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El halcón, la monja y la chica del áfter

Madrid —

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 A punto de amanecer el sábado en el centro de Madrid. Las calles están casi vacías, ausentes también los perros y sus compañeros de paseo habituales, que aprovechan el fin de semana para retrasar sus rutinas. Se agradece siempre este momento en esta ciudad atacada por el ansia. En el crepúsculo es cuando Conde Duque realmente parece un pueblo. No se oye el ruido de los neumáticos pasando demasiado deprisa por los adoquines ni el de las cervezas llegando sin parar a las mesas de las terrazas. Lo que se escucha es lo más parecido al silencio que se puede conseguir en un entorno urbano. El aire fresco, que ventila el sofoco de un otoño que se niega a dejar de ser verano, completa la gustosa sensación.

Mientras mi perra esquiva los restos de alguna reunión de latas, pipas y porros y sigue el rastro de todos los canes que han pasado antes por aquí, mi cabeza trata de estar atenta a esta extraña tranquilidad. No es fácil. Podría decir que se pierde divagando sobre los horrores pasados, presentes y futuros en Oriente Próximo o acerca del estudio científico que confirma que, como adelantó Kim Stanley Robinson en el Ministerio del futuro, el calor y la humedad harán imposible la vida humana en buena parte del planeta, pero la verdad es que está ocupada en miles de cositas personales, desde apuros económicos a inquietudes familiares.

Todo es interrumpido por la voz de un vecino al que no había oído ni visto nunca. Es el canto sincopado de un halcón peregrino, que otea el barrio desde la cruz que corona la cúpula de la iglesia del convento de las Comendadoras. Mientras la rapaz da vuelos de ida y vuelta, supongo que en busca de algo que desayunar, surge otra vecina poco vista. Una monja que sale de una puerta lateral del cenobio a recuperar los cubos de basura vaciados durante la noche. Un poco más adelante, la tercera aparición. Del after de San Hermenegildo, emerge una mujer que camina tranquila hacia su coche para buscar algo que ha debido olvidar allí.

Mientras la veo volver al antro, pienso en el pequeño privilegio de haber sido testigo del momento en que las existencias de estos tres seres tan distantes se han cruzado y Madrid ha vuelto a ser el insólito lugar que una vez fue. Y decido que estaría bien escribir algo sobre ello. Porque a veces escribir, como vivir, no debería ser otra cosa que estar atento a lo que está pasando.

 A punto de amanecer el sábado en el centro de Madrid. Las calles están casi vacías, ausentes también los perros y sus compañeros de paseo habituales, que aprovechan el fin de semana para retrasar sus rutinas. Se agradece siempre este momento en esta ciudad atacada por el ansia. En el crepúsculo es cuando Conde Duque realmente parece un pueblo. No se oye el ruido de los neumáticos pasando demasiado deprisa por los adoquines ni el de las cervezas llegando sin parar a las mesas de las terrazas. Lo que se escucha es lo más parecido al silencio que se puede conseguir en un entorno urbano. El aire fresco, que ventila el sofoco de un otoño que se niega a dejar de ser verano, completa la gustosa sensación.

Mientras mi perra esquiva los restos de alguna reunión de latas, pipas y porros y sigue el rastro de todos los canes que han pasado antes por aquí, mi cabeza trata de estar atenta a esta extraña tranquilidad. No es fácil. Podría decir que se pierde divagando sobre los horrores pasados, presentes y futuros en Oriente Próximo o acerca del estudio científico que confirma que, como adelantó Kim Stanley Robinson en el Ministerio del futuro, el calor y la humedad harán imposible la vida humana en buena parte del planeta, pero la verdad es que está ocupada en miles de cositas personales, desde apuros económicos a inquietudes familiares.