Durante tres generaciones han cocinado las mejores patatas bravas de Madrid, pero ha sido Raúl Cabrera el que ha perfeccionado la salsa del bar Docamar con un nuevo ingrediente. La solidaridad. Dice que hay que devolver al barrio lo que el barrio te da. Hace seis décadas se asentaron en Quintana y en abril de 2020, mientras la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ofreció a más de 11.000 niños en riesgo de exclusión pizzas, hamburguesas, bolas de pollo frito, pasta, ensalada y sándwiches, Raúl puso un mensaje en el grupo de WhatsApp de los 40 trabajadores del bar. Les proponía reabrir el negocio durante el confinamiento y cocinar para aquellos que se habían quedado sin trabajo y no podían hacerse cargo de la alimentación en sus hogares.
“Eran familias que nunca habían podido ahorrar y vivían al límite”, recuerda Raúl, de 52 años, crecido en el barrio de El Batán, que estudió estadística y matemáticas en la universidad y, contra todo pronóstico, terminó en la hostelería y prolongando el éxito de las patatas bravas de la familia. Una de las vecinas que recibía uno de los 70 menús que repartía a diario acababa de perder con la pandemia su negocio de ropa. “Me dijo que estaba comiendo como nunca. No era rancho, era alimentación de calidad. No era frito malo, era comida equilibrada”, apunta. Ana Martínez, presidenta de la asociación de vecinos de Quintana, confirma que no era “una manzana con unas lentejas”, ni comida basura. Durante medio año Raúl y sus compañeros repartieron desayuno, comida y cena. “Puso al servicio del barrio todo su capital, incluso el personal”, indica Martínez.
Cuando la asociación de vecinos de Quintana abrió la despensa solidaria, en abril, recibió un mensaje del dueño de Docamar. Le proponía colaborar con sus comidas, su cocina y su personal. Ni siquiera quería los ingredientes, prefería disponer de la materia prima con la que él trabajaba habitualmente. Ana se alegró y de inmediato se puso en contacto con la Junta de Distrito de Ciudad Lineal. Llamó a Servicios Sociales y le contestaron que “de ninguna de las formas” podrían abrir el bar para cocinar y repartir menús. “Dijeron que eso sólo podía ser a través del catering que ellos tenían contratado. Pero el Docamar reunía todos los permisos y las garantías, porque ellos ya repartían comida antes de la pandemia y tenían una furgoneta preparada. Me dijeron que 'rotundamente, no'. Así que llamé a un contacto del área de Participación, en el Ayuntamiento de Madrid, para desbloquear la situación. Esta persona lo resolvió en un día”, cuenta Martínez.
Año bueno, año malo
Un buen año para el asociacionismo es un mal año para el asociacionismo. La comunidad se ha hecho fuerte estrechando lazos de ayuda y cuidados entre las vecinas. Las redes de ayuda han aprendido a organizarse al momento en el año de la pandemia y del temporal 'Filomena'. Si se necesitaban mascarillas, Ana explica que se organizaba una cadena de manera inmediata en la que se cortaba, se cosía y se repartía; si no se podía andar por la calle, los vecinos y vecinas apartaban la nieve. En este año interminable han sido ellos y ellas las que han reaccionado para solucionar los problemas. Pero se han reducido las ayudas públicas, los trámites burocráticos de las administraciones han entorpecido su labor y los protocolos sanitarios han cancelado las fiestas de barrio de donde salían los ingresos de las asociaciones para afrontar el pago de los alquileres de sus locales.
Ana Martínez lleva toda la vida involucrada en el movimiento vecinal. “Es lo que más me gusta, trabajar con el barrio. Este año hemos conocido tanta necesidad como solidaridad entre los vecinos e intransigencia en los organismos”, dice. Tiene 65 años y ha trabajado cuarenta años hasta que se jubiló hace siete años. Trabajaba en una empresa de construcción y le fue muy difícil encontrar otro puesto. Es decir, perdió el 24% de la cantidad que le correspondía por su jubilación. Habla de experiencias dramáticas en las que prefiere no ahondar y de la falta de apoyo político, de concejales que no se dignaron a pasarse por las despensas para mostrar su solidaridad. “Un desprecio total. No han estado a altura”, resume.
La experiencia amarga con las administraciones se olvida cuando relatan lo que sucedió aquellos meses. “Fue muy bonito”, sintetiza Raúl. Hubo personas que le escribieron una carta para agradecerle lo que estaba haciendo por ellas y por sus familias. Otros no se lo agradecieron nunca y lo entendieron como una obligación. El empresario no ha hecho cuentas de lo que le ha costado su solidaridad. La mitad de la plantilla se ofreció a participar sin cobrar y cocinar para los vecinos. Hacían dos turnos: el lunes preparaban las comidas para tres días y el jueves para el resto. Ocho personas cocinaban, otros envasaban y otros repartían los paquetes grandes. Había familias de siete personas. Empezaban a las nueve de la mañana y acababan a las seis de la tarde. “Hacíamos 30 raciones más para los trabajadores del restaurante y sus familias, porque no recibían el ERTE. Tardaron más de medio año en cobrarlo”, cuenta Raúl, padre de dos niñas. Alguna vez metían en el menú sus famosas patatas y ha terminado gratificando económicamente a los voluntarios.
El menú con mascarillas
Desde el restaurante se pusieron en contacto con Raquel Sanz y Alicia Solano, que habían montado una cadena de elaboración de mascarillas caseras. Querían incluirlas junto a los menús. Ellas eran cerca de 40 personas recortando, cosiendo y repartiendo. Una organización mayoritariamente femenina, que distribuyeron entre marzo y octubre más de 18.000 mascarillas por todo Madrid. Ellas dos recogían las donaciones y repartían los ejemplares ya hechos. El material salió de la Asociación de Hosteleros de Madrid, que les entregó telas blancas de sábana. La Policía Municipal puso los hilos. Las gomas y filtros salieron de particulares. Raquel cuenta que cuando se unieron no esperaban encontrar tanto apoyo. Constituyeron una red de manera inmediata: fotocopiaban el patrón y unas recortaban las telas y otras cosían. Una lavandería de San Sebastián de los Reyes las lavaban y las empaquetaban.
La costura era una afición para Raquel, hasta que se quedó sin trabajo el cuatro de marzo y decidió hacer de su hobby una misión. Crearon un vínculo muy fuerte entre personas que no se conocían. Eran gente mayor y gente joven, personas solas y en familia. “Somos muy humanos. Hemos hecho lo que hizo falta para ayudarnos entre todos”, dice Raquel cuando hace balance de esta experiencia. “No sabíamos que nos podíamos ayudar tanto y que nos queríamos ayudar tanto. La humanidad ha sido lo que más me ha sorprendido. Puedes cambiar tantas cosas con tan poco. He disfrutado tanto ayudando a los demás que me ha cambiado la vida: ya no quiero ser la mejor directora financiera. Aspiro a otras cosas. Ahora me estoy dedicando más a la costura que a las finanzas”, cuenta.
“Había que hacerlo”. Ana Martínez dice que no había otra posibilidad que ayudarse entre todos. No cerraron ni por vacaciones, “fue un palizón”. La asociación lleva activa desde 1977, cuando se pudo legalizar. Pero este año aparecieron personas para colaborar que no conocían. Cuando las aportaciones bajaron fueron a las puertas de los supermercados a pedir donaciones. “El Corte Inglés de Virgen de Sagrario no nos dejó ponernos a la puerta. Mercadona y Ahorra Más, tampoco”, asegura disgustada. La humanidad vuelve a sus palabras. La de los vecinos que han reaccionado y solucionado los problemas de otros, de todos.