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Viaje al epicentro de la revuelta en Perú: “Lucharemos hasta el final”

Una mujer indígena proveniente de la población cuzqueña de Ollantaytambo en una manifestación contra Boluarte en Lima.

Tom Phillips

Sicuani (Perú) —

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Uno a uno, los campesinos rebeldes suben al podio improvisado que han levantado sobre una barricada de tierra de 1,80 metros, para declarar su determinación de derrocar a la presidenta de Perú, Dina Boluarte. “Hermanos y hermanas, nuestro Perú nos necesita más que nunca”, dice Nilda Mendoza Coronel, una campesina de 35 años, a los cientos de huelguistas que se han congregado bajo un implacable sol matutino. “¡Lucharemos hasta el final, carajo!”, grita Mendoza, con la ayuda de un megáfono. “¡Nadie detendrá nuestra lucha!”, alienta.

Otro orador, Aparicio Meléndez, insta a la multitud en la ciudad andina de Sicuani a ignorar los avisos de que el Ejército está llegando con el objetivo de sofocar la revuelta.

“Nos quedaremos aquí hasta que gasten su última bala”, promete este ganadero de 55 años, mientras contempla la protesta que bloquea la carretera de 1.500 kilómetros que atraviesa los Andes peruanos. Detrás de la barricada, alguien ha pintado dos palabras sobre el asfalto: “Insurgencia popular”.

“Ya basta”

Sicuani se encuentra en el epicentro de la insurrección que desde hace siete semanas se enfrenta a la presidenta peruana, Dina Boluarte, y a la élite política del país. El movimiento se inició a principios de diciembre, tras la destitución y detención del presidente de izquierdas Pedro Castillo, acusado de intentar dar un golpe de Estado.

En los últimos tiempos, América Latina y el Caribe se han visto sacudidas por vientos políticos extraños y violentos, como el asalto de extrema derecha en Brasil, el colapso político y social en Haití y las protestas tras la detención de uno de los líderes de la oposición más destacados de Bolivia. Pero en ningún lugar la agitación ha sido tan generalizada y mortífera como en Perú, donde al menos 58 personas han muerto desde la dramática caída de Castillo.

Desde la destitución del presidente, enormes franjas del cuarto país más poblado de Sudamérica han estado paralizadas por protestas y bloqueos de carreteras. Sus partidarios –y los indignados por la respuesta letal del Gobierno–  han salido a las calles para exigir la dimisión de Boluarte, nuevas elecciones y justicia para las decenas de personas a las que presuntamente han matado las fuerzas de seguridad.

The Guardian ha recorrido la región más afectada, situada entre las ciudades andinas de Cuzco y Juliaca –donde fueron asesinadas 17 personas en el día más intenso de violencia–, para escuchar las voces del motín contra el Gobierno peruano. El agotador viaje de 337 kilómetros dura tres días y supone atravesar decenas de puestos de control custodiados por manifestantes campesinos, así como cientos de barricadas hechas con rocas, troncos de árboles, vehículos destrozados, cristales y chatarra.

Más allá de las barricadas, es un viaje a través de la profunda desigualdad social, la pobreza extrema y la discriminación que subyacen a la explosión de rabia rural contra lo que muchos manifestantes llaman la clase política corrupta, interesada y mayoritariamente blanca de la capital, Lima.

“Es como si no fuéramos humanos... Es como si no valiéramos nada”, dice Raúl Constantino Samillán Sanga. Mataron a tiros a su hermano de 30 años en Juliaca durante los enfrentamientos entre la Policía y los manifestantes. “Todos los Andes estamos diciendo 'ya basta: esto tiene que cambiar'”, exige.

“Como si estuvieran matando perros”

El viaje por el epicentro del terremoto político de Perú se inicia en Cuzco, antigua capital del imperio inca y, en la actualidad, el destino turístico más importante del país, con cerca de tres millones de visitantes al año. Los turistas han desaparecido desde que comenzó la revuelta, y las autoridades han cerrado en repetidas ocasiones el aeropuerto de Cuzco y el cercano Machu Picchu, clausurado a principios de este mes.

“Todos estamos nerviosos y preocupados, y también un poco asustados”, cuenta Hannah Jenkinson, una diseñadora de moda británica que regenta una tienda en el centro histórico de Cuzco, ahora prácticamente desierto. A pocas calles de distancia, cientos de manifestantes marchan hacia la plaza donde, en el siglo XVIII, el líder indígena Túpac Amaru fue descuartizado y decapitado tras rebelarse contra el dominio español.

“¡Va a caer! ¡Va a caer! Va a caer la asesina”, corea la muchedumbre a Boluarte mientras recorre las calles empedradas de Cuzco ondeando la bandera roja y blanca de Perú.

A 40 kilómetros al sureste de Cuzco, entre ruinas preincaicas y montañas cubiertas de eucaliptos, se encuentra el pueblo de Villahermosa, donde se produjo el primer gran bloqueo de la carretera peruana Ruta 3S.

Decenas de lugareños, entre ellos ancianas con sus tradicionales hondas huaraca tejidas con lana de alpaca, han bloqueado la carretera con troncos de árboles y neumáticos para expresar su rabia por décadas de negligencia gubernamental y por la reciente oleada de muertes, la mayoría de las cuales se atribuyen a las fuerzas de seguridad.

Juvenal Luna Jara, de 22 años, dice que se unió a la rebelión una semana antes, indignado por el asesinato de tantos manifestantes en el sur rural de Perú, descuidado durante mucho tiempo y que fue el centro de la brutal guerra de 12 años librada por el grupo guerrillero Sendero Luminoso. En su opinión, la mayor parte de muertes de esta región se deben a que los provincianos (la gente del campo) son considerados ciudadanos de segunda clase, o algo peor. “Es como si estuvieran matando perros”, opina.

Boluarte ha implorado a los manifestantes que aceptaran una tregua nacional unas horas antes. Pero en Villahermosa no hay ni rastro de acuerdo, mientras los campesinos se reúnen para expresar su rabia por el papel de la presidenta en la destitución de Castillo, un exlíder sindical que nació en la pobreza y fue llevado a la presidencia en 2021 por los votantes rurales empobrecidos de lugares como este.

“Si no hay solución, la lucha continuará”, advierten los aldeanos antes de que se permita al vehículo de The Guardian proseguir su viaje.

“Nos han humillado y olvidado”

En un pueblo tras otro a lo largo de la carretera sembrada de rocas, el mensaje es idéntico a medida que campesinos desilusionados y maltratados se reúnen a lo largo de los bloqueos para pronunciar apasionados discursos sobre el estado de su país y sobre cómo su región minera, rica en recursos, ha sido explotada para obtener unos beneficios que jamás han visto. 

Dina Quispe llora al denunciar cómo las autoridades peruanas tacharon a los manifestantes de terrucos (terroristas) financiados por el narcotráfico y respondieron a su petición de cambio político con represión y derramamiento de sangre. “Nos han humillado y olvidado”, dice esta vendedora de 41 años de la comunidad de Checyuyoc. “Están matando a nuestros hermanos a balazos”, lamenta.

Entre lágrimas, Quispe expresa su disgusto por compartir nombre de pila con la primera mujer presidenta de Perú. Boluarte se ha convertido en un pararrayos de una desilusión mucho más profunda con la desestructurada política de un país que ha tenido siete presidentes en los últimos seis años y donde una cuarta parte de la población lucha por tener acceso a una alimentación adecuada.

“Por favor, lleven esta voz de protesta desde el Perú más profundo y humilde [al mundo]”, pide Quispe a los periodistas.

A pocos kilómetros de allí, en Sicuani, un pueblo ahora prácticamente aislado del mundo exterior por los bloqueos de la carretera, cientos de mujeres quechuas ataviadas con sombreros, polleras y deslumbrantes colchas participan en la marcha.

“Estamos luchando por nuestro futuro y el de nuestros hijos y nietos”, cuenta Roxana Chahuanco, de 40 años, mientras los habitantes se preparan para debatir su próximo movimiento después de anuncio del Gobierno de que desplegará tropas para despejar las carreteras.

Allí, Mendoza Coronel evoca a los mártires indígenas Túpac Amaru y su esposa, Micaela Bastidas, mientras urge a los lugareños a intensificar su rebelión campesina contra las élites “corruptas” de Lima. “Nos desprecian por ser hijos de campesinos y por ser hombres del campo”, les cuenta.

En el pueblo contiguo han colocado el cráneo de una vaca en un poste sobre una barricada formada por dos montones de escombros y tierra. “Es Dina”, bromea una de las mujeres que vigilan el puesto de control.

Desde Sicuani, la carretera asciende aún más por los Andes hacia la espectacular frontera de 4.300 metros con el departamento de Puno, donde las comunidades indígenas aimaras también se han rebelado contra el nuevo Gobierno.

Boluarte enfureció aún más a los habitantes de la región hace unos días cuando, en declaraciones ante periodistas extranjeros, dijo que “Puno no es Perú”, palabras que la presidenta afirmó posteriormente que habían sido malinterpretadas.

“Somos peruanos”, dice una mujer que vigila un corte de carretera a las afueras de la ciudad de Ayaviri. “En Puno nació el imperio inca”, indica.

Familias rotas

Después de Ayaviri, la carretera baja hacia la ciudad más grande de Puno, Juliaca, un núcleo minero y de contrabando derruido y agitado, donde las protestas antigubernamentales continúan mientras las familias locales lloran a sus muertos.

Detrás de una puerta metálica decorada con un lazo negro de luto se sienta María Ysabel Samillán Sanga, cuyo hermano pequeño murió un lunes de principios de enero.

Marco Antonio Samillán Sanga estudiaba Medicina. Estaba trabajando como médico voluntario en Juliaca cuando los manifestantes intentaron asaltar el aeropuerto de la ciudad y las fuerzas de seguridad respondieron con munición real.

El estudiante de 30 años recibió un disparo en el corazón mientras atendía a un muchacho que había inhalado gases lacrimógenos. Fue una de las 17 personas que murieron en Juliaca ese día. “Fue una masacre”, dice su hermana. “No hay otra palabra para describirlo”, asegura.

Samillán Sanga llora al recordar cómo su hermano había conseguido salir de la pobreza extrema y estudiar Medicina. Soñaba con ser neurocirujano y crear programas de salud para los pobres de las zonas rurales de Puno. “En este momento, siento que me están obligando a vivir... Si por mí fuera, me moriría porque hay días que no puedo con este dolor”, admite con lágrimas en los ojos.

Samillán Sanga también ve prejuicios y discriminación en el origen de la muerte de su hermano y del levantamiento de Perú. “Tenemos sentimientos. Somos humanos. Sentimos. Lloramos. Tenemos emociones. Y nos duele”, dice su hermano, Raúl Constantino. La familia asegura que teme represalias del Gobierno por hablar, pero que no piensa callar. “Espero que alguien lea esto y piense: '¿cómo está la familia Samillán Sanga?'”, asegura María Ysabel. “Porque la verdad es que nos han destrozado. Mi familia nunca volverá a ser la misma”, concluye.

Traducción de Emma Reverter.

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