas más y más humanas de lucha en el extranjero, ahora habían desencadenado el desastre también en casa. Entonces Trump repitió la misma pirueta que Obama; pasó de ser un candidato antibélico a presidente de la guerra interminable. Y ahora Joe Biden corre el riesgo de hacer lo mismo.

Un informe histórico

En marzo de 2009, un informe legal histórico dio un aviso claro y asombroso de cómo se llevarían a cabo las guerras de Obama, que formalizaban y globalizaban la “guerra contra el terror” de una forma que Bush no había hecho nunca oficialmente. La lucha antiterrorista no tendría límites temporales o espaciales. Esto importaría mucho más que las reformas más comentadas de Obama: prohibir simbólicamente la tortura o retocar las normas sobre prisioneros y juicios.

Dos meses después, Obama se reunió en el Despacho Oval con un grupo de defensores de las libertades civiles y los derechos humanos. “Nadie cuestiona sus valores”, comenzó diciendo Anthony Romero, director de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU por sus siglas en inglés). “Pero cuando sus políticas no son sustancialmente diferentes de las de su predecesor, entonces es justo compararlas”.

Ese mismo año, Obama fue galardonado con el premio Nobel de la Paz y, en diciembre, viajó a Oslo para pronunciar su deslumbrante discurso de aceptación. La premisa de su discurso del Nobel fue que el terrorismo, que él describió en privado (según la transcripción de las entrevistas) como un tedioso dilema legal, era tan nuevo y amenazante que requería repensar “las nociones de guerra justa y los imperativos de una paz justa”. Independientemente de las ilusiones que algunos habían cultivado cuando Obama se postuló como candidato, para un presidente, al menos de Estados Unidos, era imposible mantener una postura antibélica en el poder.

Su posición hacia el antibelicismo

Con el debido respeto al rechazo a la guerra de su antecesor, Martin Luther King, cuando ganó su propio Nobel en 1964 con el mensaje de que la violencia “no resuelve ningún problema social: simplemente crea otros nuevos y más complicados”, ni King ni Mahatma Gandhi habían dirigido una potencia mundial antes que él. 

Fue una brillante autodefensa, no sólo de la ética del posicionamiento de Obama, sino de la violencia estadounidense en un mundo en el que, insistió, demasiados exigen la paz de manera ingenua. “En muchos países”, señaló Obama, “existe hoy una profunda ambivalencia respecto a la acción militar, sean cuales sean los motivos. Y a veces, a esto se une un recelo instintivo hacia Estados Unidos, la única superpotencia militar del mundo”.

Como señalaron los editorialistas del New York Times al elogiar la retórica de Obama, “desafió directamente la ambivalencia y repulsión generalizadas” hacia la guerra en Afganistán, también entre los estadounidenses.

En su elocuente justificación de los usos del poder militar estadounidense para una nueva era, la gracia salvadora, quizás, fue que Obama insistió en las limitaciones humanas. Recordó el papel desempeñado por Estados Unidos para reconstruir un mundo devastado por la guerra, es decir, después de la Segunda Guerra Mundial, levantando sistemas e instituciones internacionales que pretendían reducir los conflictos internacionales.

Y esa contribución durante y después de la Guerra Fría dejó al mundo un “legado del que mi país está legítimamente orgulloso”, a pesar del coste y de los errores que se cometieron en el camino. Sin embargo, frente al terrorismo, Estados Unidos no podía mantener una actitud antibelicista sino que tenía que jugar con las reglas de una guerra más humana.

“Estoy convencido de que adherirse a los estándares internacionales, fortalece a los que lo hacen, y aísla y debilita a los que no lo hacen”, concluyó. Obama fue claro: “Creo que Estados Unidos debe seguir siendo un abanderado de los patrones a seguir en los conflictos”.

Obama recurrió a los drones armados más veces sólo en su primer año en la Casa Blanca que Bush en toda su presidencia. Prácticamente desde el principio, la estrategia de Obama consistió en apostar por los ataques letales selectivos, no sólo con drones, sino también con las fuerzas especiales o con misiles de ataque enviados desde largas distancias. Iniciados en secreto y más tarde normalizados en público, los ataques letales selectivos transformaron la “guerra contra el terrorismo” para que se extendiera cada vez más por todo el planeta.

Al final del segundo mandato de Obama, los aviones no tripulados habían atacado casi 10 veces más que bajo la presidencia de su predecesor, con muchos miles de muertos. Las fuerzas aéreas entrenaban ahora a más operadores de drones que a pilotos de aviones, y las bases y la infraestructura de la actividad de los drones se habían extendido hasta lo más profundo del continente africano, no sólo por Oriente Medio y el sur de Asia.

Mientras tanto, en el último año de Obama en la Casa Blanca, los comandos de las fuerzas de élite operaron en 138 países o se desplazaron por ellos; el 70% de todos los países del mundo. Se produjeron combates reales en al menos 13, y ataques letales selectivos en algunos de ellos. Las ventajas de este enfoque eran evidentes. La primera y más importante respondía a la necesidad de sacar la guerra de las portadas de los medios de comunicación de Estados Unidos y evitar imágenes de bolsas de cadáveres de soldados. Además, Obama estaba profundamente preocupado por la posibilidad de ataques terroristas en Estados Unidos.

El mes siguiente al discurso del Nobel, el día de Navidad, un terrorista nigeriano, Umar Farouk Abdulmutallab, también conocido como “el terrorista de la ropa interior” (ya que ocultó los explosivos en la ropa interior) intentó hacer estallar una bomba en el vuelo 253 de Northwest en ruta de Ámsterdam a Detroit. El intento de atentado, que podría haber costado la vida a 300 personas, causó una enorme consternación a Obama, y lo llevó a intensificar en la práctica lo que había defendido en teoría y sus abogados habían bendecido.

Ataques preventivos

Otro incentivo igualmente importante era la necesidad de evitar los perjudiciales ataques políticos que había sufrido su predecesor por el trato a los prisioneros capturados en Abu Ghraib y Guantánamo, junto con los sitios secretos de la CIA. Si no se capturaba a nadie, no se podía maltratar a nadie. Pero más allá de estos factores, Obama abrazó el ideal de una guerra más humana no sólo por ser un imperativo legal, sino como un objetivo moralmente legítimo y legitimador.

La ampliación de la “guerra contra el terror” mediante los ataques letales selectivos, y su extensión espacial o temporal, recibió inicialmente poco escrutinio público. El mundo reaccionó con horror cuando la estrategia de seguridad nacional de Bush en 2002 defendió abiertamente la necesidad de emprender una autodefensa preventiva sin que hubiera una amenaza inminente.

En lo que los escépticos consideraban un absurdo oxímoron, los abogados de Obama invocaban ahora la “inminencia extendida” de las amenazas que, según ellos, justificaban la fuerza. No sólo se permitía el ataque letal selectivo en defensa propia, sino que Obama también afirmaba la legalidad de hacerlo de forma preventiva.

Además, a medida que la guerra de Obama se extendía a nuevos lugares, la ley se amplió de forma extraordinaria para abarcar a nuevos grupos terroristas. La legislación nacional no suponía un obstáculo para los ataques letales selectivos, al menos para los dirigidos contra no estadounidenses, porque en su Autorización para el Uso de la Fuerza Militar, el Congreso había permitido el uso de la fuerza armada contra cualquier “persona” relacionada con los atentados del 11 de septiembre de 2001.

Pero se convirtió en una cuestión candente si una Al Qaeda en constante evolución y los nuevos grupos que habían surgido, y que reivindicaban su nombre, eran lo suficientemente cercanos a los implicados en el 11 de septiembre como para ser blanco de un ataque letal selectivo.

“Fuerzas vinculadas”

En el histórico informe jurídico de marzo de 2009, los abogados de Obama se basaron en el concepto de “fuerzas vinculadas” a Al Qaeda de la época de Bush para ampliar el alcance de los blancos de ataque. Se aplicó a grupos como el conjunto islamista Al Shabaab en Somalia, con pocos o ningún vínculo con Al Qaeda, y a individuos en virtud de su pertenencia a este y otros conjuntos lejanos. En 2014, para justificar la acción militar contra el Estado Islámico sin necesidad de obtener la aprobación del Congreso, los abogados de Obama consideraron que ISIS era el “auténtico heredero” de Osama bin Laden.

Cada uno de los pasos que dio Obama contaba con argumentos legales, cuya solidez variaba según el caso. Sin embargo, en conjunto, bendijeron una “guerra contra el terrorismo” en expansión y con consecuencias imprevisibles. Este tipo de juegos de manos legalistas no se limitó a la lucha contra el terrorismo.

En 2011, Estados Unidos inició una intervención humanitaria autorizada por las Naciones Unidas en Libia, pero la transformó en un cambio de régimen ilegal, con consecuencias deplorables para ese país. La operación en Libia dependía de una justificación sin límites, que el equipo legal de Obama proporcionó.

Mayor vigilancia desde los medios

El debate público dominante prácticamente no se hizo eco de estos hechos porque el Gobierno de Obama hizo hincapié en la humanidad de los combates. A partir del verano de 2011, el programa de aviones no tripulados comenzó a recibir un escrutinio más intenso por parte de los medios de comunicación.

El Gobierno de Obama levantó parcial y estratégicamente el secreto en los años siguientes. Al hacerlo, normalizó los ataques letales selectivos, algo que no era difícil de hacer dado el entusiasmo que suscitó la muerte de Osama bin Laden en Pakistán el 2 de mayo de 2011, en una espectacular redada por parte de un comando de élite.

Al mismo tiempo, se propuso minimizar de forma manifiesta los daños colaterales. Si la alternativa a los ataques letales selectivos era la masacre indiscriminada, y si la alternativa a los aviones no tripulados era guerras totales como la de Irak o Vietnam, entonces a muchos les parecía obvio que el camino de Obama era el correcto.

Las primeras declaraciones dirigidas a los ciudadanos afirmaban con rotundidad que no se estaban infligiendo daños colaterales en estos ataques letales selectivos; algo que los informes externos contradecían fácilmente. “Somos excepcionalmente precisos y quirúrgicos”, afirmó con entusiasmo John Brennan, principal asesor antiterrorista de Obama, en junio de 2011.

Afirmó que las operaciones antiterroristas de Estados Unidos no habían implicado ni una sola “muerte colateral” en casi un año “debido a la excepcional competencia y precisión de las capacidades que hemos sido capaces de desarrollar”.

Eso estaba muy lejos de ser verdad. El propio Obama estaba tan molesto por los excesos de las acciones que ordenó que se detuvieran los ataques con drones en Yemen durante un año, entre 2010 y 2011. Lo más difícil de conciliar con la idea de una guerra humana fueron los informes sobre los “ataques de autor” por parte de Estados Unidos. Estos ataques iban dirigidos a hombres en edad de combatir en una zona determinada sin tener la certeza de que fueran terroristas, y mucho menos una amenaza.

Muertes de civiles

Era una presunción que recordaba a la práctica de la época de Vietnam de declarar zonas de “ataque libre” en las que cualquiera que permaneciera era presuntamente un enemigo. A medida que avanzaba la “guerra contra el terror”, las estimaciones del gobierno sobre la cifra de víctimas civiles se rectificaron al alza, aunque nunca llegaron a ser las calculadas por observadores externos, que eran mucho más elevadas.

La mayoría de las primeras críticas que recibió Obama por los ataques letales selectivos hacían referencia a cómo se habían interpretado los estándares de derechos humanos de las leyes de guerra. De hecho, este enfoque ya anticipó el debate del segundo mandato de Obama, que era si demasiadas personas inocentes estaban muriendo, no si las intervenciones en sí eran legales, dónde podía ir la fuerza estadounidense y cuánto tiempo podía permanecer.

Mientras se preparaba para las elecciones presidenciales de 2012, consciente de que otro candidato podía heredar el sistema que había construido, Obama inició un proceso para codificar las políticas en torno a los ataques con drones. Dos semanas antes de ser reelegido, fue invitado al programa de The Daily Show y le dijo a Jon Stewart que quería construir un marco legal que garantizara que “no solo estoy controlado, sino que lo esté cualquier presidente”.

Mayor control de los ataques

Tras la victoria, pronunció un discurso en la Universidad de Defensa Nacional en Fort McNair y explicó que había emitido una orden ejecutiva un año antes para precisar los controles humanos que el gobierno exigía como requisito previo a un ataque letal selectivo.

Esta Orientación Política Presidencial (PPG) era un documento esencial. Mientras que el informe jurídico de marzo de 2009 anunciaba una guerra sin límites de tiempo ni de espacio, el nuevo documento prometía tardíamente que se llevaría a cabo con un enfoque humano. Prometía que, más allá de las zonas de hostilidades activas, y “salvo circunstancias extraordinarias”, no se produciría ninguna matanza a menos que la captura fuera “inviable” y hubiera una “casi certeza” de que nadie sufriría además de los terroristas.

Y allí donde Bush había dado a la CIA autoridad general para atacar en cualquier lugar, Obama exigió supervisión. Se reunió semanalmente para examinar las “listas de ataques letales” que estudió personalmente, y se comprometió formalmente a hacerlo en el documento de orientación.

Redactado en 2012, el PPG no se hizo público hasta dos años después. El profesor de Derecho de Harvard, Naz Modirzadeh, describió de forma mordaz el documento como un popurrí de normas “de tipo legal”. Modirzadeh sugirió que la óptica del comportamiento humano “se utilizaba para dar una apariencia de derecho internacional” a “un enfoque que la mayoría de los aliados consideran que vulnera” otras partes del derecho internacional, sobre todo las leyes relativas al uso de fuerza.

El jurista Martin Lederman (profesor en la Universidad de Georgetown), que durante la presidencia de Obama trabajó en el Departamento de Justicia, se indignó. ¿Cómo puede alguien –se preguntó– tener el descaro de quejarse del intento de humanizar la guerra? La guerra brutal era peor que una guerra más humana, ¿no? Lederman obvió la cuestión de si humanizar los conflictos era el “poco de azúcar” que permitía que pasara mejor la píldora de la guerra interminable.

Nuevas reacciones de los activistas

Uno de los resultados insidiosos de la humanización de la guerra interminable fue que incitó a los activistas a exigir una guerra aún más humana. Obama se situó entre la guerra y el mantenimiento del orden. Por qué no ir hasta el final, razonaron estos críticos. Si la guerra iba a tener lugar fuera de los campos de batalla y sin límite de tiempo, según el argumento, debería parecerse a la institución permanente del mantenimiento del orden, con sus normas mucho más estrictas sobre los ataques letales, sólo que ahora a escala mundial.

Pero se trataba de un argumento muy arriesgado. Para implorar la máxima humanización, se concedía que la guerra ilegal podía ser interminable y estar en todas partes. ¿La humanización de una práctica tan dantesca como la guerra global sin fin la hace mejor o peor? Los abogados especializados en temas humanitarios y militares debatieron sobre cuánta humanidad en tiempos de guerra iba a ser suficiente. Acordaron tácitamente no discutir sobre el sentido de la guerra en sí. La campaña para conseguir una guerra más humana no cuestionó la idea de la guerra como tal.

Como se hizo evidente tras el incidente con la activista por la paz Medea Benjamin en 2013, el propio Obama esperaba defender la humanización de la guerra desde su cargo como presidente. Pero después de que Benjamin fuera expulsada sin contemplaciones del auditorio, y con la calma y la intelectualidad que le caracterizan, Obama se preguntó abiertamente si los avances hacia una guerra humana que él mismo exigía podían tener un precio.

“Merece la pena prestar atención a la voz de esa mujer”, meditó Obama fuera de guión, sorprendiendo a su público. “Obviamente no estoy de acuerdo con mucho de lo que ha dicho, y obviamente no me ha escuchado en mucho de lo que he dicho. Pero son cuestiones muy difíciles, y la suposición de que podemos pasarlas por alto es un error”. Obama afirmó que sus políticas de ataques letales selectivos eran legales, según las leyes nacionales e internacionales. Sin embargo, intuyó que una guerra interminable, por muy humana que sea, podría seguir siendo un error.

“Ni yo, ni ningún presidente, puede prometer la derrota total del terror”, dijo. “El uso de la fuerza, por sí solo, no puede darnos seguridad. No podemos utilizar la fuerza en todos los lugares en los que arraiga una ideología radical; y en ausencia de una estrategia que reduzca el manantial del extremismo, una guerra perpetua, mediante drones o fuerzas especiales o el despliegue de soldados, resultará contraproducente y alterará nuestro país de forma preocupante”. Incluso concluyó que “este tipo de guerra, como todas las guerras, debe tener un final”.

Obama fue su mejor crítico. Era difícil saber si realmente se preocupaba por el imperativo de la paz, en lugar de querer que parte de su audiencia pensara que sí. Fue extraordinario, de todos modos, que Obama expresara el temor a una guerra interminable como lo hizo. La declaración de Obama reflejaba la creciente percepción de que se había cometido un terrible error al comienzo de la guerra que heredó, o en algún momento durante su mandato.

“Desde la Segunda Guerra Mundial”, dijo Obama a los cadetes que se graduaban en West Point la primavera siguiente, “algunos de nuestros errores más costosos no se debieron a nuestra moderación, sino a nuestra voluntad de precipitarnos en aventuras militares sin pensar en las consecuencias”. Los costes no fueron sólo para las víctimas lejanas.

Falta de rendición de cuentas

A menudo se ha criticado a Obama por no haber hecho rendir cuentas a aquellos que promovieron el uso de la tortura en la presidencia anterior. Sin embargo, concentrarse en este punto pasa por alto su constante invitación a los estadounidenses a ver que “nosotros” habíamos torturado y que “nosotros” no somos el tipo de personas que volvería a hacerlo.

“Hicimos un montón de cosas que estaban bien, pero torturamos a algunas personas”, dijo desarmado en una conferencia de prensa en la Casa Blanca en el verano de 2014. “Algunas de nuestras acciones son contrarias a nuestros valores”, continuó, y “tenemos que, como país, asumir la responsabilidad”.

Los estadounidenses habían obrado mal en el pasado. Pero aún podían luchar por la luz, en forma de una guerra más humana en el presente y en el futuro. Una y otra vez, la reacción característica de Obama ante la inhumanidad de las guerras recientes fue: “Eso no somos nosotros. Eso no es lo que somos”. La tortura no era lo nuestro, pero, su argumento parecía implicar que la guerra interminable sí lo era.

Sin embargo, unos años más tarde, resultó que algunos de “nosotros” estaban inquietos. Dos días antes de las primarias republicanas de Carolina del Sur, en febrero de 2016, Donald Trump apareció en el escenario con el presentador de la CNN Anderson Cooper. En este estado favorable a Bush y a los militares, Trump arremetió contra la guerra de Irak como posiblemente la “peor decisión” de la historia de Estados Unidos. “Hemos desestabilizado Oriente Medio”, dijo, provocando el surgimiento del Estado Islámico y los conflictos en Libia y Siria.

Al día siguiente ganó en Carolina del Sur por 10 puntos, y nunca miró atrás. En todos los debates presidenciales, Trump reiteró que se había opuesto a la guerra de Irak desde el principio, una prueba de que los votantes podían confiar en él como comandante en jefe e ignorar el coro de expertos en seguridad nacional que lo consideraban incapaz.

En la campaña de las elecciones generales de 2016, se señaló repetidamente que Trump no se había opuesto, de hecho, a la guerra de Irak. Y aunque Clinton reconoció su error al votar a favor de la autorización de la guerra, se desentendió del tema, como si la lección a aprender fuera no volver a dejar que Bush invadiera Irak en 2003. Correspondió a Trump reconocer que la guerra fue un desastre que justificaba un cambio significativo en la seguridad nacional estadounidense.

El hashtag #EndEndlessWar (terminar con guerras interminables) se originó en 2014 a partir del activismo de base entre los progresistas en torno al ritual anual del Congreso de renovar la financiación de la guerra. Dos años más tarde, la sorpresa fue que la corriente principal de ambos partidos, y sobre todo Clinton, había dejado a Trump un espacio para convencer a millones de estadounidenses de que él era el candidato más digno del hashtag.

El giro de Trump

A diferencia de Obama, Trump no dejó ninguna duda sobre su opinión sobre la guerra humana. Elogió activamente la brutalidad. En la campaña electoral, afirmó que la tortura funciona. Volvió a hacerlo cuando fue presidente.

Pero algo curioso ocurrió en el camino hacia la temida restauración de las antiguas y brutales formas de guerra que Trump favorecía personalmente. La orden ejecutiva para reinstaurar la tortura nunca se emitió, en parte porque el secretario de Defensa, James Mattis, consideró que la tortura era inaceptable. Y las propuestas de Trump se encontraron con los aullidos de los principales republicanos, como el líder de la mayoría del Senado, Mitch McConnell. La propia CIA se echó atrás, marcando un periodo de autocorrección institucional idéntico al que sufrieron los militares después de Vietnam; aunque ninguno de los dos responsabilizó a nadie de los crímenes del pasado.

En su primer año de mandato, Trump eliminó la Guía de Política Presidencial, sustituyéndola por un documento más permisivo de Principios, Normas y Procedimientos. Una vez más, el ladrido resultó ser peor que la mordida: Trump mantuvo el requisito de que la predicción de cualquier muerte de civiles elimina la posibilidad de un ataque selectivo. Incluso cuando demostró estar dispuesto a perdonar a algunos criminales de guerra estadounidenses acusados, Trump, en gran medida, también cerró filas en torno a la humanidad de la guerra.

¿Iba a defender también que fuera interminable? Como presidente, Trump se esforzó mucho por acabar con ciertos aspectos de la guerra interminable, en Afganistán, sobre todo, incluso cuando intensificó la guerra en general. A veces, sus intentos de retirada provocaron aullidos de rabia en todo el espectro político, especialmente cuando abandonó a los aliados kurdos al iniciar una retirada de Siria en 2019. Ante una posición más fragmentada, Trump bombardeó al Gobierno sirio en represalia por los ataques químicos, y asesinó al cerebro militar iraní Qassem Suleimani cuando estaba en Irak en 2020.

La misma estrategia, pero aumentada

En comparación, el aumento del gasto militar de Trump (del que presumió constantemente), su escalada en el uso de las fuerzas especiales incluso más allá de las cotas alcanzadas por Obama, y su expansión del imperio de los drones con cada vez más ataques, se encontraron con pocas quejas de demócratas o republicanos. Al fin y al cabo, era la estrategia de los dos presidentes anteriores, sólo que aumentada.

Ahora Biden ha completado el proceso de retirada en Afganistán que comenzó Obama y que Trump se esforzó en llevar hasta el final, aunque ambos mantuvieron las nuevas formas de lucha contra el terrorismo para sustituir a las fuerzas en el terreno.

La situación de caos ha provocado un examen de conciencia nacional en Estados Unidos y, por fin, ha puesto de manifiesto lo irresponsable que ha sido todo el tiempo el “esfuerzo de construcción de la nación” afgana. Pero Biden quiso hacer una distinción muy clara entre la lucha antiterrorista que nunca se planteó terminar de la retirada que ha ordenado. Y los atentados de la rama local del Estado Islámico en el aeropuerto de Kabul llevaron a los responsables de la seguridad nacional y de vigilancia de Estados Unidos a intensificar para el futuro las mismas medidas de lucha antiterrorista sin fin que tanto preocupaban a Obama y que allanaron el camino de Trump hacia la Casa Blanca.

Cualquiera que sea el juicio de la historia sobre los méritos de la “guerra contra el terror”, y las consecuencias para el mundo y para Estados Unidos, los resultados presentaron al país con un dilema al que todavía no se había enfrentado, y por lo tanto no había hecho nada para abordarlo. Con las presidencias de Bush, Obama y Trump, Estados Unidos pudo dar pasos para que sus guerras fueran humanas. Pero lo hizo mientras afianzaba su militarismo globalizado, ya que un candidato contrario a la guerra y luego otro se convirtieron en presidentes de guerras interminables. Y ahora uno más, por desgracia, parece prisionero del mismo guion.

Adaptado de Humane: How the United States Abandoned Peace and Reinvented War, publicado por FSG en Estados Unidos el 7 de septiembre y por Verso en el Reino Unido en enero.

Traducción de Emma Reverter.