El primer discurso del presidente Donald Trump ha seguido la misma línea argumental de los discursos del candidato Donald Trump que le dieron la victoria en las elecciones. El multimillonario de 70 años no ha decepcionado a la mayoría de los que le votaron y ha tenido que dejar lívidos a todos aquellos que intentaron sin éxito frenar su carrera hacia la Casa Blanca.
Por lo mismo, todos aquellos que esperaban que Trump se moderara, con independencia de lo que quisieran decir, han tenido otro encontronazo con la realidad. Poco después de jurar su cargo ante el presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, el ya presidente ha lanzado al mundo el mensaje ultranacionalista y nativista con el que irrumpió en la política norteamericana. Ha definido al resto del mundo como un grupo de numerosos países que se han visto beneficiados hasta ahora de la absurda generosidad de EEUU, mientras el país se quedaba con la peor parte del trato.
“Durante muchas décadas, hemos enriquecido a la industria extranjera a expensas de la industria americana”, ha dicho en su particular revisión de la historia. “Hemos subvencionado los ejércitos de otros países mientras hemos permitido que el nuestro se quede tristemente sin medios. Hemos defendido las fronteras de otras naciones mientras nos hemos negado a defender las nuestras. Nos hemos gastado billones de dólares en el extranjero mientras las infraestructuras de América se han deteriorado y caído en la decadencia”.
Su marcado nacionalismo y proteccionismo económicos se ha reforzado con mensajes simples y claros dirigidos a los ciudadanos. “Seguiremos dos reglas muy simples. Compra productos estadounidenses y contrata a estadounidenses (”Buy American and hire American“). Toda una norma de conducta impuesta desde arriba por parte de un empresario que tenía su propia línea de ropa con su nombre en la que las corbatas llevaban detrás una etiqueta que decía: ”Hecho en China“.
Ha dicho, casi gritado, dos veces: “¡América, lo primero!” (America First). Ese es también el eslogan nativista y ultranacionalista –desde hace décadas en desuso–, que en los años 30 y principios de los 40 fue una especie de grito de guerra para el movimiento político que intentó que el Gobierno de Roosevelt no declarara la guerra a la Alemania nazi. Fue un movimiento que se quedó con la marca del fanatismo, el aislacionismo y el antisemitismo en esa época, y del que por tanto los conservadores habían mantenido una prudente distancia.
No es el caso de Donald Trump que realmente quiere comenzar una nueva era en la política de EEUU.
Contra el 'establishment'
El discurso también ha contado con el rechazo contra las élites políticas y culturales de EEUU que tanto éxito tuvo en su campaña. Ha anunciado que no estaban allí en la escalinata del Capitolio para asistir a la transferencia de poder entre dos administraciones, sino que “estamos transfiriendo el poder desde Washington DC para devolvéroslo a vosotros, el pueblo americano”. El alegato es compatible con un gabinete plagado de millonarios y exdirectivos de grandes corporaciones, como por ejemplo el banco Goldman Sachs.
Trump quiere hacer creer que es el pueblo el que ha recuperado el Gobierno: “Lo que realmente importa no es qué partido controla el Gobierno, sino si nuestro Gobierno está controlado por el pueblo. El 20 de enero de 2017 será recordado como el día en que el pueblo se convirtió otra vez en el gobernante de esta nación. Los hombres y mujeres olvidados de nuestro país no serán olvidado por más tiempo”.
Tras la ceremonia de juramento y el discurso, Trump entró en la sede del Congreso para tomar las primeras decisiones como presidente. Es habitual que el nuevo presidente firme las “ordenes ejecutivas” (decretos) con los que comienza a poner su práctica su programa. Es una forma de dejar claro que hay un nuevo poder en la ciudad que puede dejar su huella con la firma de su presidente.