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Media luz, sillas plegables en fila y unas cuantas mesas al final de la sala. El camarero no da abasto entre cervezas, refrescos, licores y combinados varios. Quedan dos asientos libres, los únicos, y hacia allí vamos directos. Acomodarse sería mucho decir, porque estamos hombro con hombro, brazo con brazo, cadera con cadera y pierna con pierna con el de al lado.El ambiente es de una sala de fiestas, lo único que falta es el humo del tabaco
. El murmullo general que precede a la actuación y el emblemático lugar, el Salón de Columnas, le da un aire mucho más desenfadado y cercano que la distancia que impone el Teatro Bretón de Logroño. Los asistentes son personas de mediana edad y se conocen todos. La gente guarda su silla con el abrigo y se mueve de un lado a otro, pero no les da tiempo a saludar y a preguntar por la familia a todos.
Se apagan las luces de la sala, se encienden las del escenario. Por un lateral sale el maestro acompañado de un enérgico aplauso. Es un hombre de pocas palabras, así que empieza a tocar, que es lo que mejor sabe hacer. Antes afina su herramienta de trabajo y hasta que el sonido que emite no es el perfecto, no comienza. Algo que repite antes de cada canción.
Tan solo una luz lateral ilumina aquella estampa. Manolo Franco cierra los ojos y empieza poco a poco, con ráfagas de sonido que muestran la agilidad de sus dedos, pero con acertadas pausas que manifiestan la fragilidad y sensibilidad de su oído. Es difícil evitar que se te pongan los pelos de punta, ya que es algo que aflora cuando quiere y pocas veces, sobre todo a medida que pasan los años.
Estamos hablando de un virtuoso, de un alado que te lleva, si quieres, al cielo y que te baja a la tierra suavemente en una nube esponjosa. La emoción va 'in crescendo' y parece imposible contener ese “olé” que se oye de vez en cuando por la sala a oscuras. En el momento álgido, hacia la mitad de la tercera y última pieza que se escuchó la guitarra en solitario, comenzaron a encenderse en el fondo del escenario unas estrellas.
Después llegó Paco Taranto, también recibido con un cálido aplauso. Siendo cantaor, a él lo del palique le va más: “En Triana hay mucho cante, pero pocos artistas, porque no salen de ahí. Por eso, voy a empezar con cantes de mi tierra y voy a terminar también con cantes de mi tierra”. Lo que no dijo es que en medio también introdujo cantes de su tierra, aunque también se oyeron bulerías y fandangos.
Se sentó en la silla que quedaba libre del escenario, junto a Manolo Franco, y cogió la postura. Esa que consiste en abrir las piernas lo suficiente para que el arte circule como la sangre por el cuerpo, la espalda erguida, la palma de la mano izquierda golpeándose en los momentos de rabia en la pierna izquierda, la mano derecha como cortando las palabras y la cabeza que va subiendo a medida que se intensifica la voz y el sentimiento.
Entre frase y frase daba palmas, pero sin llegar a ejecutarlas. En el momento de chocar las manos, se las frotaba suavemente en un movimiento que repetía mecánicamente una y otra vez. Destacaba también de él que cada vez que terminaba una canción, se levantaba de la silla y hacía que se iba como diciendo: “ahí queda eso”.
Tras el descanso salió de nuevo Paco Taranto y comenzó con aquello de: “ en Triana hay mucho cante, pero pocos artistas...” y los espectadores sufrimos una especie de cortocircuito, no sabíamos si eso es lo que llaman déjà vu. Taranto quiso dejar bien claro que la máxima aspiración del cataor es que su arte llegue a todos los rincones.El caso es que sus quejidos y lamentos no convencieron al público, a pesar de que se pudo escuchar también algún que otro “olé” durante su actuación. Cuando terminaron, y mientras la gente se ponía el abrigo e iba saliendo, se podía escuchar: “A mí la guitarra me ha encantado, pero al cantante le faltaba fuerza”. Una vez fuera, un espectador indignado decía a un amigo: “si el cabeza de cartel es Manolo Fanco, no sé para que saca a ése a cantar, por mucho que sea su cuñado”.De todas formas, los 'Jueves Flamencos' es un submundo con solera en la cultura urbana, cuanto menos curioso de ver, aunque no se entienda de flamenco o no guste demasiado. Lo difícil es encontrar una entrada, porque una de las premisas de esta tradición es que siempre hay lleno absoluto.