Cuando el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, quiso asegurar su reelección hace cuatro años, recurrió a Donald Trump. Para ser más exactos, a unas vallas publicitarias gigantes en las que se podía ver al entonces presidente de Estados Unidos con su sonrisa menos amenazadora, estrechando la mano del israelí y una frase en hebreo que decía: “Netanyahu: en otra liga”.
El respaldo de Trump supuso una victoria para el mandatario que ha sido jefe de Gobierno durante más tiempo en Israel. El presidente estadounidense era popular entre los israelíes por despreciar las antiguas políticas de Washington, trasladar la Embajada de EEUU de Tel Aviv a Jerusalén en 2018 y reconocer la anexión israelí de los Altos del Golán sirios.
La popularidad de Trump en Israel era más alta que en prácticamente cualquier otro país, con un 71% de apoyo a su gestión en política exterior. Pero, a pesar de que a muchos israelíes les gustaba Trump, pocos pudieron prever hasta qué punto su primer ministro también estaría dispuesto a convertir un problema personal en una cuestión nacional para salvar su propio pellejo.
“La motivación principal que guía tanto a Trump como a Netanyahu son sus propios intereses personales”, dice Hadar Susskind, presidente de Americans for Peace Now, organización hermana del movimiento pacifista israelí. “La formación del Gobierno más extremista de la historia de Israel responde al objetivo de mantener a Netanyahu en el poder y, por tanto, fuera de la cárcel”.
Batalla contra la Justicia
Ambos políticos están librando una batalla para evitar la cárcel: los cargos federales y estatales se acumulan contra Trump; Netanyahu está inmerso en un juicio por corrupción desde hace tres años. Mantenerse en el poder parece ser la mejor opción para los dos.
Durante su mandato, Trump demostró que estaba dispuesto a lanzar ataques populistas contra las instituciones del Estado, que culminaron con sus intentos de anular el resultado de las elecciones presidenciales de 2020 y su papel en incitar a una multitud de seguidores a asaltar al Capitolio el 6 de enero de 2021.
Si volviera a ocupar la Casa Blanca en noviembre, los estadounidenses podrían presenciar un ataque frontal a la independencia del sistema judicial y el Departamento de Justicia.
Netanyahu ha tomado un camino diferente, forjando una coalición con los partidos nacionalistas más extremos de Israel, aunque no comparta algunos de sus puntos de vista, como la hostilidad de estos partidos hacia el colectivo LGTBI. Sus dirigentes se muestran abiertamente racistas con los árabes y expresan su ambición de anexionarse una parte o la totalidad de los territorios ocupados, imponiendo un dominio permanente sobre los palestinos.
Desde hace meses, la coalición promueve una reforma legislativa para limitar las prerrogativas del poder judicial israelí, lo cual ha provocado las manifestaciones más multitudinarias en los 75 años de historia del país y una profunda crisis política. La primera ley de esa reforma se aprobó el pasado lunes, cuando el Parlamento israelí votó mayoritariamente a favor de limitar la capacidad del Tribunal Supremo para supervisar las decisiones del Ejecutivo.
Netanyahu y sus aliados comparten el mismo interés en debilitar el poder de los tribunales. La reforma ofrece al primer ministro la posibilidad de evitar la cárcel y pone fin a lo que la extrema derecha teme que bloquee sus ambiciones de un “Gran Israel”.
Dos hombres desesperados
Aunque ambos líderes estén en una batalla legal parecida en sus países, hay diferencias considerables entre los dos. Para empezar, cuando los estadounidenses eligieron a Trump como presidente en 2016, sabían a qué tipo de líder político estaban votando, aunque resultó ser incluso más desestabilizador de lo que algunos de sus partidarios esperaban.
Por el contrario, Aaron David Miller, que conoce a Netanyahu de su época como negociador de paz en Oriente Medio con distintos presidentes estadounidenses, comenta que el primer ministro israelí no es el mismo político que hace unos años: “Ya no es el político israelí cauteloso y con aversión al riesgo que da un paso adelante y dos atrás, que respeta la opinión pública, que es duro pero coacciona dentro de un marco legal. Ahora está desesperado y dispuesto a tomar riesgos y, en muchos aspectos, ha perdido el control”.
“Le mueve el hecho de que, si mañana se celebrasen elecciones, otra persona podría formar gobierno y él estaría expuesto a lo que realmente le preocupa, que es su juicio por corrupción”, agrega.
Además, Susskind señala que incluso algunos de los partidarios de Netanyahu se han sorprendido de hasta qué punto está preparado a subvertir el sistema para blindarse. “Solía ser, a falta de un término más preciso, un político normal. Era prudente e intentaba alcanzar consensos. Ahora mismo, vemos las acciones de un hombre desesperado”, dice.
Nadie suele acusar a Trump de ser un político más, y Estados Unidos todavía está viviendo las consecuencias de su presidencia. Pero Netanyahu, según explica este analista, podría ser el líder con más efectos dañinos a largo plazo, si se considera el periodo desde el asesinato del entonces primer ministro, Isaac Rabin, en 1995. Como líder de la oposición, encabezó mítines para oponerse a los acuerdos de paz sellados por Rabin con los palestinos, en los que el primer ministro aparecía con uniforme nazi entre cánticos de “muerte a Rabin”.
La viuda de Rabin, Leah, acusó a Netanyahu de ser el maestro de ceremonias de la incitación al asesinato de su marido. Siete meses después del asesinato, Netanyahu fue elegido para su primer mandato y se convirtió en el primer ministro israelí que más tiempo ha ocupado el cargo. Sus críticos recurrieron a una frase bíblica para condenarle: “Asesinó y tomó posesión”.
Susskind explica que Israel sigue viviendo con ese legado. “Él ha llevado a Israel adonde está, en términos de incitación al odio en el seno de la sociedad. Creo que es el máximo responsable de esta situación”, dice.