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De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera

Mételos en tu casa

Mételos en tu casa

Isaac Rosa

“Si los menas son sus niños, que los metan en su casa”… “La situación es insostenible, los menas son un problema grave en nuestros barrios, tenemos que proteger el derecho a caminar con tranquilidad sin ser asaltado por una manada de menas”… “Las mujeres no pueden andar solas por la calle”… “Los menas están aterrorizando a nuestras mujeres, a nuestros hijos, y a algunos hombres también en barrios de todas las ciudades”… “Destruyen la tranquilidad y la convivencia”… “Es el resultado de una política migratoria suicida”… “Cada vez que abren un nuevo centro de menas, las mafias se movilizan, están provocando un efecto llamada”… “Y a quienes no les gusta esta verdad, les decimos: si los menas son vuestros niños como decís, metedlos en vuestra casa…”

Está a punto de pedirle al taxista que cambie de emisora o quite la radio, pero prefiere no exponerse. Ya cuando se subió al coche y el conductor la miró por el retrovisor, le pareció que la reconocía. Le sonaría su cara de verla en la tele. Quizás la vio en el debate electoral. Y la ha vuelto a mirar, no sabe si con reproche o complicidad, cuando el locutor de la radio ha denunciado el “discurso del odio contra los menores extranjeros”. Después ha dado paso al montaje con todos esos cortes de sonido, fragmentos de mítines, debates, entrevistas e intervenciones parlamentarias, de los últimos meses. Algunas frases son de ella, es su voz, y al oírlas ha buscado en el retrovisor al taxista, que no la ha mirado. Quizás no la ha reconocido.

“Es ahí, déjeme en esa esquina”, indica mientras saca la cartera del bolso. Y entonces los ve: en la misma esquina, en el banco que hay frente a la entrada de su casa. Son dos. Uno lleva puesta la capucha de la sudadera, sentado en el respaldo, con los pies en el asiento. El otro, con gorra, está de pie.

“¿Puede por favor esperar a que entre en casa?”, pregunta al taxista, al que deja un par de euros de propina. El hombre sonríe afirmativamente, y ella sigue sin saber de qué pie cojea, si esa sonrisa es solidaria o burlona, la poca luz de la farola le oculta los ojos, solo ve los dientes al sonreír.

Los dos muchachos del banco se giran al verla venir, y como ella evita mirarlos, no sabe si la siguen con los ojos cuando abre la cancela y la cierra deprisa a su espalda, aligera los pocos pasos hasta la entrada, sube los dos escalones, mete la llave, entra y da un portazo detrás.

“¿Todo bien, cariño?”, pregunta su marido al verla llegar. “Todo bien”, responde ella, y cambia de conversación: los niños, la cena, el frío, qué tal tu día. Mientras él le cuenta desde el baño un rifirrafe de hoy en el Congreso, ella descorre la cortina del dormitorio lo justo para ver la calle, el banco que queda fuera del alcance de la farola pero en el que ahora cuenta tres, cuatro figuras: dos sentados y dos de pie, las brasas de sus cigarrillos, el rectángulo de luz de un móvil, y un destello que podría ser de cristal, una botella.

Se olvida de ello durante el día siguiente, apenas tiene un minuto tranquilo entre reuniones parlamentarias, una entrevista, llamadas, pasar por la sede, un directo en la radio a última hora. Pero cuando regresa en otro taxi a casa, ya de noche, ahí están otra vez. No, no son los mismos de ayer: son más. Sin bajar del coche cuenta seis en el banco: cuatro sentados y dos de pie. Y unos metros más allá, apoyados en el capó de un coche, otros dos.

Pide de nuevo al taxista que no se vaya hasta que haya completado los pocos metros a paso ligero, abierto la cancela, acertado con la llave en la cerradura, y esté a salvo en casa. Piensa comentarlo con su marido, pero él se adelanta:

“¿Los has visto?”, y señala con el pulgar hacia la puerta, la calle.

“¿Qué hacen ahí?”, pregunta ella en voz baja, como si pudiesen oírla.

“No lo sé, pero no me gustan”.

Suben a la primera planta, y sin encender la luz se asoman tras la puerta acristalada de la terraza.

“Hoy son más”, dice él.

“Mira, allí hay otros dos”, señala ella a la acera de enfrente, dos sentados en el escalón de un portal.

Les llegan las voces de los que están abajo. Hablan en voz muy alta, escandalosos, con esa lengua bárbara que tienen y que parece que todo lo que dicen es violento. Ríen a gritos, se dan manotazos en los hombros.

“Esto no es normal. En este barrio no”, dice él. Y acuerdan esperar al día siguiente antes de hacer nada. Confían en que sea algo puntual y mañana desaparezcan. Avisarán a los niños para que vayan con cuidado. Advertirán a la chica para que no abra la puerta a nadie.

“No puede ser casualidad”, dice el marido al día siguiente, asomados por la misma terraza y a la misma hora, ya noche. Han contado doce, repartidos entre el banco, los coches, el escalón de enfrente.

“No puede ser casualidad que estén justo delante de nuestra casa”, insiste él.

“¿Qué estás pensando?” , pregunta ella.

“Que esto es un montaje. Que nos la quieren liar. Un escrache de esos. Un escrache mena”.

“¿Tú crees que es algo organizado?”, se sorprende ella, aunque pensó lo mismo unos minutos antes, al llegar y verlos otra vez en el banco.

“Ya te digo. Esto lo han montado los que ya sabemos. Les jode mucho todo lo que venimos diciendo, y nos lo quieren hacer pagar. Quieren asustarnos. Pero van listos. Mañana lo resuelvo, ya verás”.

Pero al día siguiente, cuando ella llega a casa y pasa entre la docena de muchachos que charlan en el banco y alrededores, su marido tiene malas noticias:

“He hecho un par de llamadas esta mañana, a nuestra gente en la policía, por si se daban una vuelta por aquí. Me han dicho que si no ponemos una denuncia, no pueden hacer nada, y mientras no nos hagan nada no podemos denunciarlos. Solo por estar ahí no se consideran una amenaza. Entonces he hablado con los del Ayuntamiento, y misterio resuelto. Siéntate para escuchar esto. ¿Preparada?”

Hace una pausa dramática, circense, que la pone más nerviosa. Habla por fin:

“Nos han puesto… ¡un piso de acogida! Al lado de nuestra casa. No, peor: dos pisos. Seis menas en cada piso, doce en total, esos doce que ves ahí abajo.”

Ella balbucea, no entiende nada, acaba por reírse, una risa sobreactuada, que compite con las risas gritonas que llegan desde la calle. Él no se ríe:

“No bromeo. Una oenegé, de esas que colaboran con la administración, ha alquilado dos pisos en ese edificio de enfrente. Pisos tutelados, para acoger menas. Como lo oyes. Han metido a seis en cada piso, el máximo permitido. Doce menas frente a nuestra casa. Y obviamente no es una casualidad, lo han hecho porque nosotros vivimos aquí. Una provocación. Nos están troleando”.

“Pero… ¿cómo pueden…?”

“Pueden. Todo en regla. Tienen convenio firmado. Los menas viven ahí con varios educadores. Los han escolarizado en el distrito. Entran y salen de los pisos cuando quieren. Ahí los tienes, toda la tarde en la calle.”

“¿Esto es… se están… riendo de nosotros?”

“Totalmente. Hay más. Mi primera duda no era legal, ni administrativa: lo primero que me pregunté es cómo podían pagar dos alquileres en este barrio. Se supone que funcionan con ayudas públicas, y ya sabemos lo que vale un piso aquí. Ahora viene lo mejor: les ayudan a pagar el alquiler”.

Una risotada llega desde la calle, como una mala teleserie de risas enlatadas.

“¿Quién les ayuda?”

“Quién va a ser. Los de siempre. No he preguntado mucho, pero hay varios colectivos que ponen dinero, y sospecho que también han hecho un crowdfunding o algo de eso. Gente dispuesta a pagar para que nos coloquen unos menas en la puerta de casa, ¿puedes creértelo?”.

Asimismo lo cuenta a los espectadores, al día siguiente, el primer reportero que aparece por la mañana, muy temprano. Conexión televisiva en directo: “Menas junto a la casa de dos conocidos dirigentes, precisamente dos de los que más han destacado por su rechazo a los menores inmigrantes no acompañados, los llamados menas. Y ahora los tienen en la puerta de su casa”.

Lo ven mientras desayunan. Lo ven en el televisor de la cocina, que apagan de inmediato para que sus hijos no sepan más de lo que ya saben. Lo ven por la ventana: la unidad móvil en doble fila, el periodista con el micrófono, el cámara tomando recursos de la fachada, el equipo de otra cadena que ya está montando su propia conexión, los vecinos curiosos, y los menas que a esa hora salen del edificio de enfrente con mochilas y carpetas.

“No tenemos nada que decir”, es la respuesta de ella al salir y encontrarse con los periodistas. Se mete deprisa en un coche que viene a recogerla. Su marido sí se detiene ante los micrófonos: “Esto demuestra lo mucho que les importan los menas a esos que dicen ser sus protectores. Los utilizan para jugar con ellos, para montar un numerito político, y de paso molestar a una familia con hijos, y a muchos vecinos que no tienen nada que ver pero también lo van a sufrir”.

A media mañana, en una tertulia televisiva, entra en directo uno de los educadores de la ONG: “No queremos molestar a nadie, todo lo contrario. Quienes más rechazo sienten hacia los menores extranjeros son quienes nunca se los encuentran en su calle, quienes no los conocen. Hay mucho desconocimiento. Quizás, si los ven a diario, comprobarán que no son esos jóvenes delincuentes y peligrosos que creen algunos, sino chicos que llegan en situación muy difícil, que buscan un futuro y se esfuerzan por salir adelante. Hemos ido casa por casa presentándonos a los vecinos, contándoles el trabajo que hacemos, y la respuesta está siendo muy buena. Hay una vecina que se ha ofrecido a cocinarnos algunos días, y a cambio los chavales le traen la compra y le hacen recados”.

Nuestro matrimonio protagonista no tarda en comprobarlo: la anciana de dos casas más abajo viene del mercado acompañada por el chico de la gorra, que le lleva las bolsas. Camina junto a ella, le cuenta algo. A otros dos los ven volver del instituto junto a un par de gemelos que viven al final de la calle. Se despiden chocándose las manos. Ellos lo ven todo desde la ventana del segundo piso y no pueden creerlo. Como si fuese un enorme teatro, una representación en la que todo el barrio se hubiese confabulado para burlarse de ellos. Como si las casas de enfrente fuesen un decorado, solo fachadas, y esos vecinos actores contratados para la ocasión.

“Es un montaje. Una campaña publicitaria, muy listos. Me apuesto a que han hecho un casting para seleccionar a los menas, han buscado a los más buenecitos. Te digo más: seguro que no son ni menas”.

Pero sí son menores extranjeros no acompañados. Al menos eso afirma el telediario de la noche, que cuenta las historias de varios de los acogidos en aquellos dos pisos. La historia de O., que dejó Marruecos después de que su padre muriese y su familia se quedase sin recursos; cruzó a la península escondido en los bajos de un camión, quiere sacarse el bachillerato y sueña con llegar a la universidad. La historia de M., que desde Costa de Marfil recorrió miles de kilómetros por Mali, Níger, Argelia y Marruecos, entró en España oculto en un contenedor, pasó por un centro de menores desbordado y sin recursos, donde asegura que sufrió malos tratos, y ahora estudia un módulo de formación, quiere ser cocinero. La historia de R., de Tetuán, que se vino a España después de que todos los chavales de su barrio hubiesen emigrado; cruzó en patera sin saber nadar, durmió en la calle durante semanas, conoció a una familia que le ayudó, sufrió una paliza de unos neonazis, quiere ser carpintero como su padre. La historia de Y., marroquí también, que vivió un tiempo en la calle, y sí reconoce que hizo “cosas malas”, acabó encerrado en un centro, ahora solo quiere trabajar y mandar dinero a su familia, pero tiene miedo porque dentro de dos meses cumple dieciocho años y se quedará en la calle sin nada.

“¡Ya vale de publirreportaje!”, protesta el marido, apaga el televisor. Ella sigue en la ventana. Ya no están solo los doce de los dos pisos, ahora hay unos pocos más, seguramente amigos venidos de otras casas de acogida. Se reparten por la calle, unos en el banco, otros en la acera de enfrente, varios en la plazoleta de más allá, donde dan patadas a un balón. Aparece un coche de policía, reduce la marcha pero no se detiene. Pasa de largo.

La línea roja se cruza el viernes, cuando ella llega a casa algo más tarde y se lo encuentra por sorpresa. Viene agotada, con una fuerte jaqueca tras una tensa rueda de prensa donde le han preguntado por todo ese asunto urbanístico que la prensa enemiga insiste en explotar, un tema viejo del que ella ya ha dado todas las explicaciones. Los rumores sobre su inminente imputación son solo eso, rumores. Como no ha querido responder nada más acerca de sus actividades como arquitecta, ni de la reforma de su casa, los periodistas han mordido en otro sitio, sin aflojar la dentellada: le han preguntado por los menas, si tiene problemas de convivencia con ellos, si ha cambiado su opinión ahora que los tiene tan cerca, si le da miedo salir.

Y entonces llega a casa y se encuentra con que la línea roja la ha cruzado uno de sus hijos. Lo encuentra en su habitación acompañado por tres amigos, nada extraño siendo viernes. Dos son habituales, de su mismo colegio, ya han estado antes en casa, buenos chicos. El tercero es el de la gorra, el mismo al que ha visto otras tardes sentado en el banco. “Este es Omar, mamá”, informa su hijo al ver la cara de la madre; “se ha venido a ver el partido con nosotros, íbamos a pedir unas pizzas”.

Por fin, esta mañana un coche de policía se detiene frente a su casa. Están terminando de desayunar, los chicos ya se han ido a clase, ellos a punto de salir para la sede del partido, donde tienen ejecutiva. Desde la ventana ven el coche parar en doble fila, los dos policías que se bajan. Cada uno con su taza de desayuno, se miran y sonríen.

“Ya era hora”, dice ella. “Algo habrán hecho, tarde o temprano tenía que pasar”, añade él.

Suena el timbre. Se miran sorprendidos. ¿Vendrán buscando testigos de algún suceso? Salen juntos a abrir la puerta. Tras los dos policías hay un par de cámaras de televisión, varios fotógrafos, periodistas con el micrófono preparado, aunque ninguno franquea la cancela.

“Creo que se han confundido de casa, es allí enfrente”, dice ella, y señala el portal al otro lado de la calle, del que en este momento salen tres menas corriendo, llegan tarde a clase.

Pero no se han confundido, aclara uno de los policías, que lee dos nombres y pregunta si son ellos. Viene a entregarles dos citaciones judiciales, una para ella y otra para su marido.

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