Los antecedentes de la Policía en EEUU complican el reto de su transformación
En Ferguson, Missouri, el cuerpo sin vida de Mike Brown yació cuatro horas en la calle después de que un policía blanco le disparara seis veces. Los testigos dijeron que murió después de levantar las manos en señal de rendición.
En la ciudad de Nueva York, un policía blanco inmovilizaba a Eric Garner con una maniobra prohibida agarrándole del cuello. Garner le dijo que no podía respirar hasta en 11 ocasiones antes de morir.
En Cleveland, Ohio, Tamir Rice, de 12 años, jugaba en la nieve con una pistola de juguete una mañana de invierno cuando un policía blanco le disparó y lo mató.
En 2014, todas estas muertes ocurrieron con cuatro meses de diferencia. Desarmados y en situaciones que nunca debieron suceder. Sus muertes pertenecen a un ciclo de brutalidad estatal que se repite año tras año y generación tras generación.
En 2015 los muertos serían, entre otros, Tony Robinson, Eric Harris, Walter Scott, Freddie Gray, William Chapman y Samuel DuBose. Que esos nombres se hayan borrado de la memoria colectiva no es más que un síntoma de la crisis que sufre Estados Unidos.
En 2016 me senté a hablar con Samaria Rice, la madre de Tamir Rice. Elegimos un banco en un parque, muy cerca del lugar en el que lo mataron. Su lamento no dejaba resquicio para la duda. “Cuando me entero de estos asesinatos siento que el Gobierno echa sal sobre una herida abierta y que no va a cicatrizar”. En aquel momento se refería a Alton Sterling y Philando Castile, ambos asesinados por la policía con 24 horas de diferencia pocos días antes de nuestra conversación.
Ahora, en 2020, le ha llegado el turno a George Floyd, un hombre de familia de 46 años, descrito como leal defensor de su comunidad que murió después de que un policía blanco de la ciudad de Minneapolis le asfixiara con la rodilla en el cuello durante casi nueve minutos. Murió en la misma zona que había muerto Philando Castile. Sus últimas palabras fueron las mismas que las de Eric Garner: No puedo respirar.
Las protestas que se han extendido por el país tras la muerte de Floyd son, sin duda alguna, más intensas que las de 2014. Y el líder de la Casa Blanca ha mostrado un comportamiento desprovisto de cualquier atisbo de sensibilidad, rayando lo temerario, rumbo a convertirse en un peligro para los demás.
El país vuelve una y otra vez a una situación en la que ya se ha visto antes. La violencia contra las personas negras por parte de la autoridad blanca es parte de la esencia fundacional de Estados Unidos y nunca ha dejado de influir en el comportamiento de sus cuerpos de policía.
La institución policial en Estados Unidos cuenta con nefastos precursores como las violentas patrullas que vigilaban a los esclavos en los Estados del sur hasta el estallido de la guerra civil. Terminada la guerra, poco cambió respecto a las fuerzas de seguridad y comenzaron a aplicarse códigos racistas específicos para los negros, las conocidas como leyes Jim Crow, que mantuvieron durante décadas un sistema de segregación racial.
Los entes locales en las ciudades estadounidenses, de crecimiento vertiginosos en la época, eran abrumadoramente blancos y brutalizaban sistemáticamente a los miembros de las comunidades más vulnerables. Miles de linchamientos quedaron sin castigo con la colaboración y ante la pasividad de un sistema judicial que miraba hacia otro lado. Durante la lucha por los derechos civiles y hasta hoy mismo, la protesta pacífica ha sido reprimida con dureza por agentes del orden que un día prometieron no solo servir, sino proteger a la comunidad.
“Ley y orden”
Pocos días después de sentarme con Samaria Rice en aquel banco en un parque en Cleveland, Donald Trump aceptó, no muy lejos de allí, la nominación a la presidencia por el Partido Republicano.
Trump se presentó como el candidato de la “ley y el orden” en un oscuro discurso destinado a aceptar la nominación. Durante el acto, David Clarke, un antiguo jefe de la policía de Milwaukee, pidió a un público enfervorecido que aplaudiera a Brian Rice, un agente de la policía de Baltimore que aquel mismo día había sido absuelto de una acusación relacionada con la muerte de Freddie Gray, a quien casi partieron la columna vertebral durante un arresto en 2014. Trump se apoyó en argumentos relacionados con el racismo y el comportamiento policial a la hora de fomentar las guerras culturales de las que se alimenta.
La respuesta de Trump ante la violencia policial es muy diferente a la planteada en su día por la administración del presidente Obama. Desde la muerte de Michael Brown, el movimiento que exige la asunción de responsabilidades se ha extendido por todo el país y ha impulsado con nuevos aires al movimiento Black Lives Matter. El propio Obama utilizó su autoridad para poner la atención sobre ciertos departamentos de policía problemáticos como los de Chicago, Ferguson y Baltimore a los que envió investigaciones del Departamento de Justicia.
Aprobó una orden ejecutiva, prerrogativa presidencial, para limitar la adquisición de material de guerra por parte de los departamentos de policía. Designó a una comisión para desarrollar reglas para la policía del siglo XXI. Entre sus recomendaciones a los cuerpos de seguridad, una convocatoria para evolucionar desde la cultura del guerrero a la del “guardián protector”.
Aunque Estados Unidos tiene un sistema policial descentralizado –alrededor de 18.000 departamentos de policía diferentes con sus propias reglas, sistemas de contratación o mecanismos de supervisión, algo que hace muy difícil cualquier posibilidad de reforma unificadora– al menos en el pasado se intentó algún tipo de racionalización.
Objetivo de Trump: desmontar las reformas de Obama
Pero entonces Donald Trump se convirtió en el presidente número 45 de Estados Unidos. Trump no se limitó a lanzar una campaña de relaciones públicas contra aquellos que optaron por protestar rodilla al suelo mientras sonaban las notas del himno nacional como forma de rendir homenaje a las vidas de negros perdidas por el ejercicio del racismo institucional que todo lo apuntala. Un hombre que había pedido la pena de muerte contra cinco adolescentes negros condenados injustamente por una violación en Central Park en 1989 tenía la capacidad de desandar el camino avanzado a golpe de firma, con un gesto a su fiscal general Jeff Sessions.
La administración no se demoró. Dos meses después de asumir el poder, Sessions forzó una revisión inmediata de las reformas que podían aplicarse en el sistema judicial, los conocidos como decretos del consentimiento y que se habían impuesto sobre algunos de los departamentos de policía más conflictivos. Dio marcha atrás con una directiva emitida por la administración Obama que terminaba con la privatización de prisiones, uno de los emblemas de la voluntad reformista del primer presidente negro en su intento por modificar el encarcelamiento desproporcionado de hombres afroamericanos.
En ocho meses al mando de la administración, Trump volvió a permitir que las policías locales se hiciesen con equipamiento militar y Sessions había logrado cancelar los programas de policía comunitaria impulsados por la administración anterior.
Pero más allá de las guerras culturales y las gestiones para desmontar los avances legislativos, la peor de las consecuencias de la presidencia de Donald Trump a la hora de debilitar la pelea por una justicia igual para todos y una policía que no haga diferencias, fue una invisibilización de la historia. Los hombres más jóvenes han seguido muriendo, pero ante la obsesión de la investigación de la trama rusa, el impeachment o la larga serie de escándalos que persigue al presidente, el movimiento en defensa de la vida de las personas negras ha ido perdiendo fuelle en la cobertura de los medios.
En 2018, un policía le propinó tres disparos por la espalda a EJ Bradford, de 21 años, en Hoover, Alabama. El incidente apenas llegó a las noticias. En 2019, a Willie McCoy, un rapero de 20 años, un grupo de policías de Vallejo, California, le disparó 55 veces mientras dormía en su coche. Su muerte no recibió demasiada atención. En 2020 el sistema carcelario de Mississippi sufrió una serie de motines que terminaron con más de una docena de personas muertas. Trump no dijo nada.
El año pasado, después de que Gwen Carr batallara durante cinco años para que se hiciera justicia en el caso de su hijo, Eric Garner, me senté con ella frente a la sede de la policía de Nueva York. La mujer fue sometida a un proceso administrativo indigno en el que la máxima pena fue que el policía que terminó con la vida de su hijo perdió su puesto de trabajo. Eso fue todo. “En el caso de Eric no se ha hecho justicia”, me dijo un día bajo el sol abrasador del verano neoyorquino. “Lo mataron y de haberse hecho justicia, habría sucedido en el mismo momento en que dijo que no podía respirar”.
Unas semanas más tarde, tras una investigación de años, el Departamento de Justicia, dirigido por William Barr, anunció que el gobierno federal no presentaría cargos contra el agente implicado en la muerte de Garner. Se cree que fue una decisión de Barr. Trump no abrió la boca.
Si en algún lugar se han dado pasos en la dirección correcta a la hora de reformar la policía, ha sido en ámbitos locales y estatales. El fiscal general de Minnesota, Keith Ellison, intervino en el caso de George Floyd para aumentar la calificación del supuesto delito por el agente Dereck Chauvin. Piden asesinato. A lo largo de los últimos años, algunos departamentos de policía han aprobado normas para limitar el uso de técnicas de ahogamiento a las personas detenidas o de estrangulación.
Esta misma semana, Ferguson, con un 70% de población afroamericana, eligió a su primera alcaldesa negra, Ella Jones. “Me toca hacer lo correcto para la gente”, dijo.
Pero muchos creen que los cambios incrementales no son suficientes. Las palabras de Samaria Rice en 2016 siguen resonando cada vez que pienso en el tema y mientras veo como las protestas aumentan: “necesitamos desmantelar el sistema en su totalidad para poder levantarlo de nuevo”.
Traducido por Alberto Arce
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