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Análisis

Vida y muerte de las “intervenciones humanitarias” de Occidente en el resto del mundo

El Estado y sus fronteras son sagradas. Intocables. Es el principio central del sistema internacional. Todo gira en torno a la “igualdad soberana de los miembros” de Naciones Unidas, la “prohibición del uso de la fuerza contra la integridad territorial” y el principio de no injerencia en los asuntos internos recogidos en la carta de la ONU.

No es lo que pasó en Kosovo en 1999. Ni en Irak en 2003. Ni en Libia en 2011. En ninguno de estos casos, el Consejo de Seguridad de la ONU había autorizado explícitamente una operación militar, pero varios países occidentales irrumpieron con sus armas para imponer su solución. Una intromisión militar justificada como “intervención humanitaria” y basada en un concepto reciente en el derecho internacional: la responsabilidad de proteger.

“El concepto de responsabilidad de proteger murió en 2011 en Libia cuando, en nombre de la seguridad de la población, fuimos a matar a Gadafi”, afirmó rotundamente uno de los 15 jueces del Tribunal Internacional de Justicia, el marroquí Mohammed Bennouna, en una conferencia celebrada la semana pasada en la Escuela Diplomática de Madrid.

El derecho internacional solo contempla dos excepciones a la prohibición del uso de la fuerza de un Estado contra otro: legítima defensa (debe haber una agresión anterior) y autorización del Consejo de Seguridad. El sistema internacional consolidado tras la Segunda Guerra Mundial está construido para mantener la paz entre Estados; lo que ocurra a nivel interno en cada uno de ellos no debería ser de incumbencia para el resto.

Sin embargo, una serie de atrocidades cometidas en los noventa y una creciente conciencia global plantaron la semilla para un cambio de paradigma. Lo ocurrido en Somalia, la inacción ante el genocidio en Ruanda y las limpiezas étnicas en Yugoslavia a principios de los noventa pusieron en evidencia los problemas y límites de este sistema internacional.

La primera “intervención humanitaria”

En 1999, muchos Estados pensaron que no podían quedarse impasibles una vez más. Los vetos de Rusia y China en el Consejo de Seguridad de la ONU impidieron una intervención militar en Kosovo para poner fin a las matanzas y al uso excesivo de la fuerza del serbio Slobodan Milosevic contra la población albanesa de Kosovo, que pedía la independencia —murieron unos 1.500 kosovares y alrededor de 400.000 sufrieron desplazamiento forzado—. Una intervención militar, por tanto, era ilegal: Milosevic no estaba atacando a nadie, más que a su propio pueblo en la entonces Yugoslavia.

Sin embargo, la OTAN, en una actuación sin precedentes, creó una operación militar de bombardeos aéreos para “frenar la violencia y acabar con la catástrofe humanitaria”, según explicó el entonces secretario general de la organización, Javier Solana. 78 días de bombardeos que obligaron a la retirada de Milosevic y que dejaron alrededor de 500 víctimas civiles, según informó Human Rights Watch. De acuerdo con los yugoslavos, la cifra fue mucho más elevada (entre 1.200 y 5.700).

El debate estaba servido. Un año después, en su Informe del Milenio del año 2000, el entonces secretario general de la ONU, Kofi Annan, recordó los fracasos del Consejo de Seguridad para actuar en las masacres de Ruanda y Srebrenica (Bosnia). “Si la intervención humanitaria supone un asalto inaceptable a la soberanía, ¿cómo deberíamos responder a un Ruanda, a un Srebrenica o a una violación absoluta y sistemática de los derechos humanos que viola cualquier precepto de nuestra humanidad común?”.

Apareció entonces el concepto de responsabilidad de proteger (R2P). Dicho concepto sostiene que la sagrada soberanía nacional va acompañada de una obligación de proteger a los ciudadanos. Si los Estados no protegen a sus ciudadanos del genocidio, crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y limpieza étnica, esa responsabilidad debería recaer sobre la comunidad internacional.

Tres años después, Estados Unidos intentó justificar su invasión en Irak, que tampoco contaba con la autorización del Consejo de Seguridad, como un acto de legítima defensa preventiva —por las supuestas armas de destrucción masiva— y como una intervención humanitaria para liberar al pueblo iraquí de un despiadado dictador. Los cierto es que Sadam Husein fue derrocado en unos días, pero la intervención militar provocó una guerra brutal de la que hoy se siguen sufriendo las consecuencias.

Otra intervención militar humanitaria cuestionada fue la de 2011 en Libia. El Consejo de Seguridad impuso una zona de exclusión aérea con el objetivo de proteger a la población civil. La resolución también autorizaba a “adoptar todas las medidas necesarias para proteger a los civiles y a las zonas pobladas por civiles” excluyendo, en todo caso, el “uso de una fuerza de ocupación extranjera de cualquier clase en cualquier parte del territorio libio”. Haciendo una interpretación discutible, la OTAN volvió a crear una misión militar, en esta ocasión para bombardear a las fuerzas del régimen de Gadafi hasta su muerte y derrota en octubre de 2011. Desde entonces, Libia no tiene un gobierno efectivo con el monopolio del uso de la fuerza.

De la responsabilidad al “derecho de injerencia”

Algunos van más allá de la responsabilidad de proteger y hablan del “derecho de injerencia”. Uno de los que acuñó este término es el cofundador de Médicos Sin Fronteras, Bernard Kouchner. Kouchner, exministro de Exteriores francés y anteriormente representante especial del secretario general de la ONU en Kosovo, afirmó que poseía “la reputación adicional de haber sido el único defensor del señor Bush en Francia”.

“La globalización no anuncia el fin de la soberanía del Estado, que sigue siendo el bastión de un orden mundial estable. No podemos tener una administración global. […] Una manera de resolver el dilema es decir que la soberanía de los Estados puede respetarse solamente si emana de las personas que están en el seno del Estado. Si el Estado es una dictadura, entonces no es en absoluto digno del respeto de la comunidad internacional”, sostiene Koucher.

Los Estados europeos, reunidos en Westfalia en 1648 para poner fin a la Guerra de los Treinta Años, pusieron las bases de este sistema estatocéntrico basado en la soberanía nacional y en el principio de no injerencia. Muchos analistas consideran este punto como el nacimiento del Estado moderno. Tres siglos después, los ganadores de la segunda guerra mundial consolidaron este sistema, pero al crear el Consejo de Seguridad se reservaron un derecho especial para decidir sobre intervenciones en terceros países.

“Yo creo que el derecho de veto no puede coexistir en un sistema internacional porque supone estar inmunizado ante cualquier tipo de ilegalidad”, sostiene el juez Bennouna. Yendo más allá, el marroquí cuestiona hasta la fórmula de Estado adoptada en Westfalia: “El Estado westfaliano es una fórmula política, pero no una fórmula mágica. Lo que importa es lo que pasa en el interior de esos Estados. Los derechos humanos”.

Lo que está claro es que el actual paradigma estatocéntrico y las instituciones internacionales no han logrado frenar las violaciones más graves de los derechos humanos. Tampoco lo han conseguido las polémicas intervenciones humanitarias que no gozan de la autorización del Consejo de Seguridad. El ejemplo más claro de todo esto está en los titulares de los periódicos cada día: Siria.