Tina Turner: la formación de una revolucionaria del rock and roll

Daphne A Brooks

31 de marzo de 2018 19:07 h

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Tina Turner fue una gigante en una década que nos trajo los peinados de Elnett y el deslumbrante pop de los grandes estadios. Su fanfarronería, su sensualidad, el tono grave de su voz y su imparable energía fueron las señas de identidad de Turner y todavía evocan la euforia del rock and roll.

Pero a mediados de los ochenta, en el comienzo de su segunda carrera como solista, Turner también hizo historia por lograr todo eso siendo una artista afroamericana de mediana edad que había superado graves obstáculos personales y profesionales antes de llegar a la cima.

En colaboración con un grupo de compositores, productores y estrellas de rock británicos y blancos, entre los que figuran Mark Knopfler, Jeff Beck, o Ian Craig Marsh y Martyn Ware (miembros de Heaven 17), Turner se convirtió en una artista poco común capaz de traspasar las fronteras raciales y de género, emulando la universalidad conseguida por las tres superestrellas de los ochenta, Michael Jackson, Madonna y Prince, así como la de su amigo David Bowie, que en aquellos años también regresaba a la fama.

Tina Turner, la atrevida. La feroz. La sui generis. Tina Turner, no es un regreso, lleva años aquí. La Tina Turner de 1984 es la que muchos conocemos mejor, una tempestad en forma de pop. Pero a menudo, la radical vida en el rock que vivió antes de esos años queda oculta por su heroica e inspiradora biografía.

Es fácil recordar solo la parte del triunfo, absolutamente real, de su historia sentimental. Angela Bassett la convirtió en mito cuando la interpretó en Tina con unos atléticos bíceps que se adelantaron a los de Michelle Obama. En aquella película de 1993, la resistente Tina Turner escapa de un marido monstruoso. Pero la historia de su asombrosa inventiva en el mundo de la música se pierde por el camino.

Su singularidad como artista es innegable. Turner fusionó sonido y movimiento en un momento crítico de la historia del rock, explorando y reflejando las innovaciones tecnológicas de la nueva era de la música pop en los años 60 y 70. Turner se proyectó a sí misma en la vanguardia de una revolución musical que durante mucho tiempo había marginado y pasado por alto las pioneras contribuciones de las mujeres afroamericanas. Y se volvió a hacer a sí misma en una época en que la mayoría de los músicos pop entraban en el circuito de la música para viejos.

El carácter musical de Turner siempre estuvo compuesto por una fuerte combinación de misterio y luz, por una sensación de melancolía mezclada con una feroz vitalidad que a menudo flirtea con el peligro. Ideal para un musical de gran presupuesto.

El equipo creativo detrás de Tina: The Musical incluye a la galardonada dramaturga Katori Hall y a la directora Phyllida Lloyd, nominada a los premios Tony de teatro. Su colaboración representa lo que podría ser una nueva y bienvenida tendencia femenina en la cultura popular: mujeres contando historias de artistas musicales negras. Se me vienen a la cabeza la película biográfica que en 2015 hizo Dee Rees para HBO sobre la cantante de blues Bessie Smith (Bessie, protagonizada por Queen Latifah), y el documental nominado al Oscar de Liz Garbus sobre Nina Simone (What Happened, Miss Simone?).

Hall y Lloyd tienen la ventaja añadida de contar con los aportes de la propia Turner. Tener en el papel principal a Adrienne Warren, nominada a los premios Tony, promete una Tina llena de matices y registros.

Del público a la fama

Detrás de la volatilidad, del placer, del drama y de la audacia de Turner hay una historia. Nacida como Anna Mae Bullock el 26 de noviembre de 1939 en Nutbush (Tennessee), se mudó con su familia a San Luis cuando tenía 11 años. De adolescente frecuentaba con su hermana los clubes de rhythm & blues. Pasó de ser una de las fans del público a compartir el escenario con Ike y sus Kings of Rhythm en esa alianza que se convertiría en una historia de infamia del rock and roll, llena de abusos y de explotación física y emocional. Por no hablar de las frecuentes demostraciones públicas de dominación que hacía Ike.

Doblando a Tina y vistiéndola con pelucas de pelo largo para evocar la estética de los filmes de Tarzán, el personaje escénico que el controlador y dominador Ike buscaba para su futura esposa bebía deliberadamente del primitivismo usado por la vieja escuela de Hollywood en sus adornos. Ike quería ser el chulo de una Turner animal, silvestre, salvaje, y desenfrenada.

En aquellos años embriagadores, a algunas personas les costó entender por qué se resistía Turner, atrapada entre dos tipos de patriarcado, el de su propio hogar y el de un mercado del rock and roll que racializaba la sexualidad.

Tina Turner se sumergió con aquel espectáculo en la bohemia del rock de finales de los 60. Hubo actuaciones notables como cuando tocaron de teloneros de los Rolling Stones con una dolorosa interpretación de I've Been Loving You Too Long, de Otis Redding (registrada en Gimme Shelter, la película de los hermanos Maysles de 1970 sobre el concierto de Altamont).

En una secuencia insoportable, la cámara se centra en Tina cantando una canción de sufrimiento y de adicción al amor mientras acaricia el micrófono y pronuncia el sadomasoquista estribillo (“¡Pégame!”) con Ike merodeando en torno a la escena. A un lado, Mick Jagger observa lo que la profesora feminista negra Saidiya Hartman llamaría una “escena de sometimiento” interpretada para las masas.

Quince años después, durante una actuación de Turner y Jagger en el Live Aid, el cantante de los Rolling Stones le arrancaría su minifalda marca registrada en un movimiento que sintetizaba las vulnerabilidades raciales y de género a las que la artista se había enfrentado a lo largo de su vida.

En este contexto, la coreografía abandonada de go-go y de los pícaros pasos en alto (movimientos característicos y definitorios de Turner) pueden ser interpretados como estrategias personales de huida, una contundente articulación en la que Turner manifestaba el control sobre su propio cuerpo dentro de la estructura de dominio patriarcal.

Ella y sus hermanas de baile, las Ikettes, introdujeron una nueva forma de danza rock and roll que un día daría lugar al llamado “moverse como Jagger”, libre de la tradicional rigidez en las coreografías para grupos de mujeres.

Pero fue en la voz de Turner donde la palabra liberación se hizo presente de forma aún más evidente. En ella también cristalizaron los rebeldes cambios que vivía el rock and roll cantado de la época. Mientras Little Richard chillaba sus raros placeres y James Brown lanzaba sus gritos de rebelión funk (imitados por los británicos que los idolatraban), Turner convertía su áspero timbre y su valiente entrega en esa voz llena del nuevo y osado espíritu del fenómeno pop en evolución.

Como dice Kurt Loder en I, Tina, el best seller de las memorias que escribió junto a ella, la voz de Turner “combinaba la fuerza emocional de los grandes cantantes de blues con pura potencia capaz de rasgar el papel de las paredes, y parecía hecha a medida para la era de la amplificación”.

Su voz era lo bastante robusta como para igualar el alto voltaje del rock, esa nueva disciplina musical que ponía el volumen de la guitarra eléctrica al máximo. Como dijo la antropóloga Maureen Mahon, necesitaba que se “distinguieran las voces negras” del acompañamiento vocal femenino interpretado por artistas negras como Sweet Inspirations y como la notable Merry Clayton, de Gimme Shelter.

El poder de la voz de Tina

Turner se negó a quedarse en el acompañamiento. Su estilo de canto disonante era un rechazo total a ese papel y una declaración aparentemente deliberada de que, en vez de eso, ella podía fusionar su voz con los cautivadores sonidos modernos. Su voz incorporó a la música popular un nuevo tipo de efectos. “Saltos, desvíos, lapsus, uso del espacio y de la arquitectura... ambientes y modismos antagónicos, traídos desde momentos aleatorios de la historia del pop; el efecto es psicodelia”, describió el crítico Simon Reynolds.

En las memorias de Turner, Jagger diría lo mismo: “La voz de Tina era muy poderosa, y también muy auténtica, fácil de distinguir. El disco River Deep - Mountain High fue excelente porque ella tenía la voz necesaria para prevalecer sobre la llamada pared de sonido de Phil Spector”.

Al igual que su decidido baile, la voz de Turner era su puerta de escape, su arma y su brújula. Sabemos que brilló en la libertad de trabajar junto a Spector. “Ike siempre me tenía gritando y chillando en sus canciones, vendiéndolas”, escribió Turner en sus memorias. En contraste, Spector le pedía ceñirse a la melodía. “Sólo quería que cantara la canción. Era mi voz la que le gustaba, no los gritos. Me dijo que mi voz era extremadamente inusual... y que por eso quería grabarme”.

Ella atribuye a Spector haberse animado a usar su voz para contar una historia y no solo para generar el espectáculo que necesitaba la billetera de Ike.

Al final, la identidad que Turner se construyó en el rock and roll fue su puerta para salir del matrimonio con Ike y comenzar su carrera en solitario. Si bien el circuito del rock había sido un lucrativo mecanismo para ampliar la base de fans en el show de Ike y Tina (con versiones de bandas como los Beatles y la Creedence Clearwater Revival), fue Tina la que se volvió completamente hacia el rock cuando solicitó su divorcio en 1976. La cantante exigía su derecho a interpretar una música en la que las reinas del blues de los años 20 (Bessie Smith y Ma Rainey) habían allanado el camino. Una música que las rompecorazones de los años 40 y 50 (Sister Rosetta Tharpe y Big Mama Thornton) habían ayudado a inventar.

Turner hizo su propia interpretación del sonido negro y de la feminidad durante sus actuaciones de los años 70. En la adaptación que hizo de la ópera rock Tommy (1975) encontró un nuevo registro para su voz como “la reina de los ácidos”. Dirigió su atención hacia un nuevo conjunto de portadas (Under My Thumb, Let's Spend the Night Together, I Can See for Miles, Whole Lotta Love) para transformar esos relatos masculinos y a menudo misóginos de poder, deseo, independencia y destreza sexual en el sonido de una mujer valiente y sin límites, que se afirmaba sexual y socialmente.

Durante mucho tiempo, la heredera al trono de Turner ha sido Beyoncé, que en el año 2005 rindió homenaje a su antecesora durante la ceremonia anual de Premios del Kennedy Center: “De vez en cuando, cuando pienso en mi inspiración, pienso en las dos Tinas de mi vida, mi madre, Tina, y por supuesto, la increíble Tina Turner”.

Tres años después, durante la apertura del espectáculo de los Grammy 2008, esa celebración del amor continuó con una Beyoncé homenajeando la historia de las artistas musicales negras y terminando su popurrí presentando a la “reina” (un título que Aretha Franklin disputaría), que se balanceaba “agradable y suavemente” junto a ella. Es menos apropiado el tributo de Drunk in Love, la canción de Beyoncé y Jay-Z, cuando el rapero hace referencia a una escena de la biografía de Turner en la que Ike abusa de ella: “¡Cómete el pastel, Anna Mae!”.

Más allá de Beyoncé, el legado de Turner en el mundo del pop sigue siendo rico y variado. Desde el melancólico neosoul de Meshell Ndegocello (que recientemente lanzó una versión reflexiva, oscura y lúgubre de Private Dancer) a la subestimada cantante blanca de funk Nikka Costa. En la versión de 2005 que Costa hizo del hit Funkier Than a Mosquito's Tweeter, de Ike y Tina, la cantante logró replicar lo que era una de las marcas registradas del dúo, un funk combativo y frontal, desagradable, todo sudor y enfrentamiento.

Reconocemos el atrevido y sofisticado pavoneo de Turner cada vez que Rihanna sube al escenario. La incondicional gesticulación y sensación de impredecibilidad de la rapera Cardi B también debe algo a Turner. En esta era del #MeToo en que las mujeres del pop reclaman su lugar sin pedir disculpas, Tina: The Musical nos recuerda a la hermana que, piernas incluidas, abrió de una patada la puerta para que llegara este momento.

Daphne A Brooks es profesora de Estudios Afroamericanos en la Universidad de Yale

Traducido por Francisco de Zárate