Estaba cenando con una amiga y me preguntó por mi trabajo: “Dime algo que te gustaría que los estadounidenses supieran sobre China”.
“Que los chinos son personas”, le contesté.
Me pidió que se lo explicara con más detalle y le dije que las personas que viven en China no son tan diferentes de las estadounidenses, que tenemos tanta humanidad como cualquier otra persona. Fue un diálogo incómodo. Mi amiga es blanca y estadounidense, y yo no soy ninguna de las dos cosas. Me arrepentí de mi respuesta; de que mi respuesta a su bienintencionada pregunta implicara una acusación. Había dejado caer el insoportable peso de la raza en una conversación informal. Pero la raza siempre está sobre la mesa y en el aire, incluso cuando solo algunos de nosotros estamos en situación de verla.
Después de más de una década trabajando en el Gran Colisionador de Hadrones, este año dejé la Física para dedicarme a investigar la política científica y la política china. Pensaba que el tiempo que trabajé en Estados Unidos en un experimento que se llevaba a cabo en Europa había servido para aprender a desenvolverme en una profesión siendo una “minoría”. Estaba equivocada. Como mujer china que investiga en Estados Unidos, no deja de sorprenderme el cegador predominio blanco en este sector.
Con ello no quiero decir que solo los chinos pueden estudiar la realidad china. La experiencia vivida no equivale a la pericia y la diversidad de orígenes aporta nuevas perspectivas. Las métricas que se consideran criterios de “autenticidad”, como saber hablar chino o haber pasado tiempo en el país, también pueden utilizarse para excluir. El Gobierno chino recurre habitualmente a la “autoorientalización” -tratar a China como si fuera radicalmente diferente de Occidente- para justificar sus políticas, desacreditando cualquier crítica externa como “imperialismo”. El Estado también ha restringido el espacio para la libre investigación dentro de sus fronteras o por parte de sus ciudadanos. Dependiendo del tema, un pasaporte extranjero puede garantizar el acceso y la protección en China, y una tierra extranjera puede ser el único lugar seguro para la investigación independiente en el país.
Las narrativas
La cuestión de fondo, por tanto, no es quién o dónde, sino cómo y, lo que es más importante, por qué y para qué. ¿Qué tipo de conocimiento sobre China produce Occidente? Según una encuesta recientemente publicada por el Comité Nacional de Relaciones entre Estados Unidos y China, existe una creciente demanda de trabajos sobre China en Estados Unidos, pero el discurso está cada vez más dominado por las preocupaciones de seguridad nacional y, como dijo uno de los encuestados, el campo “carece de diversidad en extremo”. Filtrado a través de la lente de los intereses estatales, un país se convierte en un “desafío”, una “amenaza”, un “problema” que hay que resolver. Las fronteras nacionales se alinean con los límites raciales de la propia comprensión imaginaria, y el pueblo chino se transforma en una etiqueta, en una estadística.
En los relatos que prevalecen sobre China, el Gobierno de Pekín es un monstruo todopoderoso que pretende dominar el mundo, inculcado con una previsión ancestral y que expresa su voluntad sin esfuerzo a través de la vasta burocracia del gobierno. La opinión pública en China se presenta como protesta o propaganda y el pueblo como víctima indefensa o un soldado de a pie inconsciente de la opresión estatal.
Superioridad moral
Los políticos y comentaristas de Estados Unidos se jactan de los planes para asegurar el Mar de China Meridional o proteger a la democrática Taiwán con la fuerza militar. La posible pérdida de vidas en otro continente no es motivo de preocupación cuando el verdadero objetivo es mantener el poderío estadounidense.
Desde Xinjiang hasta Hong Kong, los peores abusos del Gobierno chino sirven para promover los intereses nacionales. Muchos proponen “castigar a China” por su historial de vulneración de los derechos humanos; pocos se detienen a reflexionar si los castigos podrían perjudicar a las mismas personas cuyos derechos afirman defender.
En foros públicos y en conversaciones privadas, a menudo me preguntan: ¿Qué quiere China? ¿Cómo debemos enfrentarnos a ellos? Los pronombres que utilizan al formularme la pregunta son reveladores, ya que no me sitúan ni en un lado ni en el otro. Nunca sé cómo responder a estas preguntas tan ridículamente genéricas. Los que recurren a estas generalizaciones no quieren realmente conocer China como lugar. La prefieren como noción, un concepto geopolítico que se puede destilar en frases hechas y traducir en políticas.
Los hombres blancos pueden convertirse en “expertos en China” de la noche a la mañana y cobrar una fortuna por sus conocimientos, mientras que un chino tiene más probabilidades de ser escuchado como un “disidente” que como un erudito. Un cruzado solitario contra una superpotencia opresora es un relato atractivo. Refuerza la idea occidental de que China es la encarnación del mal autoritario. Reafirma el sentimiento de superioridad del público occidental. Una denuncia insuficiente del régimen chino pone en duda los estudios sobre China, independientemente de su área de interés.
Proyectar miedos
Mi decepción con los prejuicios de mi profesión no es un agravio personal. El meollo de la cuestión no es cuánto entiende Occidente a China, sino cuánto se entiende Occidente a sí mismo.
El auge de China y su papel en el capitalismo global han puesto en entredicho el dominio económico de Occidente y han echado por tierra la cómoda noción de que el mercado trae necesariamente la libertad. Crear la impresión de que los problemas de opresión política o de abuso tecnológico son exclusivamente chinos es rechazar el conocimiento de la complejidad de la gobernanza, así como de la humanidad. En lugar de enfrentarse a la verdad sobre uno mismo, es mucho más fácil reducir todo a una falsa dicotomía y proyectar los miedos sobre el otro sin rostro. Occidente no es el único culpable de esta lógica.
Con cada ciclo de noticias que habla sin profundo conocimiento de causa de la última “amenaza” china, mientras mi país de nacimiento y mi hogar adoptivo parecen enzarzados en una “rivalidad de grandes potencias”, siento que el suelo se abre bajo mis pies. A veces me pregunto si esta precariedad es el precio que debo pagar por dejar mi tierra natal. Entonces me recuerdo a mí misma que varias generaciones han persistido en los márgenes y han impugnado las divisiones artificiales que descartan su humanidad. Si nos reunimos un número suficiente de personas y reclamamos esos márgenes, puede nacer un nuevo mundo en el que nadie sea un exiliado.
Yangyang Cheng es física de partículas y becaria postdoctoral en la Facultad de Derecho de Yale.
Traducido por Emma Reverter