Trump, Putin y Xi: un año propicio para los líderes duros y autoritarios
Este ha sido el el año del hombre fuerte, del tipo duro que lidera con vena despiadada y un gran ego. En Moscú, Vladímir Putin, un modelo a seguir para la categoría, reforzó su fuerte control de la política interna al tiempo que intensificaba la “guerra de influencia” ciberdigital que Rusia libra contra Occidente.
En Pekín, el presidente de China, Xi Jinping, alcanzó una especie de inmortalidad cuando sus pensamientos poco originales se consagraron en la Constitución del Partido Comunista.
En Washington, Donald Trump inició una parodia de la presidencia estadounidense combinando ignorancia y poder en niveles alarmantes.
Los pesos pesados atrajeron una cohorte de emuladores e imitadores, “pequeños grandes hombres” como Kim Jong-un, el inexperto dictador norcoreano poseedor de un arsenal nuclear, y como Rodrigo Duterte, el presidente homicida de Filipinas. Recep Tayyip Erdogan, el colérico presidente de Turquía, trabajó con tesón para desmantelar la tradición democrática laica de su país utilizando el fallido golpe de Estado de 2016 como excusa. El joven príncipe Mohamed bin Salman, líder no coronado de Arabia Saudí y aparente reformista, cometió una serie de torpezas en el tablero de poder regional.
El corolario del ascenso del hombre duro ha sido la sensación de debilitamiento de las democracias occidentales y el desmoronamiento del orden jurídico y estratégico internacional creado en la posguerra. El creciente poder de la China y su gobierno por un solo partido, la propagación generalizada del autoritarismo y la regresión nacionalista y crispada dentro de Europa han colocado el dilema sobre la mesa.
Las dificultades de Occidente se han visto agravadas por la incertidumbre en torno a cómo relacionarse con Trump y a la supervivencia en esta nueva y confusa era en la que el liderazgo global estadounidense se está debilitando.
Amenaza nuclear
Corea del Norte se erigió en el problema de seguridad internacional más peligroso de 2017. El desarrollo por parte de Pyongyang de armas nucleares y misiles balísticos de largo alcance, en claro desafío a la ONU y a los países vecinos, no es un fenómeno nuevo. Lo que cambió en 2017 fue la yuxtaposición en rincones opuestos de dos líderes volátiles, insensatos e inexpertos: Kim Jong-un y Donald Trump.
Consciente de que el Trump de campaña había amenazado con derrocar a su régimen, Kim Jong-un (en el poder desde 2011, cuando murió su padre) parecía decidido a poner a prueba el temple del nuevo presidente de Estados Unidos. A una serie de lanzamientos de misiles de prueba, algunos cerca de Japón, le siguió en septiembre la primera prueba subterránea de una poderosa bomba de hidrógeno.
Desde entonces, Corea del Norte ha amenazado con otra prueba nuclear, esta vez en la atmósfera y sobre el Pacífico, posiblemente cerca del territorio estadounidense de Guam. Pyongyang ahora dice que tiene la capacidad de atacar cualquier parte de Estados Unidos, algo que Washington había prometido evitar.
La respuesta de Trump fue contradictoria desde el primer momento. Mantuvo la perspectiva de negociaciones con Pyongyang, e incluso de un encuentro personal con Kim, y criticó a Japón y a Corea del Sur por no hacer lo suficiente para defenderse. En otro momento, amenazó con “destruir totalmente” Corea del Norte. Se rió de Kim llamándolo “pequeño hombre cohete” y “cachorro enfermo” y reprendió a su ministro de Asuntos Exteriores, Rex Tillerson, por perder el tiempo buscando una solución diplomática.
Para no quedarse atrás, Corea del Norte apodó a Trump “viejo lunático” y “viejo chocho”.
Durante su gira por Asia en 2017, Trump prometió solidaridad con Corea del Sur y Japón, donde Shinzo Abe, primer ministro y partidario de la línea dura, ganó la reelección en octubre gracias en parte a la preocupación por Corea del Norte. Pero la insistencia del enfoque de Trump tratando de inducir a China, único aliado influyente de Corea del Norte, para que presione a Kim y así lograr el desarme produjo resultados contradictorios.
Si bien Pekín apoyó sanciones más duras de la ONU, se negó a cortar el vital suministro de petróleo a Pyongyang. Xi siguió mostrándose reacio a un enfrentamiento directo con Kim por temor a la inestabilidad que causaría el derrumbe del régimen y porque China no desea ver a una Corea reunificada aliada de Estados Unidos.
La crisis coreana tiene la capacidad de volver a la palestra en cualquier momento, como demostró otra provocadora prueba de misiles de largo alcance de noviembre. Trump ordenó una concentración de poder militar por aire y mar alrededor de la península, y bombarderos estadounidenses con armas nucleares “perturbaron” las defensas norcoreanas.
Una política tan arriesgada es extraordinariamente peligrosa, ya que podría hacer pensar a Kim que está a punto de ser atacado. El entrenamiento en Corea del Sur de fuerzas especiales cuyo único propósito es “decapitar” el régimen de Pyongyang probablemente aumente su paranoia. Un error momentáneo de cálculo por cualquiera de los dos lados podría significar un desastre.
Una China en expansión
La relación de Trump con Xi, al que invitó en abril a una primera cumbre para conocerse en sus propiedades de Florida y con el que se reunió otra vez en Pekín en noviembre, resultó ser algo desequilibrada en favor de Pekín. El líder norteamericano había condenado a China durante su campaña electoral y llegó a clasificarla como un “enemigo” por supuestas prácticas comerciales desleales.
Pero en Pekín, elogió a Xi por ser más inteligente que los anteriores gobiernos estadounidenses en materia de comercio. Parecía exageradamente impresionado por el indudable reforzamiento del poder interno de Xi, confirmado en el congreso del Partido Comunista en octubre.
En el congreso, Xi celebró una “nueva era” de prosperidad y poder global chino. Dijo que China se transformará en una “poderosa fuerza” en el mundo. “Será una era que verá a China acercarse más al centro del escenario y hacer mayores contribuciones a la humanidad”, fueron sus palabras.
Las implicaciones potencialmente negativas de estas “contribuciones” para el dominio estratégico estadounidense de posguerra en la región de Asia y el Pacífico, así como la influencia y los intereses occidentales en África y América Latina, eran dolorosamente obvias.
Pero aparentemente no fue así para Trump. Al priorizar un acuerdo sobre Corea del Norte, el presidente estadounidense dio a Xi vía libre en el tema comercial y no se enfrentó a él, por ejemplo, por el expansionismo militar ilegal de su país en el Mar del Sur de China, por las amenazas a Taiwán, por la subyugación del Tíbet, por el enorme déficit democrático del país o por su terrible historial en materia de derechos humanos.
Al retirarse de la Alianza Transpacífico, Trump dio a los chinos otra oportunidad de seguir con su avance. No es de extrañar que Trump sea apreciado en China. Pero Xi ni siquiera le concedió una gran mejora en relación con Corea del Norte.
Un Trump combativo
Xi no fue el único líder en aprovechar la ingenuidad de Trump, su preferencia por el autoritarismo y su egoísmo fácil de explotar. Putin pareció convencer a Trump de que Rusia era un socio digno de confianza para resolver problemas como el de Siria, a pesar del apoyo de Moscú al régimen de Bashar al-Asad en Damasco y a su presunta implicación en ataques con armas químicas y otros crímenes de guerra.
Putin presionó para que se levantaran las sanciones impuestas tras la anexión rusa de Crimea en 2014 y la intervención militar aún no resuelta en Ucrania. Para consternación de Europa, Trump se mostraba comprensivo. Le persuadieron de que no siguiera adelante, por el momento.
Tal vez lo más sorprendente de todo fue que Trump contradijo los hallazgos de sus propias agencias de inteligencia y aceptó las garantías de Putin de que Rusia no había intervenido en las elecciones presidenciales de 2016 para perjudicar a su rival, Hillary Clinton.
A pesar de la investigación federal por un consejero especial, Robert Mueller, de numerosas investigaciones del Congreso y de declaraciones de culpabilidad de exasesores, Trump continuó negando cualquier conexión rusa y denunciando las denuncias como “noticias falsas”. Las relaciones comerciales de Trump con rusos bien conectados, que se remontan a los años 90, también fueron objeto de escrutinio.
Este mes, el acuerdo del exconsejero de Seguridad Nacional Michael Flynn de cooperar con los fiscales llevó el escándalo hasta el corazón de la Casa Blanca. Si aparecen pruebas firmes de una conspiración, encubrimiento u obstrucción a la justicia, lo siguiente podría ser un proceso de destitución de Trump.
En los titulares negativos, los primeros 11 meses de Trump en el cargo pueden haber marcado algún tipo de récord. Su veto migratorio dirigido a ciudadanos de países musulmanes fue rechazado en varias ocasiones por los tribunales, aunque a principios de este mes el Tribunal Supremo dictaminó que se puede imponer si se resuelven los múltiples problemas de la ley.
Su negativa a condenar la violencia de los nacionalistas de extrema derecha y los supremacistas blancos de Charlottesville, en Virginia, provocó protestas. Sus críticos lo llamaron racista y fanático encubierto. A su vez, las divisiones nacionales de Estados Unidos se vieron impulsadas por la malhumorada denuncia de Trump contra los jugadores de la NFL que se arrodillaban al principio de los partidos durante la interpretación del himno para poner de relieve la violencia desproporcionada ejercida contra los negros.
Trump rara vez perdió la oportunidad de empezar una pelea, llevando las “guerras culturales” de Estados Unidos hasta un nivel superior. Este mes usó su cuenta de Twitter para insultar gratuitamente a una aliada cercana, Theresa May.
Sin embargo, a pesar de la ventaja de un Congreso controlado por los republicanos, el programa legislativa de Trump, en particular la reforma sanitaria, no llegó a ninguna parte, con la excepción de la ley que reduce los impuestos a las empresas y los más ricos. Al no haber logrado alianzas políticas legisló a través de decretos de dudosa validez. La Casa Blanca de Trump tuvo dimisiones de alto nivel y despidos.
Trump terminó 2017 como posiblemente el presidente más impopular y menos respetado de la historia. También estableció otro récord: jugó más tiempo al golf que ningún otro predecesor.
Elecciones en Europa
Europa sobrevivió a un año de inusuales turbulencias políticas, pero sus problemas distan mucho de estar resueltos. En la apertura del año hubo una marea populista creciente generada por los temores sobre la inmigración, las ansiedades económicas, el euroescepticismo, la pérdida de identidad y la pura y simple xenofobia.
Pero a pesar de las predicciones en sentido contrario, el centro se mantuvo en las elecciones de Holanda, Francia y Alemania. Al comentar el rechazo de los votantes a la extrema derecha islamófoba, Mark Rutte, el primer ministro holandés, declaró:“¡Holanda ha dicho basta!”.
Pero la triunfante elección de Emmanuel Macron como presidente de Francia se vio matizada por los importantes avances logrados por Marine Le Pen, la líder del Frente Nacional, que quedó en segundo lugar con un 34% del apoyo. Si Macron no logra las reformas que prometió y el año termina con su índice de aprobación en descenso, Le Pen podría estar bien situada para sustituirlo la próxima vez.
Del mismo modo, en Alemania, los democristianos de Angela Merkel repitieron como el principal partido en septiembre. Pero parte de sus votantes se fue al partido de extrema derecha Alternativa para Alemania, mientras que los socialdemócratas de centroizquierda fueron aplastados. Al terminar el año, Merkel todavía luchaba por formar un nuevo Gobierno de coalición.
La agitación política en Alemania, sin precedentes en la posguerra, es un factor más en el nerviosismo que vive la UE. Reino Unido está concentrado en la negociación del Brexit, que solicitó formalmente en marzo con fecha de salida en 2019. Para completar la incertidumbre, el gobierno conservador de May perdió su mayoría parlamentaria en las mal concebidas elecciones anticipadas de junio. En Italia, una alianza de derechas supervisada por Silvio Berlusconi, el desacreditado ex primer ministro, se prepara para el regreso en 2018.
En España, una declaración de independencia de los dirigentes separatistas catalanes fue rechazada por el gobierno unionista de Mariano Rajoy. En Europa oriental, creció el euroescepticismo. Los gobiernos de Polonia y de Hungría se enfrentaron a la Comisión Europea por derechos civiles y medios de comunicación. Los Estados bálticos se preocuparon por la seguridad y la OTAN desplegó tropas en las zonas fronterizas.
Las intenciones de la Rusia de Putin parecen cada vez más peligrosas para toda Europa. Moscú fue acusado de utilizar ciberataques, desinformación, manipulación de los medios sociales y otras “medidas activas” para socavar y desestabilizar a todas las democracias occidentales, no sólo la de Estados Unidos.
En Gran Bretaña, Theresa May dijo en un duro discurso pronunciado en noviembre que Putin estaba “convirtiendo la información en un arma”. “Rusia, sabemos lo que estás haciendo”, dijo. A final del año se han presentado peticiones en Gran Bretaña para investigar las denuncias de que el dinero ruso, los trolls y los bots de Internet influyeron en el resultado del referéndum por el Brexit de 2016. En la propia Rusia, el Gobierno intensificó la intimidación de políticos opositores y medios de comunicación independientes antes de la esperada reelección de Putin en marzo de 2018.
Asediada por la agitación interna, Europa prestó menos atención y ejerció menos influencia en las crisis de su periferia. Las relaciones con Turquía se deterioraron en medio de las peleas con Erdogan sobre los derechos humanos. El flujo de refugiados y de emigrantes económicos de Siria y del norte de África se ralentizó, debido en parte a las polémicas medidas respaldadas por la UE para contener a los emigrantes en los campamentos de Libia. Pero hubo predicciones de que el 2018 podría traer otra gran oleada.
Europa quedó marginada, con Rusia e Irán pasando por alto la ONU para unir fuerzas y definir un posible acuerdo en Siria que mantendría a Asad en el poder. El protagonismo iraní en la guerra, su creciente influencia en Irak y Líbano y su apoyo a los rebeldes hutíes en Yemen no han provocado respuestas eficaces por parte de Occidente.
Trump agitó aún más la olla y enfureció a los palestinos reconociendo la disputada y dividida Jerusalén como la capital de Israel y anunciando planes para llevar allí y desde Tel Aviv la embajada de EEUU. También pronunció un discurso típicamente belicista en la ONU, amenazando con romper el acuerdo nuclear multilateral de 2015 con Teherán. Dejó a Arabia Saudí, bajo la dirección del príncipe Salman, tomar medidas concretas para desafiar las ambiciones regionales de Irán.
Pero la intervención militar liderada por los saudíes en Yemen, en particular el bloqueo de sus puertos, no consiguió sino exacerbar la crisis humanitaria. Fracasó un enrevesado intento en el Líbano de hacer retroceder a Hizbolá, aliado de Irán. Y las sanciones económicas y diplomáticas saudíes para obligar a Qatar a renunciar a sus vínculos con Irán tuvieron el efecto contrario.
En medio de toda esta agitación fracasó el inoportuno intento de los kurdos iraquíes de crear un Estado independiente. Si hay algo predecible para Oriente Medio es la creciente confrontación en 2018 entre Irán y Trump, respaldada por Israel.
Ataques terroristas
Muchos conflictos y problemas preexistentes persistieron o empeoraron en 2017. La guerra civil de Siria se prolongó sin piedad. En abril, Trump lanzó un ataque con misiles contra un presunto depósito de armas químicas, pero por lo demás ignoró el conflicto.
En Afganistán, el impacto de la insurgencia empeoró considerablemente. Tras 16 años de guerra, las bajas civiles alcanzaron niveles récord, según las cifras de la ONU. Hubo un aumento del 43% en muertes y lesiones atribuidas a los ataques aéreos de Estados Unidos y Afganistán. Los talibanes fueron culpados de dos tercios del total. Las cifras afganas reflejan una tendencia más amplia.
Bajo Trump, los militares estadounidenses han incrementado enormemente el uso de drones armados, particularmente en Somalia, donde los aviones no tripulados atacaron al grupo terrorista al-Shabaab.
Las nuevas tácticas no detuvieron los ataques terroristas. En Mogadiscio, centenares de personas murieron por la explosión de un camión bomba particularmente devastador en octubre. En el Sinaí septentrional de Egipto, más de 300 fieles musulmanes sufíes fueron asesinados por un grupo vinculado al Estado Islámico (EI).
Los terroristas también golpearon a los países implicados en la campaña internacional contra ISIS. El horror llegó a Londres, Manchester, Barcelona, París, Ankara, Teherán y Nueva York. A medida que ISIS fue desplazándose lentamente de sus bastiones en Raqqa y Mosul, aumentó la preocupación de que sus partidarios se estaban reagrupando en el norte de África o volviendo a los países de origen en Europa y Asia.
El año también tuvo su ración de desastres humanitarios, provocados o no por el hombre. La guerra, la hambruna y las enfermedades devastaron aún más Sudán del Sur, mientras que Yemen sufrió un destino similar, totalmente evitable.
En Myanmar, una campaña de limpieza étnica dirigida por el Ejército expulsó a un gran número de musulmanes rohingyas que huyeron hacia Bangladesh. El sufrimiento resultante trajo consigo duras críticas a la dirigente civil de Myanmar, la Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, por parte de los que no llegan a entender sus limitados poderes en un país aún dominado por los generales.
Huracanes destructivos vinculados al calentamiento global azotaron el Caribe y el sur de Estados Unidos, mientras que olas de calor e incendios forestales castigaron Australia y California. Un terremoto sacudió México en septiembre, matando a 369 personas. Para consternación de los activistas, un estudio demostró que las concentraciones de CO en la atmósfera aumentaron a velocidades récord.
Mientras tanto, Trump se retiró del acuerdo de cambio climático firmado en París en 2016. Aun así, muchos estados y ciudades estadounidenses prometieron adherirse a los objetivos de París, mientras que el resto del mundo decidió unánimemente ignorar a la Casa Blanca.
En Europa, los coches eléctricos ganaron mayor aceptación, la tecnología de almacenamiento de las baterías avanzó y los fabricantes de coches anunciaron planes para eliminar progresivamente los modelos de gasolina y diésel.
Hubo muchas otras luces de esperanza y progreso. En julio, 122 países votaron en la ONU para apoyar un nuevo tratado de prohibición de las armas nucleares, una declaración simbólica, pero poderosa. En noviembre, el tribunal internacional de La Haya condenó al exgeneral serbio Ratko Mladic a cadena perpetua por genocidio durante la guerra de Bosnia, aunque, en general, fue un año desalentador para el Derecho internacional.
Brasil y Colombia, recuperándose de profundos escándalos de corrupción, el primero; y de una guerrilla insurgente, el segundo, convocaron unas elecciones en 2018 para fortalecer su posición. Las perspectivas de una Venezuela económicamente tocada fueron menos alentadoras. La decisión del combatido presidente socialista Nicolás Maduro de nombrar a un político de su partido como jefe de la petrolera estatal PDVSA alentó los rumores de que las exportaciones petroleras, vitales para el país, podrían caer. Eso elevaría los precios del crudo en el mercado mundial para 2018.
Sudáfrica vio crecer la furia popular por la cleptocracia y la corrupción asociadas con la presidencia del ANC de Jacob Zuma. Y en Zimbabue, el anciano déspota Robert Mugabe fue retirado pacíficamente del poder, haciendo que tiemblen en sus asientos los obstinados autócratas de Uganda y otros países.
Traducido por Francisco de Zárate