Somos Opinión y blogs

Sobre este blog

Sobre la renuncia a la democracia como forma de atontamiento

La democracia es esa vieja conocida que sólo se acuerda de ti cuando necesita algo. El resto del tiempo se lo pasa hablando de sus cosas en medios de comunicación, redes sociales y grupos de Whatsapp, compartiendo sus aniversarios y eventos, aireando sus discusiones familiares, haciéndose notar sin escuchar a nadie más que a sí misma. Eso sí, cuando por fin te llama lo hace como si siempre hubiera estado pendiente de ti, como si de verdad quisiera que estés bien, como si le importases.

Lo malo de la democracia es que tú sabes cómo es, sabes que es una aprovechada y que no le importas tanto como dice, sabes que es vanidosa y narcisista y que todo eso que hace todo el tiempo es un teatro en el que sólo te admite como espectador, a pesar de que te diga lo contrario; lo sabes, pero no puedes evitar mirarla, atenderla, seguirle el juego. Por eso, cuando por fin te llama y te cuenta la milonga de que todo ese ruido lo hace por ti, vas al colegio electoral y haces lo que te pide. Con más o menos disgusto, enfado o asco, votas. 

Lo llaman la fiesta de la democracia y no lo es. Y no lo es porque democracia es un concepto que le va demasiado grande a la pantomima política que ocupa casi todo el espacio mediático y buena parte de nuestras conversaciones. Es pantomima y no democracia por ese teatro que hay montado en su nombre pero, sobre todo, porque tiene poquísimo de participativo. Por eso vamos con tan pocas ganas, por eso no hay nada que celebrar.

Como los profesionales de la política son adictos a las encuestas —casi tanto como a salir en la tele o publicar en Twitter—, son conscientes de la sensación de hastío entre la gente. Ésta es la razón por la que algunos se atreven a postularse como nuevas plataformas, partidos políticos que se venden como no partidos igual que ahora se anuncia ginebra sin alcohol en la tele para vender la ginebra de toda la vida en el bar. Al escribir esto pienso en los herederos de Carmena —Calvo y Cueto, esa pareja cómica full de pantomima—, pero también, aunque el 28M no se moja, en cómo se pregona Yolanda Díaz y en cómo ha funcionado Podemos. 

Lo peor de todo esto es que hay un montón de formas de participación de validez comprobada y aplicada en distintos ámbitos. Existen dinámicas de participación ciudadana utilizadas en urbanismo, por ejemplo. Hay también metodologías de innovación como el design thinking que se emplean tanto empresas como también en ámbitos urbanísticos. Para diseño de producto, no exclusivamente digital, hay test de experiencia de usuario. Y, en materia política y por acabar con los ejemplos, se pueden encontrar asambleas ciudadanas y algunas experiencias de participación —que van mucho más allá de webs de consultas como la falida decide.madrid.es— que incluyen procesos deliberativos de grupos de ciudadanos.

Pero ni el sistema las implementa ni nosotros exigimos que lo haga. Con la democracia nos pasa algo parecido que con la tecnología. Hemos dejado que las aplicaciones nos guíen por la ciudad en la que hemos crecido y ya no sabemos orientarnos ni en nuestro barrio. Ahora estamos permitiendo que la inteligencia artificial elabore textos, fotos y música por nosotros y pronto no nos acordaremos de cómo se hacía todo eso que tanto nos divertía. En política también hace mucho que hemos cedido el control y también es algo que nos entontece. Vivimos cada vez más ajenos a los mecanismos que rigen nuestros estados, territorios y ciudades y no me refiero sólo a los de gobernanza, sino al funcionamiento de las cosas, a las relaciones entre todas ellas.

Si aún aprovechásemos el tiempo que ganamos para estar tranquilos y desarrollando una socialización sana, nos merecería la pena. Pero no, la mayor parte de ese tiempo lo malgastamos en alterarnos por los contenidos extraídos de la ficción política y en enterrarnos en nuestro cada vez mayor sesgo de confirmación. Así, acabamos votando como votaríamos a los personajes de una serie, por lo bien que nos caen, por cómo van vestidos o por el carácter que los guionistas han diseñado para ellos. 

Finalmente, la democracia es como Netflix: nos da entretenimiento y a cambio sólo nos pide ir muy de vez en cuando a votar. Nos cuesta bastante menos que la suscripción a la plataforma, nos sale muchísimo más cara.

La democracia es esa vieja conocida que sólo se acuerda de ti cuando necesita algo. El resto del tiempo se lo pasa hablando de sus cosas en medios de comunicación, redes sociales y grupos de Whatsapp, compartiendo sus aniversarios y eventos, aireando sus discusiones familiares, haciéndose notar sin escuchar a nadie más que a sí misma. Eso sí, cuando por fin te llama lo hace como si siempre hubiera estado pendiente de ti, como si de verdad quisiera que estés bien, como si le importases.

Lo malo de la democracia es que tú sabes cómo es, sabes que es una aprovechada y que no le importas tanto como dice, sabes que es vanidosa y narcisista y que todo eso que hace todo el tiempo es un teatro en el que sólo te admite como espectador, a pesar de que te diga lo contrario; lo sabes, pero no puedes evitar mirarla, atenderla, seguirle el juego. Por eso, cuando por fin te llama y te cuenta la milonga de que todo ese ruido lo hace por ti, vas al colegio electoral y haces lo que te pide. Con más o menos disgusto, enfado o asco, votas.