La actual crisis política que sacude Hong Kong es probablemente el mayor reto que he vivido. No recuerdo otro momento de mi vida en el que haya perdido el sueño y el apetito y no haya podido pensar en otra cosa durante meses y meses.
Como muchos otros habitantes de Hong Kong, en los cinco últimos meses me ha invadido una profunda sensación de impotencia y ansiedad al observar cómo mi hogar se transforma en un campo de batalla cada pocos días. Cada vez que salgo a la calle para informar, mis hijos se despiden de mí con la siguiente advertencia: “¡Cuídate, mamá!”. Cada vez que meto un casco y una máscara antigás en mi bolso, me siento como si fuera a un campo de batalla.
En junio empezaron las protestas pacíficas para rechazar una ley que permitiría extraditar a personas con una causa pendiente a China continental. Esas protestas han dado paso a un movimiento en contra del Gobierno mucho más amplio y cada vez más radical. Desde entonces tengo la sensación de estar subida a una montaña rusa emocional.
Durante años, se ha estado gestando la frustración y la ira contra un gobierno local que depende de Pekín y que no responde ante la población. En octubre, el Gobierno prohibió que los manifestantes llevaran máscaras. Para muchos, esto significó el inicio de un régimen autoritario [ya que esta prohibición se impuso por decreto con una normativa para situaciones de emergencia de los tiempos coloniales] que no tiene en cuenta al poder legislativo y que impone más restricciones a las libertades civiles. Fue un gesto preocupante. Quizá un punto de inflexión.
Cuando las autoridades decidieron cerrar el metro, una sensación surrealista de malestar se apoderó de la ciudad. Se cerraron las tiendas, se cancelaron las actividades infantiles para el fin de semana. También cerraron todas las instalaciones públicas de ocio.
Me fui con mi familia en taxi hasta la costa y en la playa no había socorristas. Manifestantes que han levantado controles de carretera nos pararon cuando regresamos a casa. A nuestros hijos les aterrorizaba la posibilidad de que la policía antidisturbios nos atacara con gases lacrimógenos, así que nos bajamos del taxi y nos fuimos tan rápido como pudimos.
En aquel momento, no sabíamos que la imprevisibilidad se convertiría en algo normal y cotidiano. La semana pasada, la ciudad se paralizó y la tensión escaló después de que en hora punta un agente disparara contra un manifestante y la policía irrumpiera en los campus universitarios. Los manifestantes y la policía bloquearon las carreteras y se cerraron muchas rutas de autobús y estaciones de metro.
Cada vez que se produce un estallido de violencia, muchas personas se quedan atrapadas en casa sin poder ir a trabajar. Las escuelas mandan a los alumnos a casa y cierran. Las universidades han terminado el semestre antes de tiempo. Incluso aquellos que consiguen llegar al trabajo se preocupan por si podrán volver a casa.
Muchos de los que trabajan en el distrito financiero no se atreven a salir a almorzar después de que la policía lanzara gases lacrimógenos contra los trabajadores de la oficina que protestaban a principios de la semana pasada. La vida social se detiene porque los restaurantes y las tiendas cierran temprano y los conciertos y eventos se cancelan o tienen que terminar temprano. Para muchos, en la práctica es un toque de queda.
Las protestas afectan incluso a los planes de boda. Tengo un amigo que tuvo que buscar otra iglesia para esquivar la posibilidad de que sus invitados tuvieran que pasar por ciertas calles en las que la policía utiliza gases lacrimógenos.
A medida que las vidas de todos se ven alteradas, la crispación hace mella en el estado de ánimo y las relaciones se tensan, causando conflictos familiares y la ruptura de amistades. Lo que debería ser una conversación de cortesía pasa a ser una acalorada discusión. La línea divisoria es si uno está en el campo amarillo (prodemocracia) o en el campo azul (pro-China/Gobierno).
Las parejas se separan. Los padres y los hijos dejan de hablarse. Las familias y los amigos tratan de evitar las cuestiones políticas durante la cena, pero a menudo fracasan en el intento. Muchos de mis amigos, especialmente los que tienen familia, se plantean emigrar, movidos por el temor de que sus hijos tengan que crecer en una sociedad en la que se han perdido los valores fundamentales de Hong Kong.
En los últimos días, las escuelas han optado por cerrar sus puertas y los niños de Hong Kong, que hasta ahora han estado educados bajo un riguroso sistema académico, están disfrutando de unos días excepcionales de juego libre en los parques. No sé si reír o llorar cuando los veo jugar a “policías” contra “manifestantes” y lanzarse “gases lacrimógenos” unos a otros. Supongo que los recientes disturbios ya han dejado una huella imborrable en ellos y permanecerán en sus recuerdos por el resto de sus vidas.
Es particularmente conmovedor, puesto que la mayoría de los habitantes de Hong Kong son hijos o nietos de refugiados que huyeron de China durante la guerra, el hambre o los disturbios políticos. Mis propios abuelos huyeron a Hong Kong en 1949, con sus siete hijos y en un tren abarrotado, pocos meses antes de que el Partido Comunista tomara el control de China.
Mi padre contaba que a su llegada a Hong Kong dormían sobre las mesas y las sillas de una escuela. Esta ciudad internacional y centro financiero de la región se levantó tan sólo unas décadas después de la Segunda Guerra Mundial gracias al esfuerzo de mis antepasados y de refugiados como ellos. Apenas una o dos generaciones después, ¿tendrán que volver a huir sus hijos?
La mayoría de los habitantes de Hong Kong, especialmente los jóvenes, no pueden permitirse el lujo de emigrar. Y saben muy bien que China es un régimen poderoso contra el que no tienen medios para luchar.
He preguntado a muchos manifestantes por qué siguen librando interminables batallas callejeras con la policía, en las que solo conseguirán ser heridos o que los detengan acusados de rebelión –un delito castigado con penas de hasta 10 años de cárcel–. Lo cierto es que no parece que las autoridades de Pekín vayan a hacer ninguna concesión. He preguntado si han considerado que, tras cinco meses de resistencia, la escalada de las acciones ha dado a las autoridades una justificación para imponer políticas draconianas y poner límites a los derechos civiles de la población.
Dicen que las protestas pacíficas no han llevado a ninguna parte y que no tienen miedo de sacrificar sus vidas en una última lucha por Hong Kong. “¡Si nos quemamos, nos quemamos juntos!”, afirman muchos. “Hong Kong se está muriendo de todos modos, así que libremos la última batalla”. Me dolió su desesperanza, pero les recordé que la historia está llena de ejemplos de revoluciones violentas que derrocan a una dictadura, solo para ver cómo es reemplazada por otra.
“Entonces, ¿qué propones?”, preguntaron. Me quedé en blanco.
Traducido por Emma Reverter