DRM, la vergüenza de las medidas antipiratería
La lucha contra la piratería es una de las principales preocupaciones de casi cualquier editora por las incalculables pérdidas económicas que provocan cada año. Se trata sin lugar a dudas de la lacra que más daño hace a esta industria, y a medida que pasa el tiempo, aumenta la necesidad de encontrar un método razonable para combatirla.
Hasta ahora, nadie ha sido capaz de encontrar la fórmula mágica que ayude a mantenerla bajo control y muchas de las medidas que se han tomado hasta la fecha han sido tan inútiles como injustas para las personas que menos culpa tienen en esta historia: los usuarios que compran los juegos de forma legal.
Para aquellos que no estén familiarizados con el término, DRM (Siglas de Digital Rights Management) es el sistema que se utiliza en contenidos digitales para aumentar el control sobre el uso que se da a este tipo de productos. En la práctica esto lleva a limitar accesos o a incrementar los niveles de monitorización, algo que puede sonar razonable, pero que también puede acabar convirtiéndose en la peor de las pesadillas.
El tristemente célebre DRM ha sido en ocasiones el responsable de arruinar por completo un lanzamiento. Todavía recordamos los desastrosos estrenos de Sim City o de Diablo III en 2013, donde se produjeron interminables tiempos de espera para conectarse a unos servidores desbordados y otra serie de problemas de acceso que consiguieron poner en pie de guerra a media comunidad gamer.
Curiosamente, casos como estos deberían servir de ejemplo para no tropezar varias veces con la misma piedra, pero parece que la obsesión de control sobrepasa el sentido común de muchas grandes compañías. Que se lo pregunten si no a Microsoft y a su intento de implantar un DRM despiadado y completamente desproporcionado en Xbox One, una decisión que acabó disparando las acciones en bolsa de su competencia a los pocos minutos de terminar la conferencia donde se presentaba por primera vez a la consola, provocando además que muchos jugadores escandalizados descartaran su consola como una opción de compra viable.
Si bien es cierto que la posibilidad de conectarse para competir y colaborar online con otros tantos jugadores nos ha brindado enormes dosis de diversión, no siempre es necesario. ¿Por qué tengo que conectarme a un servidor para echarme una partida en solitario? Las respuestas por parte de las compañías implicadas suelen sonar a bellos cánticos de sirenas y elfos del bosque, con detalladas explicaciones de las magníficas virtudes que supone una conexión permanente aunque vayamos a jugar sin compañía. Son argumentos que podrían ser válidos si ofrecieran alguna ventaja o incentivo real al jugador, pero tal y como se plantean… no cuelan.
¿Por qué un usuario que ha pagado religiosamente sus 60 o 70 euros por un juego tiene que soportar formularios de alta, monitorización de su actividad o de su hardware, conexiones fallidas, problemas con la actualización de contenidos o tiempos de espera? Ese usuario probablemente lo único que quiere es jugar sin complicaciones al juego que ha comprado, no pagar los platos rotos y sentirse criminalizado por las acciones ilegales que cometen otros. Los esfuerzos por controlar la piratería están tan mal enfocados que al final se acaba perjudicando a los que pagan los costes de implementación de esas medidas de control… Irónico ¿verdad?
Es tan escandalosamente injusto como el canon por comprar un formato físico de almacenamiento tipo CD/DVD. ¿Por qué tiene un usuario honesto que pagar un impuesto para cubrir los estragos económicos que provocan los usuarios deshonestos? Al final, el mensaje que parece lanzarse es que ese usuario honesto puede sentirse legitimado a copiar o piratear lo que le parezca, que para eso lo está pagando.
Pero hay un asunto que todavía resulta más peliagudo, algo de lo que no se habla tanto pero que puede considerarse una violación descarada de los derechos del comprador, algo que a mí me gusta llamar “ilusión de pertenencia”.
Hace un tiempo, si yo acudía a una tienda a comprarme un juego, en el momento en el mi dinero pasaba a manos del vendedor, ese juego era automáticamente de mi propiedad. El desarrollador podía ser absorbido por otra compañía, podía cerrar la tienda o estallar la Tercera Guerra Mundial, que ese juego seguiría siendo mío y sólo mío. Con las políticas de DRM más estrictas, aquellas que requieren una conexión permanente, el asunto cambia radicalmente. Ya no hablo de hacer lo que me parezca con el juego por el que he pagado, como dejárselo a un amigo, hablo de poder darle el uso que yo quiera con el paso del tiempo, ya sea conservarlo en una estantería, jugar durante décadas, destruirlo a martillazos o usarlo de posavasos.
A día de hoy, no tengo claro qué garantías tengo de poder jugar dentro de unos años a un juego en solitario si quiebra la empresa que gestiona los servidores a los que me veo forzado a conectarme. En realidad, ni siquiera hace falta ponerse en una situación tan drástica, no hay más que recordar la decisión de Amazon de borrar las copias de los libros de George Orwell, Rebelión en la Granja y 1984 de los Kindle por tener un problema con las licencias. Por mucho que se reembolsara el precio a los usuarios que habían adquirido los libros legalmente ¿hay derecho a que alguien borre o modifique un producto adquirido de forma legal sin nuestro consentimiento? La realidad es que un producto bajo las garras de un DRM fuera de control, puede no considerarse como nuestra propiedad, en el mejor de los casos es un producto prestado que la “ilusión de pertenencia” hace que veamos como nuestro.
Las medidas antipiratería deberían plantearse de una forma radicalmente opuesta, es decir, buscando la forma de incentivar a los usuarios a que compren juegos originales, no a penalizar a todos para restringir el número de personas que consiguen jugar a un título de forma ilícita, porque se acaba invitando a los usuarios a cometer el delito contra el que se lucha. Si hay algo que ha quedado claro tras años de lucha infructuosa es que la piratería sigue en auge, y lo que es peor, ahora se beneficia de un argumento con el que no contaba antes: la rapidez y facilidad de acceso que han dejado de tener las copias legales.
Alternativas desde luego hay, y muchas de ellas procedentes de personas influyentes dentro del sector y de los propios estudios, que al fin y al cabo son los que sufren la piratería de primera mano. En las últimas semanas hemos oído voces alzándose dentro de grandes estudios como CD Projekt Red, creadores de la saga The Witcher o de equipos de desarrollo de superventas como Assassin’s Creed, asegurando que el DRM es una pérdida de tiempo incapaz de frenar la piratería. Pero quizás más inspiradoras sean las palabras del CEO de Paradox Interactive, Fredrik Wester, que asegura sin tapujos que ni sabe, ni quiere saber cuánta gente piratea sus juegos, sus esfuerzos se centran en ofrecer el mejor contenido posible a la gente que los haya comprado de forma legal, ya sea a base de actualizaciones frecuentes u ofreciendo servicios adicionales de calidad.
Según comentaba Wester en una reciente entrevista, “Yo he sufrido de primera mano lo molestos que pueden llegar a resultar los excesos de un mal DRM. Todavía recuerdo cuando compré Civilization III, un título que no pude instalar por tener otros programas en mi PC que me vi forzado a borrar para poder disfrutar del juego por el que había pagado. Si lo hubiera pirateado en vez de comprarlo, no habría tenido esos problemas…DRMCivilization III” y añadía: “Este no puede ser el camino, no podemos estar poniendo barreras y complicando las vidas de los que nos dan de comer, tendría que ser al revés, ofrecer más facilidades con un juego original que las que ofrece una copia pirata”.
Si es una política acertada o arriesgada es algo que sigue abierto al debate, pero un dato muy a tener en cuenta es que, en palabras del propio Wester, “Paradox es una empresa altamente rentable, plantearse aplicar un sistema antipiratería para reducir el número de copias que se hacen de nuestros juegos a cambio de molestar a los que los compran, sinceramente, no tendría ningún sentido”.
La lectura que se puede sacar es que si Paradox puede, ¿por qué no van a poder Microsoft, EA, o cualquier otra gran editora? Como mínimo habría que plantearse si la aplicación de un DRM tan estricto como lo visto en algunos ejemplos recientes es una cuestión de minimizar el daño causado por la piratería o si por el contrario se trata de una forma de maximizar beneficios llevando al límite la paciencia de los usuarios honestos.
No seré yo quien entre a valorar qué política es en última instancia la más efectiva para la cuenta de resultados de una gran empresa, pero aquello de que la avaricia puede llegar a romper el saco, es algo que sabía hasta mi abuela.