La guerra nuclear vuelve a ser posible, por eso necesitamos recordar qué significa
Donald Trump lanzó la semana pasada la superbomba MOAB, “la madre de todas las bombas”: diez toneladas de explosivos que detonaron antes de tocar tierra y que mataron, dicen, a 94 miembros de la milicia del Estado Islámico. Los medios de comunicación rusos nos recordaron inmediatamente que la versión rusa de una bomba termobárica (“El padre de todas las bombas”) era cuatro veces más poderosa.
El periódico oficial del Kremlin, Russia Today, tituló: “Niños, conozcan a papá”. Pero estas bombas son solo juegos de niños en comparación con las armas nucleares. “El mundo está en vilo”, titulaba esa semana el periódico británico The Daily Mail. Hay una generación que tal vez necesite un recordatorio de lo que implica hacer estallar una bomba nuclear.
La que tiraron sobre Hiroshima tenía una potencia de 15 kilotones. Destruyó todo lo que había en 182 metros a la redonda y quemó a todas las personas en un radio de 2 kilómetros. Se estima que la ojiva de un misil Trident libera 455 kilotones de poder explosivo. Si se lanzara una de esas ojivas en Bristol, la bola de fuego mediría un kilómetro de ancho; todas las personas entre Portishead y Keynesham en ese momento sufrirían quemaduras de tercer grado; entre el canal de Bristol y Wash todo quedaría contaminado por la radiación. Una bomba así sobre Bristol provocaría la muerte inmediata de 169.000 personas y dejaría a otras 180.000 en necesidad de atención médica urgente. Es fácil imaginar el apocalipsis que tendrían que enfrentar los supervivientes: en todo el Servicio Nacional de Salud sólo hay 101.000 camas disponibles. (Puede crear su propio escenario en este enlace).
Un misil Trident lleva hasta ocho de esas ojivas. Los estrategas militares podrían lanzarlas siguiendo un patrón en torno a un objetivo para crear una tormenta de fuego similar a la generada durante la Segunda Guerra Mundial durante el bombardeo (convencional) sobre Tokio y Hamburgo.
No quiero sonar alarmista pero en este momento la mayoría de las ojivas nucleares del mundo está en manos de hombres que ven el uso de ese tipo de armas como algo posible.
Para Kim Jong-un, entra dentro de lo planteable; para Vladimir Putin, es tan concebible que en las simulaciones de combate importantes rusas se termina con una etapa de “disminución escalonada de ataques nucleares”. Eso significa lanzar una bomba y ofrecer la paz a continuación. El 22 de diciembre de 2016 Trump y Putin anunciaron, casi en simultáneo, que iban a actualizar y expandir sus arsenales nucleares.
En estos momentos un portaaviones estadounidense está navegando hacia la República Popular Democrática de Corea para amenazar al régimen hostil de Kim. No sabemos qué clase de diplomacia secreta hubo entre Xi Jinping y Trump en Mar-a-Lago pero Estados Unidos parece confiar en que China controlará a los norcoreanos.
Lo que sí sabemos es que Trump ha estado obsesionado con las armas nucleares desde los años ochenta, que se niega a recibir consejos de los militares profesionales y que parece no entender un principio fundamental de la OTAN: las armas nucleares funcionan como elemento político disuasorio, no como superarma militar.
Esta obsesión repentina de hablar sobre conflictos nucleares entre hombres de poder ilimitado debería ser el tema más importante de las noticias y la mayor preocupación entre los políticos democráticos y partidarios de la paz.
En los últimos días, la pirotecnia visual en los canales de noticias de EEUU ha pasado de lanzamientos de misiles crucero a imágenes explícitas de explosiones en el aire destruyendo búnkeres. “Hermoso”, dijo un presentador de noticias sobre esas explosiones.
Nunca olvidaré las caras hinchadas por el botox de los presentadores de noticias de EEUU cuando llegaron a Nueva Orleans tras el huracán Katrina. Era como si alguien los hubiera despertado de un sueño. Sólo los mejores de entre ellos se dieron cuenta de que habían estado avanzando hacia el desastre como sonámbulos.
El huracán Katrina muestra lo que sucede cuando un desastre golpea a una ciudad frágil, asolada por la pobreza y socialmente dividida. En Nueva Orleans, la civilización se derrumbó durante unos días. Repentinamente llamados a mover sus pesados cuerpos en lo que debía ser un arduo y sacrificado trabajo, los policías abandonaron todo al instante. Lo que sucedió a continuación es el equivalente moderno de los linchamientos. Colapsaron el gobierno central y el comando militar encargado de la situación. Mi propia experiencia en aquel lugar me convenció de que si hay un alud de muertes en una ciudad del mundo desarrollado, el verdadero problema será el caos social y no la enfermedad por radiación masiva.
Trump está redoblando la retórica militar por una simple y terrible razón: hace dos semanas, los aislacionistas de su equipo fueron sobrepasados por generales que probaron a ver cómo les iría con la posibilidad de una guerra y encontraron que les fue bien.
Tal vez tengamos suerte. Tal vez la cúpula china esté dispuesta a ejercer presión en serio sobre Corea del Norte para evitar que Kim provoque a la armada estadounidense. O tal vez tengamos muy mala suerte: aunque los misiles necesarios para lanzarla sean inestables, Corea del Norte tiene un arma nuclear.
Debido a la escala de destrucción que podría ocasionar una guerra de este tipo, siempre ha sido parte de la naturaleza humana borrar de nuestra mente la posibilidad de un conflicto nuclear y preocuparse por los pequeños riesgos. Los más grandes son incalculables. Pero desde los años cincuenta hasta el nuevo milenio hubo en todas las potencias nucleares un sistema político y militar capaz de comprender el valor del multilateralismo. Ahora en todos lados la alta política se está convirtiendo en algo unilateral, un sistema que quiere quedar bien con todos, que se deja llevar por las emociones y controlado por un grupo de familias y de mafias erráticas, en vez de por tecnócratas representantes de las élites gobernantes.
Para los políticos belicistas, el verdadero multilateralismo es una gran molestia. Por eso tantos autócratas del mundo están hoy dejando sin fondos a las organizaciones sin fines de lucro en el extranjero, obligándolas a registrarse, saboteando el trabajo de los observadores internacionales o directamente denunciando su presencia.
Si Theresa May hubiera querido enviar un mensaje útil en Pascuas, podría haber dicho algo así: conforme a los tratados de no proliferación, jamás usaremos primero nuestras armas nucleares; nos apegaremos a la presión diplomática y económica para hacer que Corea del Norte se ajuste a las disposiciones; y usaremos nuestra propia influencia diplomática independiente para reforzar el desarme y la no proliferación de armas nucleares.
Eso es lo que haría una potencia responsable con armas nucleares en su poder. Con Trump jugando a una escalada militar y al rearme nuclear, el silencio de Reino Unido es inmoral.
Traducido por Francisco de Zárate