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Opinión - La última vez. Por Rosa María Artal

The Guardian en español

Mientras la extrema derecha gana terreno, Alemania merece algo mejor de sus partidos tradicionales

Foto de archivo del ministro de Finanzas de Alemania, Christian Lindner. EFE/EPA/GIAN EHRENZELLER

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Aunque con dificultades, Reino Unido está saliendo de ocho años de caos conservador. En Francia, los votantes se han unido una vez más para poner un freno a la siempre presente amenaza de Marine Le Pen. En Estados Unidos, los demócratas han cobrado ánimos tras el lanzamiento de Kamala Harris como candidata presidencial. Pero Alemania, por desgracia, está esquivando este cauteloso resurgimiento de la política sensata.

Se espera que este domingo el electorado de dos regiones del este de Alemania apoye en masa a dos partidos de extrema derecha. La coalición de centroizquierda que gobierna a nivel nacional —conformada por los socialdemócratas (SPD), los Verdes y los liberales Demócratas Libres (FDP)— lucha por superar el umbral del 5% diseñado para mantener a los extremistas fuera de los parlamentos regionales. Mientras tanto, la conservadora Unión Demócrata Cristiana (CDU) —el antiguo partido de Angela Merkel— se esfuerza en hacer frente a los populistas.

En el pequeño estado de Turingia, Alternativa para Alemania (AfD) sigue a la cabeza, con una proyección en los sondeos del 30% de los votos, aunque su apoyo ha caído ligeramente desde enero. La CDU queda en segundo lugar con un 22%, seguida de cerca por un grupo insurgente llamado Alianza Sahra Wagenknecht por la Razón y la Justicia, que toma el nombre de su fundadora.

Wagenknecht ha seguido el ejemplo de Le Pen, Giorgia Meloni y otros: dominar la televisión, lucir respetable, hacerse pasar por la “campeona del pueblo” y azuzar los miedos de los votantes, mientras finge ser parte de la política tradicional. De la noche a la mañana, Wagenknecht se ha convertido en una fuerza a tener en cuenta.

Su trayectoria es fascinante. Exdirigente del partido Die Linke (La Izquierda), nacido de la principal formación comunista de la Alemania Oriental, el Partido Socialista Unificado, que gobernó el país hasta 1989, Wagenknecht reúne perspectivas económicas de izquierda con el conservadurismo nacionalista antiinmigración: el clásico círculo en que los extremos se tocan.

Lo más peligroso para Alemania y Europa es que esta mujer, que alguna vez suscribió al estalinismo, ha hecho del fin del apoyo militar a Ucrania una condición previa para la cooperación con otros partidos. En los programas de entrevistas, Wagenknecht ofrece declaraciones que complacen al Kremlin, pidiendo el fin de las sanciones económicas, la reanudación de las importaciones de energía rusa y denunciando el “belicismo” de la OTAN.

En el vecino estado de Sajonia, el panorama es apenas menos preocupante. La CDU aventaja ligeramente a la AfD, pero su margen es mínimo. El actual ministro presidente de Sajonia, Michael Kretschmer, de la CDU, busca desesperado atraer votantes indecisos proponiendo un recorte en la ayuda a Ucrania.

Todo esto ocurre un año antes de unas elecciones generales, que pondrán fin a cuatro años de indecisión y disputas entre la coalición “semáforo” del SPD de Olaf Scholz, los Verdes y el FDP. La CDU casi seguramente lidere una nueva coalición, pero resulta difícil saber de qué tipo de coalición y qué tipo de CDU se tratará, pues el partido de Merkel se ha vuelto irreconocible desde hace unos años.

Después de las elecciones regionales del 1 de septiembre, el objetivo será improvisar coaliciones para gobernar en Turingia y Sajonia, y para mantener a raya a la AfD.

El brandmauer o “cortafuegos” sigue en pie a causa de ese partido. La ironía —y la hipocresía— es que los partidos restantes se verán obligados a pactar con Wagenknecht, una representante igualmente peligrosa pero más inteligente de la nueva extrema derecha. La CDU y el SPD (si supera el umbral) tendrán que taparse la nariz, pero puede que no tengan más remedio que aliarse con ella.

Puede que algunos alemanes occidentales se queden tranquilos pensando que se trata de una problemática del Este poscomunista, del que no se podía esperar otra cosa. La contaminación, sin embargo, trasciende las fronteras geográficas: los cuatro partidos tradicionales están en apuros. Los Verdes se enfrentan al rechazo a medida que la resistencia a las medidas ambientalistas gana impulso en gran parte de Europa. El verde Robert Habeck, vicecanciller y ministro de Economía, a menudo se enfrenta a sus supuestos socios de coalición, que le ponen la zancadilla. En un momento en el que el país clama por inspiración, para el taciturno canciller Scholz liderar el Gobierno es poco más que una dura prueba de supervivencia.

El verdadero villano de esta historia es Christian Lindner, presidente del FDP y ministro de Finanzas. Durante toda la Alemania de posguerra, el FDP ha superado por lo general, aunque no siempre, la barrera del 5% para entrar en el Parlamento, convirtiéndose en reiteradas ocasiones en socio menor de gobiernos tanto de centroderecha como de centroizquierda. Algunos de los estadistas de antaño, como Hans-Dietrich Genscher, Ministro de Asuntos Exteriores entre 1974 y 1992, eran del Partido Demócrata Libre.

Ahora, en un intento de “definición” de cara a las elecciones generales del próximo otoño, Lindner ha convertido el partido en un conjunto ultraliberal, anti ‘progre’ y defensor de los coches particulares, lo que ha suscitado el éxodo de simpatizantes de larga trayectoria. Lindner debe haberlo tenido en cuenta, estimando conservar una cantidad de apoyos suficientes para superar el umbral para lograr representación parlamentaria. Si su cálculo resulta equivocado, el FDP, uno de los partidos originales de la posguerra, podría estar acabado.

Linder es también el principal defensor del “cero negro”, el fetichista empeño de Alemania por mantener el equilibrio presupuestario. La coalición ha llegado recientemente a un acuerdo, pero un acuerdo sucio, que implica un recorte drástico de la ayuda militar a Ucrania, de los 7.500 millones de euros este año a 4.000 millones para 2025 (aunque sigue siendo una cifra elevada en comparación con otros países), y un aumento de la dotación de defensa significativamente inferior al previsto. El ministro de Defensa, Boris Pistorius, no ocultó su furia.

En cuanto a la CDU, su líder, Friedrich Merz, la ha desviado del centro hacia una forma más tradicional de conservadurismo. La popularidad de Merz sigue siendo tan baja como la de Scholz. Los nervios se crispan cuando surge la posibilidad de establecer una alianza con Wagenknecht. “Ella está trabajando para destruir la CDU. Tiene una habilidad diabólica para identificar los puntos débiles y destruirlos”, señala Mariam Lau, de Die Zeit, que la entrevistó recientemente.

Es un momento desgraciado para la política alemana, pero tampoco hay que exagerar los peligros. Las elecciones del año próximo probablemente den lugar a otra coalición mayoritaria de la CDU y el SPD. La Constitución alemana establece garantías admirables para la estabilidad y las normas democráticas. El espectáculo seguirá en marcha.

La AfD y el BSW prosperan gracias a la novedad y el drama, y es posible que su atractivo se disipe a medida que la economía crezca. Las próximas semanas requerirán cabeza fría y piel gruesa. A largo plazo, se necesitará algo más. Alemania necesita algo mejor que esto. Necesita líderes que restauren la fe en la política deliberativa y de consenso, que tan bien le ha servido y que ha sido un faro para que otros la sigan.

John Kampfner es autor de Por qué los alemanes lo hacen mejor, In Search of Berlin y Blair’s Wars.

Traducción de Julián Cnochaert.

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