La vida sigue en Járkov bajo el fuego ruso: “Cuando sientes tan cerca la muerte, vives más intensamente”
Bajo el sol primaveral del sábado por la tarde, en el parque Shevchenko de Járkov puede oírse el canto de los pájaros, las conversaciones y risas de parejas jóvenes tomando café helado, música pop que sale de altavoces adosados a las farolas, jubilados cotilleando en los bancos y, a las tres menos once, una prolongada explosión que retumba en el pecho como un trueno.
A pocos kilómetros, una bomba planeadora lanzada desde un caza ruso se había estrellado contra un patio en un tranquilo barrio residencial. Cuando el estruendo resultante llega al parque, la gente se detiene en seco durante una fracción de segundo y luego continúa con lo suyo como si nada.
La explosión destruyó varias casas e hirió a seis personas. El domingo, los bombardeos en un parque y en un complejo recreativo mataron a 11 personas. El martes por la mañana, una flota de drones kamikazes atacó, y más personas debieron recibir atención médica. El jueves, otro ataque dejó varios muertos y heridos y destruyó una imprenta. Al norte de la ciudad, una nueva ofensiva rusa alcanzó la localidad de Vovchansk y obligó a miles de personas a huir de sus hogares. Muchas de esas personas terminaron en un centro de ayuda humanitaria en las afueras de Járkov.
Pero, a pesar del terror aéreo diario y de las tropas rusas en movimiento a 32 kilómetros de distancia, la vida sigue en la segunda ciudad más importante de Ucrania. Las clases se imparten en los andenes del metro y las obras de teatro se montan en sótanos. El delfinario ofrece tres espectáculos al día, en los que parejas de delfines y belugas saltan a través de aros para una audiencia compuesta de familias y algún que otro grupo de soldados convalecientes. La escena gastronómica sigue siendo vibrante, y los sábados por la noche hay varias opciones musicales, desde un concierto de música clásica hasta una rave.
Nina Khyzhna, actriz y directora teatral de 31 años nacida en Járkov, se fue a Austria apenas comenzada la guerra para una residencia artística. Pero regresó a su ciudad natal la primavera pasada y está decidida a quedarse. Dice que en Europa la sensación de seguridad era ilusoria y que la disonancia entre el idilio pacífico que la rodeaba y lo que sabía que estaba ocurriendo en casa era demasiado grande. “Hacer teatro aquí tiene mucho más sentido. Las personas del público han oído las mismas explosiones por la noche, sus casas han temblado por las mismas ondas expansivas”, dice durante una pausa en los ensayos de una nueva obra.
Para ella vivir bajo una tensión constante tenía un extraño lado positivo. “La cercanía diaria con la muerte aclara tu percepción y aleja las cosas que no tienen sentido”, dice.
Según los analistas militares, Rusia no dispone actualmente de fuerzas suficientes para montar una nueva ofensiva terrestre sobre Járkov, sino que, en su lugar, se está centrando en hacer inhabitable la ciudad mediante el fuego aéreo, que resulta más fácil de ejecutar que en otras ciudades ucranianas dada la proximidad de la urbe a la frontera entre ambos países. Los aviones pueden lanzar bombas planeadoras sin salir del espacio aéreo ruso.
La pérdida recurrente
Dos horas después del bombardeo del sábado, a lo largo de un camino lleno de baches bordeado de casas de campo, fotógrafos de la policía y expertos forenses inspeccionan la escena. La explosión ha inclinado una casa de tres plantas hacia un lado y ha arrancado un trozo de la pared de la cocina. Afuera hay una toalla rosa empapada en sangre; los vecinos, conmocionados, caminan de un lado a otro sobre la tierra calcinada. No hay ningún objetivo militar evidente en las inmediaciones del ataque.
Igor Terejov, alcalde de Járkov, llega vestido con zapatillas deportivas y chaqueta de cuero para comprobar los daños y hablar con los vecinos. Su voz es apenas un susurro por encima del sonido de la mampostería agitándose con la brisa. Dice al pequeño grupo de periodistas presentes que seis personas habían resultado heridas en la explosión, entre ellas un matrimonio y sus dos hijos.
Una mujer con un mono vaquero levanta la mano. “Yo también tengo una pregunta”, dice señalando una casa cercana a la que ahora le falta la mitad del tejado. “¿Dónde puedo dormir esta noche?”.
La pérdida ahora es un tema común en Járkov, dice Nataliya Kramar, una psicóloga de 49 años. Sus consultas giran en torno a gestionar las manifestaciones de la pérdida, como la muerte de un ser querido o la destrucción de un hogar. Algunos han perdido sus matrimonios, que se desintegraron cuando el marido se vio obligado por la ley marcial a permanecer en Ucrania y la mujer se exilió al extranjero.
En una ciudad donde tanta gente tenía estrechos lazos con Rusia, muchos sienten que también han perdido a familiares que han sido cooptados por la narrativa propagandística del Kremlin sobre los acontecimientos en Ucrania. Kramar lo vive en carne propia: ya no habla con sus primos en Rusia. “Son mis parientes biológicos, supongo, pero ya no los llamaría familia”.
Mantener la normalidad
Kramar considera que conservar la “normalidad” todo lo que sea posible es crucial para la salud mental colectiva de la ciudad. Los trabajadores municipales reparan las aceras, mantienen cortado el césped de los parques y frente a la ópera han plantado parterres con formas geométricas de caléndulas y petunias brillantes. El sábado, una pareja de recién casados posaba allí para una sesión de fotos, mientras unos adolescentes hacían trucos con el monopatín, casi sin notar las explosiones.
Esta idea de los ucranianos resistentes que mantienen la calma y siguen adelante bajo el fuego ruso se ha convertido en una especie de lugar común, pero es más que eso, dice Kramar. “Todos estamos atravesando un trauma colectivo, algunos más, otros menos. Y es un gran apoyo psicológico poder hacer cosas que te remitan a la normalidad: pasear por el parque, ir de compras, cortarte el pelo. Otorga esa sensación de continuidad tan importante”.
Hallar esta normalidad resulta más fácil en algunas partes de Járkov que en otras. En Saltivka, un suburbio en los límites de la ciudad que fue bombardeado durante el fallido intento ruso de apoderarse de la ciudad en 2022, algunos edificios han sido reparados, pero muchos de los enormes bloques de pisos siguen destruidos y medio abandonados.
En uno de ellos vive Svitlana, de 55 años. Su nuera y su nieta se mudaron a Reino Unido hace dos años, y solo las ve de vez en cuando por videollamada. En soledad, Svitlana soporta los días en Saltivka, pero las noches son más duras, debido al tartamudeo de los sistemas de defensa antiaérea, el gruñido primitivo de los drones iraníes –apodados “ciclomotores”– y los estruendos de las bombas guiadas KAB que hacen vibrar las costillas. Los perros lloriquean y aúllan en las pausas.
“Voy al pasillo, me siento en silencio y espero a que todo pare”, cuenta. A veces, cuando la situación se torna insoportable, Svitlana sale en zapatillas y se va al piso de un matrimonio del que se ha hecho amiga y les pide dormir en su sofá. Estar cerca de otras personas ayuda.
De hecho, un punto a favor en la nueva vida de Saltivka es que ahora la gente es más amable. Antes cruzarse con un vecino en el patio despertaba miradas recelosas. Ahora en cada encuentro hay saludos y buenos deseos, una especie de camaradería frenética entre personas que han soportado demasiado. Pero no hay nada que reemplace por completo aquellas cosas que ya no están.
“Lo daría todo porque todo vuelva a ser como antes”, dice Svitlana, tratando de contener las lágrimas. “Solo ahora nos damos cuenta de lo bien que lo estábamos”.
Una ciudad nueva
En el centro es un poco más fácil olvidar la guerra y hay momentos de casi normalidad. El sábado a las 16:00 horas de la tarde, en una antigua fábrica de frigoríficos, comienzan a sonar beats de tecno industrial. Se trata del evento que organiza cada semana Some People, un nuevo colectivo cultural. Quieren convertir la fábrica en un espacio que ofrezca teatro, comida, debates y, cada tanto, una rave.
Muchos de los presentes en la pista de baile son voluntarios que han pasado la semana ayudando a evacuar a la población de los lugares más castigados por la nueva ofensiva rusa. Ahora están desahogándose. Cuando se cansan de bailar, salen a un patio. La gente fuma y charla bajo la luz tenue, con la música amortiguada procedente del interior como sonido de fondo. Podría ser un amanecer cualquiera en el exterior de un club de Berlín u otra ciudad europea, pero son las 20:00 y casi es hora de terminar la jornada, antes del toque de queda.
La Járkov anterior a la guerra ha desaparecido para siempre, dice Anton Nazarko, de 37 años, cofundador de Some People. No se refiere sólo a la destrucción física, sino también a los antiguos códigos sociales y a la conexión entre las personas que conformaban el tejido social de cualquier comunidad. Para Nazarko, a pesar del caos y el terror, hoy es imperativo construir algo nuevo. “Todas las viejas reglas han sido destruidas y una nueva Járkov está naciendo. Y queremos participar en ello”, dice.
Kateryna Pereverzeva, directora de una revista, asegura que la vida cultural de Járkov nunca se había sentido tan vivaz y enérgica como ahora. “Cuando todo el tiempo te sientes tan cerca de la muerte, empiezas a vivir la vida más intensamente porque no sabes cuánto tiempo te queda”, dice.
Pereverzeva, de 29 años, cuenta que durante el último año ha desarrollado un vínculo más estrecho con muchas de las personas que se quedaron en Járkov, y que a menudo le resulta difícil conectar con los que se fueron. Su madre se trasladó a Austria tras la invasión y, durante un tiempo, cada semana enviaba ofertas para puestos de trabajo allí, intentando persuadir a su hija para que se uniera a ella. Esos esfuerzos eran inútiles y solían acabar en discusiones.
Para Pereverzeva, abandonar Járkov sería como negar la realidad. “Todo ha cambiado. Han ocurrido cosas que hacen que vivir como antes sea sencillamente imposible, y para mí es más fácil estar en el lugar donde uno puede sentir estos cambios de forma más intensa”.
Traducción de Julián Cnochaert.
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