Ni Putin calculaba hace dos años que hoy se encontraría entrampado en un conflicto para el que no se adivina final, ni Zelenski podía dar por garantizado que sus conciudadanos y sus soldados podrían resistir la embestida rusa. Lo que en buena medida explica la situación actual, más allá de los errores cometidos por el primero y la extraordinaria voluntad y capacidad de resistencia de los segundos, es el apoyo externo recibido por Kiev. Lo que una cuarentena de países, liderados por Estados Unidos, lleva haciendo desde el arranque de la invasión rusa le ha permitido al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, contar con fondos para impedir el colapso económico del país y ha posibilitado que sus fuerzas armadas puedan contar con material y armamento con el que combatir a lo largo de un frente que hoy abarca unos 1.200 kilómetros.
Pero precisamente ese tipo de apoyo resulta ambivalente. Por una parte, ha resultado vital para que Ucrania mantenga la esperanza de recuperar su integridad territorial, dado que su inferioridad en todos los órdenes frente a una superpotencia como Rusia no le habría permitido por sí sola llegar ni siquiera hasta aquí, absorbiendo primero el ataque recibido y recuperando después buena parte del territorio perdido. Y mucho menos habría logrado contrarrestar la superioridad aérea rusa, golpear seriamente a sus buques de guerra en los mares de Azov y Negro sin poseer una armada digna de tal nombre, lanzar una contraofensiva que obligó a las tropas invasoras a adoptar una estratégica defensiva, o llegar a batir objetivos en profundidad dentro del territorio ruso (incluyendo Moscú y San Petersburgo). Todo ello sin olvidar las decisiones previas estadounidenses que contribuyeron a descomponer aún más el precario orden de seguridad europeo, incrementando la inquietud rusa por su seguridad, y su interés por empantanar a Rusia en Ucrania con idea de desgastarlo estratégicamente.
Por otra, son incontables ya las ocasiones en las que Zelenski ha demandado la entrega inmediata de más medios para poder defenderse de los bombardeos indiscriminados que están produciendo unas brutales pérdidas humanas y la destrucción generalizada de sus infraestructuras, incluyendo las industriales que podrían servir para fabricar el armamento necesario para hacer frente a los invasores. Una demanda que ha chocado frontalmente con los cálculos de Washington y del resto de sus aliados occidentales, según los cuales era mejor regular paso a paso la entrega de armas para evitar que Moscú terminara por escalar el conflicto a un nivel superior, atacando incluso el territorio de alguno de los aliados de Ucrania en la OTAN o, peor, aún, traspasando el umbral nuclear si veía que no iba a lograr sus objetivos con medios convencionales.
Así, gota a gota, los aliados occidentales de Kiev han ido incrementando la cantidad y el nivel tecnológico del armamento entregado, sin que Rusia haya materializado hasta hoy ninguna de esas amenazas. Un procedimiento que nunca ha llegado a satisfacer las necesidades ucranianas y que ahora se adivina todavía más complicado tanto por las dudas que atenazan al presidente de EEUU, Joe Biden, junto a la resistencia de los seguidores republicanos de Donald Trump para aprobar nuevos paquetes de ayuda, como por las reticencias de algunos aliados europeos a ir más allá ante el temor que les inspira el presidente ruso, Vladímir Putin. En consecuencia, Ucrania sufre de una clara falta de armas y munición artillera de precisión para sostener los combates y frenar el renovado impulso de las tropas rusas (sirva Avdiivka de ejemplo), mientras se sigue retrasando la entrega de los prometidos aviones F-16 o los misiles de alta precisión como los ATACMS y los Taurus.
Una situación que beneficia a Rusia
En definitiva, Zelenski sabe que ni aunque logre recuperar cierta capacidad industrial propia podrá fabricar la munición ni el armamento que precisan sus tropas para alcanzar la victoria con la que todavía sueña. Es sobradamente consciente de que necesita a sus aliados; pero no ve la manera de moverlos desde la posición adoptada por muchos de ellos de “apoyar a Ucrania todo el tiempo que sea preciso” hasta la de “hacer todo lo que sea necesario para vencer a Rusia”. Y la diferencia entre ambas actitudes es sustancial. La primera –que es la actual– apunta a la cronificación del conflicto, aumentado la posibilidad de que Rusia pueda hacer valer finalmente su superioridad para, como mínimo, forzar una fragmentación de Ucrania, reteniendo al menos Crimea y un corredor terrestre que una la península con la propia Rusia. La segunda –que es la que reclama insistentemente el ministro de exteriores lituano– apunta decididamente a poner cuanto antes en manos ucranianas los medios necesarios para hacer retroceder a Rusia.
Por todo eso, más que mirar hacia atrás –en un período en el que se entremezclan errores y aciertos de todos los actores implicados, aunque todavía destacan más los fallos de planificación y ejecución rusos y más los relativos éxitos ucranianos– conviene atender a lo que puede venir.
La ecuación se ha simplificado en extremo: el estancamiento actual y la prolongación del conflicto benefician a Rusia, poniendo en peligro la supervivencia no sólo de Ucrania sino también la seguridad de otros países vecinos; Ucrania, por sí sola, no puede salir del estancamiento actual y corre el riesgo inmediato de romperse definitivamente; sólo un renovado apoyo occidental, tanto económico como militar, que apueste abiertamente por la derrota de Rusia puede deparar un final distinto al que ahora resulta más previsible. Veremos.