En la guerra hay daños emocionales que son irreparables
Mis cuatro abuelos sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial. Apenas estaban dispuestos a hablar del tema, tras haber sobrevivido al asedio de Leningrado o haber regresado heridos del frente. En las raras ocasiones en que lo hacían, sus recuerdos los dejaban devastados. El trastorno de estrés postraumático que sufrieron durante toda su vida posiblemente haya sido una de las razones por las que decidí ser psicóloga. Quería hacer algo para acabar con el círculo vicioso de trauma, abuso, autodescuido y miedo. Pero en ningún momento de mi formación podría haber predicho la forma en que aplicaría mis conocimientos una década después.
El 25 de febrero, el día siguiente del comienzo de la invasión rusa en Ucrania, me ofrecí como voluntaria para unirme a varias líneas telefónicas de emergencia en las que psicólogos trabajaban para apoyar a los afectados por la guerra. No podía detener la guerra, pero al menos podía intentar aminorar los daños. Mis colegas provenían de muchos países diferentes: algunos de los psicólogos ucranianos seguían trabajando entre bombardeos, mientras que otros habían sido evacuados a un lugar más seguro. Bastantes de nosotros, yo misma incluida, vivíamos seguros en el extranjero, un privilegio que demasiado a menudo se da por sentado.
Durante las primeras semanas de la guerra, la mayoría de los ucranianos que nos enviaban mensajes de texto o nos llamaban acababan de ser evacuados o seguían en zonas que estaban bajo fuertes bombardeos. Los que habían conseguido escapar sufrían la culpa del superviviente, además del shock causado por la guerra en general. Los que se habían quedado experimentaban el shock de una manera diferente e intentaban atravesar sus picos diarios de ansiedad.
Mensajes desde los búnkeres
Mi primer cliente fue una persona en una zona sitiada. Toda su familia llevaba días en un refugio para protegerse de las bombas y sufría ataques de pánico, en parte por tener de improviso la responsabilidad de cuidar a sus familiares ancianos y a sus queridas mascotas. Tuvieron que tomar el tipo de decisiones que nadie debería tener que afrontar.
A medida que la guerra avanzaba, en todos iba disminuyendo la tolerancia al estrés. Los que habían huido de Ucrania hablaban de apatía y pérdida de las ganas de vivir. Viejos traumas habían resurgido con más fuerza y haciendo más difícil respirar. Los que seguían bajo asedio se estaban debilitando mental y físicamente, y les costaba sobrellevar la falta de sueño y los niveles constantes de tensión y alerta. En estas situaciones, la principal forma de ofrecer apoyo es validar los sentimientos de la persona, ayudarla a encontrar cosas que pueda controlar y encontrar técnicas de autorregulación que funcionen, como la relajación corporal o las técnicas de respiración.
Recibir mensajes de texto de personas que habían conseguido conectarse a Internet mientras se refugiaban de las bombas se había convertido en la nueva e inquietante normalidad. Sin embargo, ninguno de nosotros pudo acostumbrarse a tener que adivinar si un retraso en la respuesta significaba que la persona no tenía conexión a la red o que ya no estaba viva. Mensajes como “me siento agotado”, “necesito una llamada urgente para desahogarme” y “necesito hablar con alguien, siento que me ha pasado factura” empezaron a aparecer con mayor frecuencia en el chat interno que tenemos los especialistas.
Como respuesta a esto, los psicólogos especializados en apoyo a la supervisión empezaron a organizar seminarios web y videoconferencias para ayudarse mutuamente y trabajar la tensión generada por las sesiones. Un grupo de profesionales de la danzaterapia ha lanzado recientemente una serie de encuentros virtuales en los que muestran cómo la danza y el movimiento pueden ser utilizados para afrontar el estrés. Este tipo de iniciativas me parecen muy importantes: si nos quemamos ahora, no seremos capaces de ayudar después.
Dejar constancia
Mensajes como estos nos hacen seguir adelante: “Gracias por ayudarme a encontrar la fuerza para dejar que mi marido vaya a la guerra”; “Gracias por esta charla, necesitaba ser escuchada. Encontré el valor para intentar evacuar, y ahora estoy en un lugar seguro”.
A mi abuela —la única de mis abuelos que aún vive— le cuesta evocar sus recuerdos de la guerra sin ponerse a llorar. Pero insiste en la importancia de la verdad, especialmente en estos tiempos, y de preservar estos recuerdos. Últimamente, mi familia y yo pasamos horas en videollamadas con ella en las que los comparte con nosotros.
Para honrar el trabajo de mis colegas hace poco inicié un proyecto documental en el que les hago un retrato a través de videollamadas. Me parece importante dejar constancia de esta parte casi invisible de la guerra. Cuando publique el proyecto a finales de este año espero que la guerra haya terminado. Pero aún queda por hacer un enorme trabajo de reparación del trauma.
* Anna Shilonosova es una fotógrafa documental y psicóloga. Actualmente reside en Reino Unido.
Traducción de Julián Cnochaert
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