Desde el comienzo de la pandemia de la COVID-19, algunas de las figuras conservadoras más poderosas de Estados Unidos optaron por sembrar desinformación, burla y desconfianza hacia métodos probados para combatir la enfermedad, como las mascarillas, las vacunas y el distanciamiento social.
Sus acciones han significado más enfermedad, muerte y crisis económica para el conjunto de la nación que lo que haya podido lograr un buen liderazgo combinado con la ciencia. A pesar de los cientos de miles de muertes perfectamente documentadas y de una nueva ola de contagios, ellos continúan en su línea. Su malicia se ha vuelto tan cotidiana que ya casi ni se aborda su verdadera naturaleza. Podríamos llamarlo una guerra biológica mediante el uso de propaganda.
Jared Kushner [que creó un equipo paralelo de respuesta al coronavirus en la Casa Blanca] sería así el heredero espiritual del ejército que en el año 1346 asedió la ciudad de Cafa, en la península de Crimea. Según un relato de la época, usaban las catapultas para arrojar por encima de las murallas de la ciudad los cadáveres de personas que habían muerto de peste. Hay quien dice que así fue como la Peste Negra entró en Europa, donde en los 15 años siguientes terminó con la vida de decenas de millones de personas, un tercio de la población del continente.
“El equipo para el coronavirus de Kushner rechazó adoptar una estrategia nacional, creyendo que el virus estaba afectando más a los estados demócratas y que podrían echarle la culpa a sus gobernadores”, publicó hace un año el medio de noticias online Business Insider.
Una Administración que hubiera elegido salvar vidas antes que sumarse puntos podría haber contenido la pandemia en vez de convertir EEUU en el país más afectado del mundo. Podríamos haber tenido muchos menos casos y muchas menos víctimas fatales. Podríamos haber tenido una mejor protección contra la variante delta.
En 2020 negros, latinos e indígenas se vieron afectados de manera desproporcionada por la pandemia, que comenzó con grandes aumentos de casos en las ciudades de Seattle y de Nueva York. Los republicanos imaginaron que la enfermedad golpearía primero a estados y ciudades gobernadas por demócratas. Por decirlo claramente, permitieron una gigantesca campaña de muerte y enfermedad porque pensaron que en su mayoría iba a ser muerte y enfermedad para los que consideraban sus opositores.
Pero los gobernadores demócratas, las naciones indígenas y las personas cuya opinión está entre moderada y progresista han hecho una mejor labor de protección. En este momento, las zonas más afectadas del país son estados y regiones dirigidos por republicanos.
El estado de Florida, donde vive el 7,5% de la población y gobierna el republicano Ron DeSantis (que no acepta los postulados científicos), llegó hace poco a tener el 20% de todos los nuevos contagios de COVID. DeSantis y el gobernador de Texas, también republicano, han prohibido la obligatoriedad de la mascarilla, convirtiendo en un acto de resistencia por parte de las ciudades y los distritos escolares los intentos de proteger la salud pública, incluida la de los menores.
Los partidarios de DeSantis venden camisetas con el texto “Don't Fauci My Florida” [Anthony Fauci, principal asesor médico del presidente Joe Biden, es un firme defensor del uso de mascarillas como mecanismo de protección cuando hay altos niveles de contagio], así como neveras para mantener frescas las bebidas con el siguiente mensaje: “¿Cómo demonios me voy a beber una cerveza con la mascarilla puesta?”.
El 27 de julio, mientras proliferaban los contagios por la variante delta, Kevin McCarthy (líder de la minoría republicana en la Cámara de Representantes) publicó en Twitter el siguiente mensaje: “No se equivoquen: la amenaza de volver a imponer mascarillas no es una decisión con sustento científico, sino una decisión tramada por los altos cargos liberales del Gobierno que quieren seguir viviendo en estado de pandemia perpetua”.
Tucker Carlson y Laura Ingraham podrían ser los herederos espirituales de Lord Jeffery Amherst, el comandante militar británico que en 1763 escribió a su subordinado: “¿No puede ingeniárselas para introducir la viruela en esas tribus de indios desafectos?”. Como publicó con su delicadeza característica el periódico The New York Times, “el señor Carlson, la señora Ingraham y las personas invitadas a sus programas han dicho en antena que la vacuna puede ser peligrosa, que la gente tiene razón al rechazarla y que las autoridades públicas se han excedido en sus intentos de administrarla”.
La revista Newsweek fue más contundente y reprodujo las frases de la propia Ingraham describiendo la vacuna como un intento de imponer un “medicamento experimental a los estadounidenses en contra de su voluntad, amenazando con privarles de libertades básicas si no acceden”. El objetivo de Ingraham y Carlson era irritar a la audiencia y evitar que se vacunaran, aunque la evidencia demuestre que las vacunas sirven tanto para evitar que los vacunados se contagien como que la enfermedad se propague. Dicho sea de paso, las vacunas son el mecanismo que permitió eliminar la viruela en todo el mundo.
No es el único ángulo en la respuesta conservadora a la pandemia, por supuesto. En la ideología de extrema derecha, la libertad es un objetivo absoluto, y especialmente la de los hombres blancos. En esa visión, incluso admitir que todos formamos parte de un sistema puede significar una carga para la persona por las obligaciones que eso genera en relación a los demás y al conjunto.
La propia ciencia describe una y otra vez nuestra interconexión: en la forma en que los pesticidas viajan más allá de los cultivos sobre los que se rocían, en la forma en que las emisiones de combustibles fósiles contribuyen a los problemas de salud y al cambio climático, o en la forma en que la acción colectiva puede evitar la propagación de enfermedades.
La ideología de derechas, al fin y al cabo, cree más importante el derecho a tener y portar un arma que el derecho a no ser amenazado o asesinado por un arma, como le ocurre cada año a miles de personas en Estados Unidos.
Al igual que defienden el derecho a portar un arma frente a las muertes por disparos, defienden el derecho a contraer y a propagar una enfermedad que puede ser letal y que a menudo debilita mucho como la antítesis de la responsabilidad de no hacerlo.
No es nada arriesgado decir que los líderes republicanos saben que las cosas no son así. Algunos de sus seguidores también lo saben, pero otros no. Algunos han elegido participar en la guerra biológica, pero otros son simples herramientas utilizadas para esa guerra. Sin saberlo, son los cadáveres involuntarios catapultados por encima de los muros y las mantas contaminadas con viruela. Otros son Lord Jeffery Amherst. Los que usan certificados falsos de vacunación, como han hecho estudiantes universitarios y dos personas que viajaron hace poco de EEUU a Canadá, representan, sin ningún lugar a dudas, el espíritu de Amherst.
La COVID-19 no es, ni mucho menos, la primera vez en que la gente decide beneficiarse con la muerte de otras personas. El ejemplo más extremo es el de la industria de los combustibles fósiles, que ha seguido hacia adelante a pesar de ser plenamente consciente de que su producto estaba causando la catástrofe climática. Los fabricantes de armas y de opiáceos bajo receta son otro ejemplo. Pero esta tal vez sea la primera ocasión en que han sido aquellos que venden ideología y siembran discordia –y no los que se benefician económicamente– los que han fomentado la amenaza.
Si solo medimos los efectos de la pandemia en número de muertos, estamos dejando de lado otros impactos relevantes: millones de niños en edad escolar aislados y recibiendo una educación deficiente; millones de padres agotados por ocuparse de las tareas profesionales y domésticas; millones de pequeñas empresas que han cerrado; millones de desempleados que se han visto empobrecidos y con sus sueños arruinados; millones de personas aisladas que sufren ansiedad; millones de personas que lloran a sus muertos.
A los trabajadores sanitarios que en la primera ola dieron muestras de un heroísmo desinteresado les desmoraliza ahora atender a hospitalizados que, en muchos casos, podrían haber sido vacunados, que podrían haber tenido cuidado, pero eligieron no hacerlo. El veneno lo penetra todo y una parte fue derramada a propósito.
Rebecca Solnit es columnista de The Guardian y autora de 'Los hombres me explican cosas' y 'La madre de todas las preguntas'.
Traducido por Francisco de Zárate.