Estoy escribiendo esto el día cero. Tras 24 horas de viaje, he vuelto a Reino Unido y estoy en el hotel que me ha asignado el Gobierno británico para hacer la cuarentena. Tengo que quedarme 10 días y 11 noches aislada en esta habitación. Por decirlo suavemente, el lugar tiene bastante de cuchitril: una mesa de fórmica gastada y descascarillada, unas cortinas viejas y un frío glacial. Estoy pagando 2.285 libras esterlinas por quedarme aquí (unos 2.690 euros).
¿Cómo es esto? Sentada en esta habitación, lo único que quiero es llorar. Mi desesperación se agrava al tomar conciencia de que mi maleta está llena de ropa de verano sin mangas, apropiada para el verano sudafricano pero no para el oscuro invierno de Birmingham. Llamo a recepción y me dicen que acaban de poner la calefacción, que la habitación estará caliente en 20 minutos y que tenga paciencia. Media hora después mis dientes siguen castañeteando, así que vuelvo a llamar para pedir que pongan la calefacción. Llamo una tercera vez y a la media hora traen un calefactor. Me veo obligada a colocarlo sobre la mesa porque la toma de corriente del suelo está rota.
No soy demasiado exigente con la comida aunque anhelo volver a comer en un plato de verdad. Todo llega en esos pequeños paquetes de comida de avión con cubiertos de madera. Ahora mismo, esto es lo que una consigue después de pagar 2.285 libras.
La lista roja
¿Cómo llegué hasta aquí? La explicación es que ya había pospuesto tres veces mi viaje a Sudáfrica, así que en cuanto el Gobierno británico sacó a Sudáfrica de la temida lista roja aproveché la oportunidad de visitar Ciudad del Cabo, la ciudad en la que nací y donde aún vive mi familia (incluidos mis padres, que tienen más de 90 años). El viernes 26 de noviembre, el último día de mi visita, recibí la noticia de que Sudáfrica había vuelto a entrar en la lista roja como recompensa por informar al mundo sobre la variante ómicron. Los vuelos se cancelaron rápidamente. El mío, también.
Necesitaba regresar a Reino Unido, así que reservé un vuelo con Ethiopian Airlines, vía Addis Abeba, y me sometí a una PCR antes de despegar. Ningún problema, asunto resuelto. El problema, y la lotería, fue navegar por el laberinto de formularios británicos para ubicar a los pasajeros. Tuve que reservar y pagar por un paquete de cuarentena sin saber a dónde me enviarían.
Mi primera esperanza era un buen hotel en el aeropuerto de Gatwick, en Londres. Esperé mucho para que me confirmaran. Llamé a la empresa que lo organizaba, me pusieron en espera y me dijeron que me llamarían. No me llamaron. Poco después me confirmaron que no me alojarían en Gatwick. “Lamentablemente, debido al nivel de demanda, no hay disponibilidad para las fechas seleccionadas”, dijeron. Al final conseguí reservar en otro hotel: mi destino era Birmingham.
La salida de Ciudad del Cabo fue sin problemas. Todo normal salvo el equipo de protección personal completo que llevaban los auxiliares de vuelo, con viseras, mascarillas y batas de manga larga desechables de papel.
El aeropuerto de Heathrow también fue un espectáculo surrealista. A los pasajeros que venían de países en la lista roja los llevaban a otro lado pero solo los separaba del resto una cinta de plástico. Debía de haber en torno a 1.000 personas en la sala de llegadas. Aquello estaba abarrotado. Algunos llevaban mascarilla, otros no, y muchos la tenían mal puesta. La ley no se hacía cumplir y perfectamente podía haber sido uno de esos eventos de contagio masivo.
Un negocio
Así es como llegué aquí, a Birmingham. Entiendo que hay que aislar a la gente y la necesidad de tomar precauciones porque seguimos viviendo en una pandemia. Pero lo que me molesta es la mala gestión de Reino Unido, sobre todo cuando hay alguien ganando dinero con todo este asunto.
Nada tiene demasiado sentido. Al quinto día ya he recibido una PCR negativa y no presento ningún síntoma, ¿por qué tengo que quedarme cinco días más? Luego está el impacto financiero: trabajo en una escuela, por medio de una agencia, y a este ritmo no voy a regresar a las clases hasta enero. Me estoy quedando sin unos ingresos que no puedo permitirme perder, especialmente ahora que tengo que pagar esta factura de 2.285 libras. Por ese dinero algunos consiguen el lujoso Sofitel de Londres. Yo he conseguido esto.
Pero no hay nada que hacer sino vivir cada día como viene. He pedido uno de esos dispositivos USB para conectarlo a la televisión y ver contenidos por streaming. Aquí estoy, contando las horas y viendo Netflix.
*Carla Stout es profesora de música, vive cerca de Staines, al oeste de Londres.
Traducción de Francisco de Zárate