A alguien se le ocurrió que era una buena idea reunir a representantes de diferentes pueblos indígenas del mundo y llevar a cabo una parodia de los Juegos Olímpicos. Oculta bajo la coartada de la ciencia antropológica, la verdadera razón de ser de estas jornadas indisimuladamente racistas era demostrar la supuesta superioridad atlética de los deportistas de raza blanca, además de divertir al público con un evento complementario a los Juegos genuinos. A alguien se le ocurrió que era una buena idea y el olimpismo, más de un siglo después, sigue avergonzado por el capítulo más oscuro de su historia.
Un aperitivo ultrajante
La dinámica de los Juegos Olímpicos de San Luis, celebrados en 1904, no tenía nada que ver con las Olimpiadas que conocemos hoy en día. La competición deportiva estaba encuadrada dentro del programa de la Exposición Universal de San Luis, y su disputa se alargó durante cinco meses. Aunque ahora parezca extraño, los Juegos eran un aliciente más dentro del vasto programa de la feria, algo que ya se había ensayado cuatro años antes en París. En este contexto, como un complemento más de la muestra, pero ligado a los Juegos, se planteó la realización de unas jornadas que mezclaran deporte y antropología, coordinadas por James Sullivan y William J. McGee, dos personalidades estadounidenses asociadas a ambos campos.
La idea de los promotores era organizar una competición en la que aborígenes de todo el planeta se enfrentaran entre sí en diferentes disciplinas atléticas. Llamaron al invento Juegos Antropológicos (también conocidos como Jornadas Antropológicas o Días Antropológicos). A pesar de que, en sentido estricto, no pertenecían al programa olímpico, estaban concebidos como un apéndice de los mismos, celebrados un par de semanas antes, como aperitivo a la programación oficial. Si se prefiere el símil musical, el papel de las Juegos Antropológicos era ejercer de teloneros de los Juegos Olímpicos de San Luis.
Sullivan y McGee no tuvieron que ir muy lejos para conseguir materia prima para su experimento. En la misma Exposición Universal había unos 3.000 aborígenes de diferentes procedencias, expuestos para la contemplación del público asistente a la muestra. Esta exhibición de seres que se consideraban primitivos, como si fueran zoológicos humanos, era común en Estados Unidos y Europa a finales del siglo XIX y principios del XX, en pleno apogeo del colonialismo y la antropología social, una disciplina que pretendía categorizar y jerarquizar a los humanos en función de su raza.
Racismo con coartada científica
El fin último del proyecto era comparar el rendimiento de los participantes en los Juegos Antropológicos con el de los atletas que competían en los Juegos Olímpicos. La idea era tramposa desde la premisa. Unos eran deportistas de élite, acostumbrados a entrenar regularmente su disciplina, mientras los otros, en la inmensa mayoría de los casos, no habían practicado jamás el deporte para el que se les había reclutado. Muchos ni siquiera entendían en qué consistía la prueba que se les pedía realizar, puesto que las reglas se enunciaban justo antes de empezar la competición y las explicaciones solo se daban en inglés.
Sullivan y McGee pretendían demostrar que sus ideas racistas eran ciertas y para ello no dudaban en hacerse trampas al solitario. Aunque se consideraban hombres de ciencia, su procedimiento era todo lo contrario al método científico: partiendo de la conclusión a la que querían llegar, crearon el entorno adecuado para obtener los datos que confirmaran su teoría. En nombre de la antropología, montaron un espectáculo racista para divertir al espectador y confirmar sus prejuicios. En las octavillas que fueron repartidas, los organizadores vendían el acontecimiento como “la primera competición atlética del mundo en la que los salvajes son los únicos participantes”.
Durante dos días, alrededor de un centenar de indígenas de todo el mundo, hombres únicamente, compitieron en diferentes disciplinas para sorpresa de unos y divertimento de otros. Puesto que el evento se celebró en Estados Unidos, predominaban los nativos de diferentes tribus, pero también participaron aborígenes de varios pueblos de filipinas (recientemente conquistada por Estados Unidos en la guerra contra España), pigmeos africanos, patagones argentinos, zulúes, árabes del norte de África y ainus de Japón, entre otros.
En primer lugar, los atletas fueron clasificados en grupos raciales para competir por separado en series clasificatorias. El objetivo era encontrar al ganador de cada grupo para enfrentarlos en la final. El programa se dividió en dos partes. El primer día se celebraron competiciones atléticas que formaban parte del programa olímpico regular: carreras de diferentes distancias y relevos, salto de altura y longitud, etc. La segunda jornada se reservó para actividades que se suponían propias de los aborígenes, como lanzamiento de jabalina, ascenso a árboles, tiro con arco o lanzamiento de barro.
Como no podía ser de otra manera, el evento fue un desastre desde cualquier punto de vista, en gran parte porque muchos de los participantes desconocían las reglas básicas. En las carreras de velocidad, algunos se adelantaban al disparo de pistola y otros, asustados por la detonación o simplemente desconcertados, se mantenían quietos. Al llegar a la cinta de llegada, pasaban por debajo, para desesperación de los organizadores y solaz de los espectadores. Incluso ignorando el racismo del planteamiento, era imposible hacer ningún análisis del disparatado experimento.
Coubertin se desmarca
Sin embargo, las conclusiones llegaron. Sullivan confrontó las marcas de los competidores en las jornadas antropológicas con las de campeones olímpicos como el campeón Ray Ewry, concluyendo que la comparación “demuestra sin lugar a dudas que los salvajes no son los atletas natos que nos habían inducido a pensar”. “Los salvajes han sido muy sobrevalorados desde un punto de vista atlético”, añadía. “Hemos oído maravillas de los corredores indígenas, de la resistencia de los negros del sur de África y las habilidades naturales de los salvajes en cuestiones atléticas, pero los acontecimientos de San Luis demuestran lo contrario”.
Aunque los promotores del invento consideraron que las Jornadas Antropológicas habían sido un éxito, el olimpismo se desmarcó del proyecto. El propio Pierre de Coubertin, creador de los Juegos Olímpicos modernos y presidente del COI en aquel momento, censuró el experimento de Sullivan y McGee. Su crítica inicial fue tibia, pero con el tiempo admitió que las jornadas habían sido “particularmente bochornosas”. En sus memorias, el barón aludía a los Juegos Antropológicos y lanzaba un vaticinio: “En lo que respecta a esta mascarada inaceptable, perderá toda su gracia el día que los hombres negros, rojos y amarillos aprendan a correr, saltar y lanzar, superando de largo a los blancos. Entonces tendremos progreso”.
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