Podríamos llamarlo tener el don de la importunidad: aterrizar en Venecia justo el día en el que empiezan a estallar los casos de coronavirus en el norte de Italia.
Lo que al principio me pareció algo anecdótico acabó convirtiéndose en una cancelación forzada de parte de mi viaje por las regiones de Véneto y Lombardía, y en una urgencia frenética por volver a España ante los rumores –y, sobre todo, las peticiones de los propios españoles, exaltados en las redes sociales– de que iban a cerrar las fronteras.
Quedarse “atrapado” en la zona cero del virus en Europa no era una opción, especialmente si quería que mi familia sobreviviera al estrés y la preocupación de saberme en el foco de la epidemia. En cualquier caso, en Italia el carnaval había pasado de ser una fiesta de máscaras a una de mascarillas; no tenía mucho sentido quedarse.
Lo que no sabía era la “fiesta” que me esperaba en España. De vuelta aquí empezaron a contabilizarse también los primeros casos de contagio. Por tanto me convertí, de la noche a la mañana, en alguien a quien señalar y evitar.
Exclusión, miradas incómodas y distancia de seguridad
Empecé a notar distanciamientos forzados, sobre todo en la oficina. Si los amigos son la familia que se elige, los compañeros de trabajo son la familia que se nos impone. Con ellos pasamos casi la mitad de nuestro día a día, y de ese trato diario surgen amistades y relaciones afectivas de las que uno no espera ciertas cosas. Por ejemplo, que eviten incluso mirarte. Como si un cruce de miradas desencadenara una infección.
De pronto, un alto número de compañeros se definían hipocondríacos para justificar su actitud. Me miraban con pavor, daban una larga vuelta de seguridad alrededor de mi zona de trabajo, evitaban bajar conmigo en el ascensor, y vi incluso algún respingo al notar mi presencia. ¿Se me ha puesto cara de COVID-19? ¿Está escrito coronavirus en mi frente?
Tampoco faltaron los comentarios mordaces, las bromas con trasfondo de verdad –“¿y si te tomas unos días libres?”–, los chistes a mi costa. Hasta intentaron evitar que entrara en contacto con los clientes y que no estuviera de cara al público. Reconozco que me hicieron sentir excluido y llegué a pensar que igual hubiera sido mejor quedarme aislado. Pero en Italia. Allí al menos hay buena pasta.
Algún amigo cercano se volvió también un poco paranoico, decidió poner distancia de por medio y dejarme preventivamente en cuarentena. Las autoridades sanitarias llamaban a la calma, pero él pensó que el virus podría contagiarse incluso por Whatsapp. Mejor preguntarme cómo estoy dentro de 14 días, si es que he sobrevivido.
Por suerte, también ha habido mucha gente maravillosa que ha mantenido la cordura o, al menos, se esforzó con empatía en no transmitir esa horrible sensación de desprecio, que a veces me llevó incluso a imaginarme en el valle de los leprosos y a mis padres visitándome al estilo Ben-Hur. En esos momentos, un abrazo y un beso eran la confirmación más humana de que seguía siendo una persona normal. Un mensaje de ánimo era una llamada al sentido común.
Los días han pasado, no presento síntomas y los paranoicos parecen haberse relajado. No tengo coronavirus. Ahora se interesan por mí y por mi experiencia, como si hubiera regresado del más allá para contarlo. Desde luego, en mi próximo viaje no colgaré fotos en Instagram ni diré por adelantado adónde voy. Nunca sabes qué noticia viral, nunca mejor dicho, te va a tocar vivir.
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*El nombre del autor ha sido cambiado para preservar su privacidad.