Hay, y quizá siempre habrá, un aplicado grupo de gente que no conoce personalmente a Hillary Clinton pero que a pesar de ello la odia. Ya sean realmente parte de una “gran conspiración de derechas” (como Clinton se refirió a ellos en 1998) o simplemente muchos y de ideas muy conservadoras, su existencia no se discute su existencia, ni tampoco el hecho de que sigan intentando influir en la opinión pública sobre la candidata demócrata.
Pero incluso si la gente se considera lo suficientemente inteligente para rechazar las extrañas teorías conspiratorias (afirmaciones que incluyen que es una asesina en serie, una lesbiana encerrada en el armario en un falso matrimonio de 40 años, un miembro de los Iluminati y/o un representante del diablo en persona), no cabe duda de que una corriente subterránea de hostilidad expandida durante décadas ha tenido un impacto sobre cómo se la ve ahora.
La valoración poco halagüeña para Clinton puede que no sea tan pésima como la de Trump, pero en un año de elecciones que ha degenerado con frecuencia en insultos, ella ha atraído improperios tanto de la derecha como de la izquierda. Las encuestas han señalado habitualmente que la opinión pública cree que Hillary no es de confianza; mientras que Trump ha movilizado a sus seguidores con el calificativo “Crooked Hillary” (algo así como la Corrupta Hillary).
Sus vínculos con Wall Street, sus correos electrónicos desaparecidos y su supuesta responsabilidad en fallos de seguridad que contribuyeron al ataque del consulado de Bengasi son las razones aparentes para algunos de los duros ataques personales contra ella durante 2016. Pero las raíces de la hostilidad hacia la ahora candidata demócrata son mucho más profundas.
Craig Shirley, un biógrafo de Ronald Reagan e historiador que ha pasado décadas como consultor político conservador, dice que cuando Hillary Clinton llegó a Washington DC como primera dama, “llegó de Little Rock con una reputación ya labrada” de “militante feminista con la que era difícil tratar”.
Anota también que se enfrentó a hostilidades por parte de los políticos y de los medios de Arkansas cuando Bill Clinton fue elegido por primera vez gobernador, porque ella mantuvo su apellido de soltera. “Aquí viene, la feminista de Wellesley y Yale. Viene de Little Rock y se trae sus ideas con ella”, dice Shirley sobre la supuesta actitud predominante hacia ella en esa época.
Para cuando llegó a la escena nacional en 1991, durante la campaña presidencial de Bill Clinton, la prensa que todavía era en su mayoría masculina tenía una idea de lo que Hillary Clinton era: un pasivo potencial en la carrera de su marido cuyo feminismo y ambición eran un tanto inapropiadas.
“No soy una mujercita”
Y, tal y como ella apuntó en su primera autobiografía, les dio abundante material con el que apoyar esa narrativa. Primero llegó una de sus frases más criticadas: “No estoy aquí sentada como si fuera una mujercita al lado de mi hombre, como Tammy Wynette”. Es lo que contestó a la afirmación de un reportero de que ella y su marido tenían “algún tipo de entendimiento y acuerdo” sobre su infidelidad.
Después tomó relevancia su torpe comentario “supongo que podría haber estado en casa haciendo galletas”, que se produjo en respuesta a los ataques, que los Clinton negaron, del ahora gobernador de California Jerry Brown. En ellos insinuaba que Hillary había sido una exitosa abogada solo porque su marido había dirigido empresas a su firma, y dejaba claro que ella debería haberse limitado a ser una perfecta primera dama.
Y tras esto, por supuesto, llegaron los escándalos en los que se vio envuelta: Whitewater, un acuerdo fallido sobre tierras en el que ella había invertido para su jubilación junto a dos amigos que gestionaron la inversión ilegalmente. Y Travelgate, en el que se cree que ella –al contrario de la entonces práctica normal de dejar los asuntos de la Casa Blanca al personal del presidente– ordenó el despido del director de la oficina de Viajes, quien curiosamente era popular entre los periodistas de la Casa Blanca, en su mayoría hombres, cuyos viajes organizó.
La principal cuestión que se planteó sobre Whitewater y Travelgate no era si Clinton había hecho algo realmente incorrecto sino si ella había usado medios ilegales para intentar que los medios no se enterasen. La Investigación Starr, que finalmente acabó con el impeachment a Bill Clinton, concluyó que no era así, pero en ese momento quedó amasada su reputación de alguien hostil con los medios de comunicación y también de que quizá no había hecho las cosas correctas.
Shirley reconoció que “la prensa le golpeó” primero en Arkansas y después en Washington, pero dijo que no creía que afectase a su relación con los medios o que eso fuese un factor determinante en la actitud de la gente hacia ella. “Hay algo que tiene que ver con su actitud, con su persona, con su voz, con su sonrisilla burlona que chirría a mucha gente”, explica. “A la gente no le gusta que se les hable en un tono condescendiente y ella tiene el terrible hábito de hablar así a la gente, con esa sonrisa burlona”.
Sin embargo, Elaine Kamarck, una investigadora de Brookings Institution que sirvió para la administración de Bill Clinton, cree que el odio de la gente hacia Hillary no es su culpa. “Este asunto de que la gente no tiene predilección por ella se ha formado por la expectativas, por la televisión, por lo que creemos que la gente con autoridad debe parecer, y no por lo quien es ella en realidad”.
“Es una persona absolutamente agradable, o más que agradable, más que muchos hombres políticos”, asegura. Sin embargo, mientras que es raro que la gente vaya a comparar a un político hombre que no les gusta con sus padres, Kamarck apunta que Clinton “recuerda a las persona a las madres o profesoras de escuela que no les gustan” (referentes como “esposa gruñona” o “esposa quejica” también son comunes).
“Creo que hay misoginia en esto”, explica Kamarck, añadiendo que es extremadamente común para los hombres que no siguen los estándares comunes de atractivo salir en televisión o perseguir carreras políticas mientras que las mujeres tienen más probabilidades de que se les conceda visibilidad cuando son más jóvenes o si siguen los estándares tradicionales de belleza.
“Vamos a superarlo pero, ahora mismo, el mundo está acostumbrado a decir que los hombres mayores están bien, son fuertes, son sabios y que de las mujeres mayores no nos fiamos”, concluye.
Traducido por Cristina Armunia Berges