El triunfo de los talibanes en Afganistán deja al descubierto la magnitud de la soberbia de Occidente
Aquí se termina la grotesca ilusión de Occidente de que usando su poder militar podía llevar a Afganistán hacia una democracia estable. A la sombra de las Torres Gemelas envueltas en llamas, fui una de las participó en la corriente que aseguraba que “había que hacer algo”, aquella marcha a favor de una guerra que acabara con el terror y liberara a los pueblos oprimidos. Hemos recibido una amarga lección.
Qué engañosamente fácil fue el triunfo de 2001, tras el cual los combatientes talibanes huyeron para quedarse en un segundo plano, mezclados con la población civil mientras murmuraban “ustedes tienen relojes, nosotros tenemos tiempo”. Ahora acaban de hacer retroceder el reloj 20 desperdiciados años.
Un año después de aquel “triunfo” vacío, yo estaba en Afganistán en busca de señales de transformación cultural y progreso social. Pero quedaba claro que Occidente no tenía ni la voluntad política, ni la generosidad financiera, ni la capacidad de atención para hacer frente a su propia retórica rimbombante.
Recordad cuán pretenciosa era su oratoria. “Este es un momento que hay que aprovechar”, dijo Tony Blair en una conferencia del Partido Laborista en octubre de 2001. “El caleidoscopio se ha agitado. Las piezas están cambiando. Pronto volverán a asentarse. Antes de que lo hagan, permítannos reordenar el mundo que nos rodea… Solo el poderío moral de un mundo que se comporta como una comunidad puede hacerlo. Con la fuerza de nuestro esfuerzo conjunto, logramos más que lo que cada uno puede alcanzar por su cuenta”.
Era una visión poderosa y conmovedora, aunque peligrosamente errónea. Dudo que alguien alguna vez vuelva a hablar de “reordenar el mundo”, a excepción de los yihadistas. Ya no hay más “soldados cristianos marchando con valor”, como dice el himno. Finalmente, aquí se termina el siglo americano (aunque puede que lo que llegue sea peor).
De acuerdo con la doctrina Blair –plasmada en su discurso de 1999 en Chicago, con el que buscaba persuadir a Bill Clinton y a la OTAN para que lucharan contra las expulsiones masivas de albaneses en Kosovo–, existía la obligación moral de intervenir: haz lo correcto donde puedas hacerlo.
Pero Afganistán no cumplía con dos criterios de la doctrina: la acción debe ser “llevada a cabo con prudencia” y solo si se está preparado para perdurar “a largo plazo”. La invasión y la ocupación de Afganistán no fue “prudente” ni hubo nunca suficiente compromiso político ni financiero para que “perdurara”.
La “guerra eterna” de 20 años ya le parecía demasiado a Joe Biden igual que a la opinión pública estadounidense, según las encuestas. Pero ni dos billones de dólares ni las vidas de más de 2.400 soldados estadounidenses han sido suficientes. El gurú tardío de la derecha estadounidense Charles Krauthammer –que en una ocasión llamó a su país “un imperio singularmente benigno”–, junto con otros contribuyentes de la OTAN, otorgó al presidente Hamid Karzai un primer presupuesto de 460 millones de dólares para un país entonces de 22,6 millones. Esta cifra se acercaba más al presupuesto de una pequeña autoridad local británica que a cualquier cosa que sirviera para crear un nuevo Afganistán.
Promesas imposibles
Así fue imposible “reordenar” lo que el Banco Mundial llamó el “Estado más miserable del mundo”, rodeado de territorios beligerantes y con una historia marcada por la guerra. Los políticos de Occidente estaban dispuestos a dejarse engañar por los encantadores líderes de Kabul educados en Occidente, que prometían lo imposible: arrancar de raíz la corrupción y crear una administración eficiente, incluso cuando dejaban la milicia en manos de señores de la guerra y el presupuesto para las fuerzas de seguridad se desvanecía en el aire. Aquello fue una imprudencia, un pensamiento ilusorio y soberbio sobre una cultura y una sociedad que, según creían, los foráneos podrían “reordenar”.
La invasión trajo consigo no solo el choque de culturas, sino también el choque de riquezas. Las ONG y la multitud de extranjeros provocaron que los precios de los alquileres se dispararan, al ocupar las únicas casas decentes en Kabul que quedaban en pie. Competían para hacer el bien: cada país llevaba su propio proyecto para las mujeres.
El indignado ministro de obras públicas, que ganaba 35 dólares al mes, me dijo que le echara un vistazo a los coches de los oficiales extranjeros y de las ONG: “¡Quédate al lado de mi ventana y verás pasar 200 Land Cruiser blancos por hora! Están gastándose nuestro dinero”. Un trabajador humanitario local resumió así el choque entre pobres y ricos: “Esperan que haya patatas Pringles en todos lados”.
Cualquier esperanza sobre Afganistán se apagó por la guerra de Irak. Un año después de la invasión, no solo los militares, sino también las ONG y todos los parásitos ambiciosos de las zonas de guerra estaban listos para lo siguiente. “Ahora toca Bagdad”, decían alegremente algunos periodistas y ONG mientras los canales y emisoras estadounidenses se marchaban, a medida que la novedad se iba enfriando. “No se vayan”, rogaban los líderes afganos.
El ministro de la mujer, un profesor de Derecho que había regresado al país, me advirtió de la fragilidad de los nuevos derechos de las mujeres. “Si nos dejan, los fundamentalistas se alzarán de nuevo”, dijo. Así de potente persistía ese miedo en mi siguiente visita, hace ocho años: los afganos vieron que los líderes de Occidente querían retirarse. Lo mismo percibieron los pacientes talibanes.
Odio patológico a las mujeres
Los talibanes y su odio patológico hacia la mujer no surgen de la nada. La estructura patriarcal de la sociedad afgana es evidente. Las mujeres siguen cubiertas con burkas que les dificultan la visión, ya que cuando los usan solo pueden ver a través de una abertura en forma de rejilla. Los hombres las siguen tratando como objetos irritantes, quitándolas de su camino en las calles a los empujones.
“Salvar a las mujeres” era la razón por la cual muchos de nosotros apoyábamos la invasión. Ya había habido muchas mejoras en sus trabajos y en sus vidas, en especial para aquellas que había recibido educación.
Nada resultaba más conmovedor que ver a cientos de niñas apretujadas en los bancos dentro de una polvorienta tienda de campaña, ansiosas por aprender, recitando las letras escritas en una pizarra durante turnos de tres horas. Eso es un logro, no una oportunidad perdida, y sus efectos perdurarán durante toda la vida para aquellas que se vieron beneficiadas.
¿Pero ahora? Dos escuelas para niñas habían sido bombardeadas la semana anterior a mi primera llegada y, a comienzos de este año, 85 niñas murieron en una explosión en una escuela. Hoy en día solo un tercio de las mujeres en Afganistán sabe leer.
Escuchad las voces de las periodistas aterradas, sin importar lo que los talibanes digan al mundo esta semana.
¿Qué logros pueden verse tras estos 20 años? Afganistán comenzó el 2021 con 18,4 millones de personas necesitadas de ayuda humanitaria. La esperanza de vida ha aumentado, aunque con el mismo ritmo de antes. El PIB apenas ha crecido en comparación con los de otros países de bajos ingresos.
Sin embargo, las cifras del Banco Mundial no incluyen la principal exportación: opio. El área destinada a su cultivo aumentó un 37% el año pasado, según la ONU. La incansable “guerra contra las drogas”, en la que Estados Unidos bombardeó laboratorios de heroína, apenas afectó el negocio de los cultivadores de opio.
Afganistán es la fuente del 95% de los opiáceos que circulan en las calles de Europa. Así es como los talibanes y los señores de la guerra se financian. De ahí viene su poder. La corrupción endémica del país recibiría un golpe mortal si ese intercambio global fuese legalizado.
Acabar con la fallida prohibición de las drogas, que alimenta la corrupción en los países más pobres, es una medida poderosa que Occidente podría comenzar a considerar. Junto con la tarea urgente de recibir refugiados afganos, se trata de un “reordenamiento” genuino que sí podríamos darle al país. El otro “reordenamiento” consiste en aprender la amarga lección sobre realpolitik de la doctrina Blair: sin la capacidad ni la voluntad, su idea de “poderío moral” llama al desastre.
Traducción de Julián Cnochaert
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