La vacuna rusa: ¿Es segura? ¿Funcionará?

La carrera por encontrar una vacuna contra la COVID-19 no está siendo la más ejemplar; ya ha estado, en algunas ocasiones, impulsada por un cierto “nacionalismo de la vacuna” contra el que ha advertido la Organización Mundial de la Salud, a la que se ha acusado de invertir tanto en su propio prestigio e interés como en salud pública mundial.

El anuncio de Rusia sobre el registro de su vacuna, bautizada como Sputnik V, responde a lo que tantos en el mundo esperan de este país. Afirman que es segura y está lista para producción e inoculación incluso antes de desarrollar ensayos clínicos de seguridad a gran escala -conocidos como fase 3 y que pueden durar meses-.

En medio del deseo en todo el mundo de volver a la normalidad de antes de la pandemia, cualquier vacuna podría parecer una luz al final del túnel. Pero, ¿lo es? La realidad es que no todas las vacunas tienen la misma efectividad.

Algunas, como las variaciones reiteradas de la vacuna contra la gripe estacional, pueden describirse como, en el mejor de los casos, mediocres en cuanto a la protección que ofrecen. Incluso las mejores vacunas -como la desarrollada contra la poliomielitis por Jonas Salk en la década de 1950- tardaron en ofrecer inmunidad generalizada a la población de los Estados Unidos.

Por el momento, y a pesar de las afirmaciones -a menudo anecdóticas- de los funcionarios rusos, el progreso de su vacuna, pase lo que pase con lo que prometen, viene marcado por la opacidad preocupante y ciertas cuestiones éticas.

Como dijo la Asociación Rusa de Organizaciones de Ensayos Clínicos a finales de mayo -después de que el director del Instituto Gamaleya dijera que habían probado la vacuna en ellos mismos- los primeros ensayos se realizaron en “violación flagrante” de las normas que rigen los procesos de investigación científica bajo una inmensa presión encaminada a “complacer a los que están en el poder”.

En los ensayos realizados con voluntarios, algunos militares, también han surgido cuestiones éticas, entre ellas si algunos habían recibido presiones para participar o si sentían presión para omitir posibles efectos secundarios, dada la diferencia en las respuestas dadas por los militares y los civiles.

Otro problema que se avecina es el de seguir adelante con la producción en masa aún cuando no se han completado los ensayos de fase 3. El objetivo de los ensayos de fase 3 es probar dos cosas: tanto la eficacia como la efectividad de la vacuna en una muestra lo más amplia posible y en la que se consideran y evalúan los efectos secundarios que planteen riesgos. Quizás lo más grave de todo sea que a pesar de las sugerencias en sentido contrario, se sabe poco sobre la utilidad de esta vacuna.

Las autoridades rusas han mostrado la esperanza de que la respuesta provocada por los anticuerpos pueda durar hasta dos años. Pero falta una confirmación sólida con pruebas que lo respalden. De hecho, queda mucho por saber sobre el tiempo que los anticuerpos contra el coronavirus duran en el cuerpo o qué protección ofrecen.

Tampoco queda claro cuánta protección dará a los grupos más vulnerables. Existe el peligro de que una vacuna parcialmente eficaz ofrezca a gobernantes y gobernados falsas esperanzas sobre el fin de la pandemia. Eso podría acarrear que se levantaran de manera precipitada las medidas de contención.

Con carácter más general, Michael Kinch, un experto en desarrollo de medicamentos, declaró la semana pasada al Washington Post que, comparando el desarrollo de las primeras vacunas COVID-19 con los primeros medicamentos para el VIH: “Hay que prepararse para la idea de que no tendremos una vacuna muy buena. Creo que la primera generación de vacunas puede ser mediocre”. Después está la necesidad de no equivocarse en materia de seguridad.

Incluso la vacuna contra la polio no estuvo exenta de ese tipo de problemas. Y eso que fue desarrollada en una época previa al nacimiento del movimiento anti-vacunación. En 1955 tuvo lugar el incidente Cutter: un lote de la vacuna fabricado incorrectamente contagió la polio en lugar de inmunizar frente a ella.

Una mala vacuna, lejos de ayudar, podría en última instancia fomentar la indecisión de la ciudadanía ante vacunas posteriores que sean realmente eficaces, sugiere Matthew Schmidt, experto en Rusia de la Universidad de New Haven. “Mi temor es que Putin acabe por reducir el número de personas dispuestas a tomar cualquier vacuna - incluso entre los propios rusos. Falsear el proceso científico perjudica la percepción de la vacuna como un instrumento seguro en todas partes”.

“El problema con cualquier vacuna rusa es que el modo en que ha sido probada socava la confianza del público. Aunque funcione es poco probable que se adopte de manera generalizada en el resto del mundo. El temor a que no sea segura podría incluso avivar el movimiento antivacunas y aumentar el número de personas que se niegan a ser inoculadas porque alimentaría teorías de la conspiración en Estados Unidos y otros países”.

Traducido por Alberto Arce