Hasta hace poco, Sofía, una joven discreta de 22 años, era miembro de la guerrilla más poderosa de América: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
En sus mejores tiempos, el grupo organizaba emboscadas devastadoras a los soldados del gobierno, secuestraba a miles de civiles de a pie y movía cargamentos de drogas valorados en millones.
Hoy en día, después del acuerdo de paz firmado hace un año, Sofía vive en un campamento de desmovilización en Mesetas, donde la densa jungla del sur de Colombia se funde con las mesetas del este del país.
Al igual que muchos antiguos combatientes, Sofía intenta ocupar sus días y cada vez está más ansiosa con que el gobierno los haya abandonado, ahora que han abandonado las armas.
“¿Por dónde empezar? El gobierno no ha mantenido tantas de sus promesas...”, dice Sofía, que ha pasado más de la mitad de su vida con las guerrillas. “Me hace pensar en si cometimos un error al entregar nuestros rifles”.
El acuerdo de paz puso fin de manera formal a 52 años de cruenta guerra que acabaron con la vida de más de 220.000 personas y desplazaron a más de siete millones. Aunque tienen esperanza en que el acuerdo ayudará a reconstruir el país, muchos de los rebeldes desarmados están preocupados por la lentitud de su implementación.
Campamento de desmovilización
Desde que se organizara el campamento en enero, se han ido más de la mitad de los 500 rebeldes que se mudaron allí. Aunque ahora pueden moverse libremente por el país, la idea era quedarse y trabajar en el nuevo partido político de las FARC.
Se sospecha que algunos se han unido a facciones disidentes que se han negado a dejar las armas, aunque Sofía insiste en que esa no es una opción para ella. “He dejado todo eso atrás”, dice la joven. Sin embargo, muchos en el campamento, como ella, creen que el gobierno tiene poca intención de cumplir aspectos centrales del acuerdo ahora que los rebeldes han abandonado las armas.
Una queja común en Mesetas es que el campamento, donde los rebeldes fueron obligados a permanecer hasta que entregaron sus armas en septiembre, no estaba preparado para ello hasta después de la fecha de entrega. Aunque ahora todos están en casas construidas por ellos mismos –con materiales provistos por el gobierno– hace dos meses la mayoría estaban viviendo en tiendas de lona caseras que alcanzaban temperaturas insoportables.
“Imagina el calor, y después el barro y la lluvia”, dice Jenny, una antigua combatiente, mientras hace cola para firmar documentos que perdonarán sus crímenes de rebelión y sedición.
Otros se quejan de que todavía no les han dado tierras en las que cultivar, y de que todavía no han llegado los formularios requeridos para recibir documentos de identidad colombianos.
Nuevos hábitos
Por ahora, están sentados esperando, hablan con sus familias haciendo uso de Whatsapp y Facebook, herramientas de redes sociales que no sabían que existían hasta hace poco. Algunos han empezado a fumar para pasar el tiempo.
“No hay nada que podamos hacer”, dice Jenny. “Durante la guerra vivíamos en condiciones duras pero teníamos todo lo que necesitábamos. Aquí es muy difícil”.
El acuerdo de paz se alcanzó después de tres años de intensas negociaciones en La Habana, Cuba, e incluyó componentes destinados a abordar las causas del conflicto, como la distribución de las tierras y la participación política.
El acuerdo no fue apoyado en el referéndum de octubre del año pasado, ya que muchos de los votantes no estaban felices con las promesas del acuerdo a otorgar total amnistía a los cargos por rebeldía y escaños en el Congreso sin elecciones. El acuerdo se modificó y se aprobó en el congreso un mes más tarde, aunque mantuvo las secciones más polémicas.
Falta de confianza
Muchos de los líderes de las FARC están acusados de violaciones a los derechos humanos y de crímenes de guerra por los que serán juzgados en tribunales especiales de transición, y los rebeldes siguen siendo vistos como traficantes de drogas y terroristas.
Esa misma falta de confianza lleva a que algunos –incluido el presidente Juan Manuel Santos– pongan en duda las quejas actuales de las FARC.
“Los líderes de las FARC están jugando a la política”, dijo Santos en un encuentro con periodistas a principios de mes. “Por ejemplo, entregamos materiales de construcción antes del tiempo acordado, y se negaron a aceptarlos, diciendo que no eran del tamaño adecuado. Su estrategia es decir que no estamos cumpliendo nuestra parte del acuerdo”.
Algunos analistas señalan que, aunque el acuerdo está avanzando a un ritmo lento, ha sido exitoso en muchos aspectos.
“En un sentido muy importante ha ido muy bien”, dice Ariel Ávila, el director de la Fundación por la Paz y la Reconciliación, un thinktank con sede en Bogotá. “Las FARC ya no existen, y sólo un año después de la firma del acuerdo, estamos viendo menos secuestros, menos víctimas de minas, menos asesinatos”.
Según un estudio llevado a cabo por otro grupo, el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos, el acuerdo ya ha prevenido alrededor de 2.800 muertes.
Además, a pesar del malestar, algunos miembros de las FARC en Mesetas están disfrutando de las expectativas de una vida civil. Hay un número en alza de nacimientos en el campamento, después de que se suprimiera la regla de las FARC que prohibía los embarazos en tiempo de guerra.
Otros rebeldes están emocionados con empezar negocios, aunque con las raíces marxistas de sus inicios. Einer López, un miembro veterano de las FARC dirige a su equipo mientras que construyen un hotel que planean abrir para turistas aventureros con ganas de “vivir la vida de las guerrillas”.
“Ahora nos estamos reinsertando, así que queremos enseñar a la gente nuestro modo de vida”.
Traducido por Marina Leiva