Desde el año 2005, Juan Mal-herido hace públicas sus opiniones sobre libros, lencería y trastornos de identidad. En este espacio, se centrará en los trastornos de identidad. Creado por Alberto Olmos.
Literatura del duelo (I): qué hago yo con tu dolor
Porque después de la muerte no se entiende nada, se acaba recurriendo a la literatura. No es necesario indagar entonces en los motivos por los cuales un escritor deja testimonio de la pérdida de su padre o de su madre, de su pareja o de su hijo; si pudiera -si le asistiera la escritura- cualquier persona lo haría. El duelo justifica muchas terapias, muchas extracciones y cirugías de urgencia, y escribir seguramente es la forma más profunda de hundir un cuchillo.
Sin embargo, sí vamos a preguntarnos aquí por qué un autor publica su panegírico, su elogio fúnebre, y por qué ese autor cree que otras personas van a leerlo o deben siquiera mostrar interés en su desgracia. ¿Qué se supone que debe hacer un lector con el dolor de un escritor?
Los libros del duelo, los libros íntimos hasta resultar irreducibles a la calificación de artefacto literario, donde tocamos al hombre y recibimos esa información sentimental propia de los momentos cruciales de una vida, se avienen mal con la reseña, con los adjetivos de la reseña, con la contudencia de un juicio que, en ese caso, ya no parece tan importante realizar con frialdad. Al crítico le puede la solidaridad, la humanidad, esa evidencia de que la muerte hace ridículo todo lance, mayormente ese lance minoritario que es la literatura. Así, la recepción profesional de una novela sobre la aflicción auténtica de una persona suele guiarse por la condescendencia y ser, sin ambages, positiva.
Evidentemente un libro donde su autor nos cuenta cómo murió la mujer de su vida puede ser muy malo. Y puede ser atroz ese otro libro sobre el fallecimiento súbito del hijo pequeño. Y no escapa al desastre literario aquel otro texto dedicado a la desaparición del mejor amigo, por muy dolorosa que sea esa pérdida y por muchas circunstancias recrudecedoras que rodeen el suceso: la juventud, una reciente paternidad, que sólo salió a comprar el periódico y el coche que pasaba lo manejaba un borracho.
Si en las novelas de denuncia, en el momento de analizarlas, se suele confundir la intención de la obra con su calidad, de modo que si una novela busca hacer campaña contra el racismo o la violencia de género, o concienciarnos acerca de los niños perdidos de una guerra, la reacción general es de alabanza y apoyo, al margen de los mínimos de verosimilitud, composición y escritura que se le exigen a otros libros, con los libros del duelo se confunde la empatía respecto al dolor ajeno con esa hermandad que nos sugiere un escritor cuando su libro nos gusta. Sentir piedad, sin embargo, no es sentir admiración, aunque ambos sentimientos queden tan cerca y sean tan fáciles de entremezclar.
Hay, por tanto, diferencias entre unos libros y otros, de estos dedicados a la muerte del allegado, y esa diferencia está en la capacidad de universalización de la propia desgracia, en cómo de profundo se hunda ese cuchillo de escribir; en definitiva, en cuánto hay de literatura y cuánto no hay de sentimentalismo.
Es, al cabo, la diferencia que hay entre lo doméstico y lo íntimo.
Leyendo algunos libros funerales he tenido la sensación de estar en un café y escuchar en la mesa de al lado una conversación que no me interesaba lo más mínimo, así fuera la charla morbosa y muy privada, y con lágrimas. Comprendemos el dolor de los demás -el dolor de los periódicos: todos esos miles de muertos en países lejanos-, pero no lo hacemos nuestro, porque si hiciéramos nuestro el dolor diario del mundo no podríamos salir de casa por las mañanas. Así, algunos libros que testimonian la desgracia personal me han irritado al punto de llegar a pensar qué tan importante se creerá el autor para asestarnos sus entierros y sus autopsias a los demás, que ya tenemos nuestros propios entierros y autopsias y la delicadeza, también, de no ir incomodando con ellos a los otros, los desconocidos.
Porque, aunque muchos se nieguen a validar la verdad de la frase por una sobreactuación de su solidaridad con las desgracias ajenas, lo cierto es que a un lector no le importa el dolor de un escritor, no le importa cuando compra su libro y lo lee y lo recorre hasta su última página; el lector es egoísta y quiere algo de ti, quiere ese placer de leer o ese placer de emocionarse o esa verdad que se le ofrece desde una experiencia más intensa o más sagazmente interpretada. Perdonen el cinismo, o la brutalidad, pero si basamos la estimación de una obra en el sufrimiento de su autor entraremos en una competición tan desagradable como la de medir la calidad de estos libros en función de si este autor perdió a su padre y, este otro, a sus padres, y aquel a tres hijos, y el otro a toda su familia y además padeció cáncer y se rompió un brazo en la fábrica.
De hecho, sopesando todo esto que iba a escribir aquí, concluí que muchos autores de talento serían capaces de escribir libros falsos sobre la muerte de su pareja que resultaran más emocionantes y, al cabo, auténticos que esos otros libros reales sobre la muerte de la pareja que escribiera alguien sin talento. Así, lo fascinante, digamos, es cuando se juntan el talento y el tema, pues por mucho que un escritor pueda fingir un dolor con enorme convicción, es cierto que sólo la vivencia directa de la desgracia habilita para llevar la literatura a simas particularmente reveladoras.
Veremos estos asuntos en los próximos días con dos libros de Joan Didion, con Di su nombre, de Francisco Goldman, y con La hora violeta, de Sergio del Molino.