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Messi, Figo, Higuaín... cuando cambiar de trabajo supone una traición

Figo, muy serio, es presentado por Florentino Pérez como nuevo jugador del Real Madrid en julio de 2000.

Javier Martín Galindo

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Nadie estaba preparado para ver a Messi con una camiseta diferente a la del Barcelona, el club al que llegó con 13 años procedente de Rosario y el equipo en el que estaba llamado a retirarse. Incluso el episodio del burofax del verano pasado ya parecía olvidado por él y perdonado por la afición, pero la historia de amor finalmente terminó. Tres días después de llorar la ruptura, el jugador paseaba sonriente del brazo de otra por París. Ninguna ciudad mejor para vivir un nuevo amor. Allí se encontrará con Sergio Ramos, otro futbolista al que costará acostumbrarse a ver con otros colores. Ironías de la vida, los dos capitanes de Barcelona y Real Madrid, enemigos irreconciliables hasta antes de ayer, jugarán el año que viene juntos, codo con codo. Como ocurre con la política, el fútbol acaba haciendo extraños compañeros de cama.

Cochinillo y J&B

Puede que Messi y Ramos sean los primeros sorprendidos por el giro que han dado sus vidas, pero los planes no siempre salen exactamente como uno tenía planeado, como bien comprobó Luis Figo hace 21 años. El rostro del portugués, al ser presentado en la sala de trofeos del Santiago Bernabéu, demostraba cualquier cosa menos la euforia que se le supone a un recién llegado. Su media sonrisa forzada, con Florentino Pérez a un lado y Alfredo Di Stefano al otro, subrayaba su incomodidad y el deseo de estar en ese momento en cualquier otro lugar del planeta. El portugués jugó mal sus cartas y, cuando se quiso dar cuenta, se encontraba posando con la camiseta del Madrid.

Figo había sido la apuesta desesperada de Florentino Pérez en su pelea electoral con Lorenzo Sanz, que había decidido convocar elecciones aprovechando el aire a favor de la octava Copa de Europa. Lo que nadie esperaba es que Florentino, contra todo pronóstico, terminara venciendo en las urnas a Sanz y sus Champions. El que menos podía imaginar el resultado electoral era Luis Figo, que había firmado un precontrato con Pérez, convencido de su derrota, como medida de presión para negociar una mejora de contrato con el Barça.

Ganados los comicios, Florentino depositó los 10.000 millones de pesetas de la cláusula y Figo se vio, de un día para otro, cambiando el azulgrana por el blanco. La afición merengue olvidó sus proclamas antimadridistas (“¡blancos, llorones, saludad a los campeones!”, había coreado en una celebración desde el balcón de la Generalitat) y la culé lo convirtió en su enemigo número uno. Si en la marcha de Messi el sentimiento que mejor define a la afición blaugrana es la melancolía, con Figo sin duda prevalecía la ira. Su vuelta al Camp Nou fue de película de terror. Cinco años antes Laudrup había sido recibido con pancartas de Judas y gritos de traidor, pero con Figo la escenografía incluyó lanzamiento de cabezas de cochinillo y botellas de J&B.

Cambiar de equipo, pero no de ciudad

Fichar por el máximo rival y tener que soportar la cólera de su afición una vez al año, con o sin cochinillo, resulta molesto, pero cuando los dos equipos comparten ciudad la tesitura se complica. Más aún cuando la rivalidad supera lo meramente deportivo y se hunde en la idiosincrasia misma de la sociedad, como ocurre en Sevilla. Diego Rodríguez era un central del Betis de mediados de los 80, uno de esos defensas contundentes que existían antes de las retransmisiones con mil cámaras, de los que se decía que primero pegaban y luego preguntaban. Conocido por su característica melena rizada, que le daba un aire de cantaor flamenco, y habitual del papel cuché por su boda con la eurovisiva Lucía, la vida de Diego cambió el día que decidió cambiar Heliópolis por Nervión, después de una jugosa propuesta de Luis Cuervas, presidente del Sevilla.

“Lo que se vive aquí entre los aficionados de un equipo y otro no existe en ninguna parte de España ni del planeta. Esto es un mundo aparte”, explicaba el propio Diego ya con la camiseta del Sevilla. “Las aficiones de esta ciudad no están acostumbradas a sobresaltos así y temí que pudiera ocurrirme algún accidente”. Aunque Diego tuvo que soportar primero la indignación y luego el desprecio de sus vecinos béticos, la sangre no llegó al río. El central jugó durante ocho años en el club de Nervión, donde formó junto a Prieto y Martagón una de las defensas más temibles de finales de los 80 y principios de los 90.

Cuando se mezclan fútbol, política y religión

Diego afirmaba que la rivalidad que se vivía en Sevilla no existía en ningún otro sitio porque no había vivido en Glasgow. Cuando se mezclan rivalidad deportiva, política, cultura y religión, como ocurre en la ciudad escocesa, se desata la tormenta perfecta. La rivalidad entre el Celtic de Glasgow y el Glasgow Rangers va mucho más allá de lo puramente deportivo. Católicos los primeros y protestantes los segundos, su antagonismo se remonta a los inicios del fútbol. Maurice Johnston era la estrella del Celtic cuando fichó por el Nantes en 1987. Hasta ahí nada fuera de lugar. La polémica surgió cuando, dos años más tarde, decidió regresar a casa, pero en lugar de volver a su club de origen, fichó por el Rangers. Un pecado imperdonable.

Mo Johnston era el segundo futbolista en cambiar de acera desde la Primera Guerra Mundial, y el primer jugador abiertamente católico en unirse al Glasgow Rangers. El escándalo fue mayúsculo y puso de acuerdo, por una vez, a las dos aficiones. Los forofos del Celtic no le perdonaban a Mo Johnston su traición, mientras que los aficionados de su nuevo club censuraban que un católico formara parte de la plantilla de su equipo, algo no prohibido expresamente, pero sí de forma tácita. Consciente de la polémica que se podía desatar, Johnston negoció una cláusula en la que se contemplaba su salida del Rangers si la situación se volvía insostenible. Afortunadamente, no fue necesario recurrir a ella: los hinchas del Rangers se olvidaron de la procedencia y la religión de Johnston en cuanto empezó a celebrar goles para su nuevo equipo.

Regresar a Nápoles con detector de metales

A pesar de que la cultura italiana es muy similar a la nuestra, y de que allí viven el fútbol con una gran pasión, los cambios de cromos entre los equipos grandes no se viven con el mismo dramatismo. Futbolistas como Roberto Baggio o Andrea Pirlo jugaron en varios de los clubes más grandes del país (Milan, Inter y Juventus) y ambos son considerados mitos del fútbol italiano, sin que se interponga el forofismo partidista. No obstante, hay excepciones que sí se consideran alta traición. 

Higuaín pasó de ídolo en Nápoles a traidor en el tiempo que tardó en aceptar la tentadora oferta de la Juventus, que pagó los 90 millones de euros de su cláusula de rescisión. Para un seguidor del Napoli no hay afrenta mayor que dejarse seducir por las liras de la Juve, el potentado vecino del norte de Italia. Aurelio di Laurentiis, presidente del Napoli, acusó al futbolista de traidor e ingrato, y hasta el alcalde Luigi de Magsitris intervino. “Renzi vino con detector de metales y 1000 hombres rodeándolo; lo mismo debe hacer Higuaín”, advirtió el mandatario, en referencia a los disturbios que habían tenido lugar en una visita a la ciudad del entonces primer ministro Matteo Renzi. Cuando Higuaín regresó a San Paolo se le preparó un hosco recibimiento, con pancartas, insultos y un clamor ensordecedor de silbatos cada vez que el balón pasaba por sus pies. Felizmente, no fue preciso el detector de metales.

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