Hossein Panahi, el hijo varón de la familia, era el único sostén de su entorno. Compraba ropa para sus hermanas, medicinas y comida para sus frágiles progenitores, y construyó una casa para que todos pudieran vivir en ella. Su salario significó que sus dos hermanas mayores no tuvieron que casarse jóvenes y que pudieran esperar a casarse cuando verdaderamente estuvieran enamoradas. También consiguió que su tercera hermana empezase a estudiar Derecho.
Después de posponer sus propios planes de casamiento, Hossein iba a prometerse finalmente con 28 años, justo después de Ramadán.
El 31 de mayo iba en bicicleta por la entrada de la zona verde de Kabul, de vuelta a casa después de un turno de noche como electricista en la embajada de Canadá, cuando se vio engullido por una explosión enorme.
La bomba, una de las peores de toda la guerra en Afganistán, mató a unas 150 personas. Sus púas de destrucción colocaron a la familia Hoessein en una tesitura que habían luchado por evitar. Hossein era más que el gran pilar de la familia. Tal y como sucede en muchos hogares afganos que dependen de un solo sostén económico, el futuro de su familia dependía tanto de él que, tras su muerte, se vino abajo inmediatamente.
A lo largo de toda su vida, Hossein había trabajado para mantener a sus hermanas lejos de las tradicionales fuerzas de la sociedad afgana. Al vivir entre familiares y vecinos conservadores, Razia, la hermana menor de Hossein, necesitaba un amahram –un familiar hombre cercano– para acompañarla para poder conseguir un título y una carrera.
Ahora no tiene acompañante, y teme ser condenada a la vida de confinamiento a la que se ven sometidas la mayoría de mujeres afganas. “Antes de que Hossein muriese, tenía sueños”, cuenta Razia, que tiene 23 años. Ella quería ser política. “Ahora no puedo, no tengo ningún apoyo”.
Solo unas semanas después de la muerte de Hossein, las ofertas de matrimonio dirigidas a Razia empezaron a amontonarse por parte de familiares y amigos de la familia muy mayores. Cada día, cuenta ella misma, un nuevo hombre ofrece casarse con ella. Todos estos hombres le cuentan que le ayudarían a saldar tanto sus deudas como las de sus padres. Pero Razia dice que básicamente son unos oportunistas.
Hasta el momento ha logrado resistir a las presiones matrimoniales, pero quizá lo haya conseguido porque sus padres no se han enterado. En las familias afganas que luchan por sobrevivir, las mujeres a menudo terminan siendo simple mercancía.
“Los matrimonios de menores y forzados es algo endémico en Afganistán, donde algo así como un tercio de las chicas contrae matrimonio antes de los 18 años y a muchas más se les obliga a casarse con hombres mayores”, cuenta Heather Barr, investigador de Human Rights Watch.
“Venden a sus hijas para sobrevivir”
“Los padres que ni siquiera pueden alimentar a sus hijos a veces ven el casamiento de sus hijas como la única manera de mantenerlas a ellas y al resto de la familia vivos. El pago del precio de una novia puede crear un incentivo aún mayor para que una familia desesperada vea la venta de una hija como un modo de supervivencia”.
Este era el destino que Hossein –y sus padres– querían evitar para sus hermanas. Sus hermanas mayores se casaron más tarde, a los 25 y a los 28 años, y no por apuros económicos. “Nuestro padre nos dijo: 'necesitas saber cómo va el mundo antes de casarte”, recuerda Razia.
Al poco de cumplir 20 años, Hossein fue a Irán a trabajar y ahorró lo suficiente como para construir una pequeña casa en el oeste de Kabul. Escondida en un laberinto de casas de barro y estrechos callejones, la casa está limpia y da a parar a un jardín que tiene un árbol rebosante de albaricoques. Ahora, la fachada de la casa tiene un gran cartel con el rostro de Hossein.
En Afganistán, Hossein encontró trabajo como electricista. Trabajaba para la prisión de Pul-e Charkhi, así como para el Ejército turco y la embajada de Canadá. Su padre, Abbas, sufrió un derrame cerebral hace tres años, pero incluso antes su cuerpo ya estaba débil por el trauma de la guerra civil en el país, apunta Razia.
Ahora Abbas rara vez se levanta de la cama. Cuando lo hace, camina con una muleta y se apoya en su esposa para mantener el equilibrio. Las hermanas mayores de Hossein, que fueron de visita, apenas si podían hablar, rotas por el dolor. Su madre estaba más serena, pero envuelta en un halo de tristeza.
En ningún momento desde el año 2001 el conflicto afgano mató a más civiles. La capital se solía considerar un lugar relativamente seguro. Ahora, según la ONU, mueren más civiles en Kabul que en ninguna otra provincia.
El bombardeo del 31 de mayo fue tan devastador que Razia, que estaba en casa a más de seis kilómetros del lugar, se preocupó de verdad. Cuando empezaron a conocerse las noticias de dónde se había producido el ataque, entró en pánico porque sabía que su hermano pasaba por allí todos los días. Le llamó dos veces, pero él no respondió a sus llamadas.
Razia salió corriendo hacia el lugar donde se había producido la explosión y después se dirigió hacia el hospital de emergencia más cercano. Todo era un caos. La llevaron ante un hombre cuyo nombre era Mohammad Hossein –el nombre completo de su hermano– que tenía la cara tan quemada que no se le podía reconocer. “Soy Razia”. El hombre negó con la cabeza.
Mientras esquivaba extremidades y cadáveres, empezó a creer que quizá su hermano había sobrevivido. Después una amiga confirmó lo peor: había encontrado a Hossein, estaba muerto. “Fue muy doloroso. Era mi amigo, mi hermano, mi todo”, explica Razia.
“Ahora cuando sueño veo cadáveres, manos, pies”. Antes casi nada le despertaba una vez que se había dormido. Ahora cualquier cosa le desvela.
El presupuesto completo de la familia proviene ahora de las prácticas que Razia realiza en una organización financiada por la Agencia para el Desarrollo Internacional de los EEUU. Gana 8.000 afganis (unos 100 euros) al mes. “No sé cómo gestionar el dinero. ¿Le compro medicinas a mi padre, comida a mi madre o pago mi propio transporte? Después del bombardeo la madre de Razia tiene miedo de que su hija atraviese la ciudad.
“Cuando sale de casa estoy muy inquieta. Cada cinco o diez minutos le llamo para comprobar si está bien”, lamenta Fátima. “¿Pero qué podemos hacer? ¿Si se quedase en casa, qué comeríamos?” Para Razia, sin embargo, el trabajo es un alivio, una manera de salir de casa. “Es muy duro cómo me siento, no quiero que ninguna hermana pierda nunca a un hermano”.
Información adicional de Fatima Faizi
Traducido por Cristina Armunia Berges