Madrid es una ciudad que existe en dos planos. Por un lado está la comunidad que formamos y el espacio que compartimos sus vecinos, los asuntos sociales, económicos y emocionales que nos mueven, nuestros problemas y dilemas, las cosas que pasan y no pasan. Por otro, como elevado por una fuerza magnética que se alimenta a sí misma, está eso que sucede porque Madrid es capital de un Estado autonómico en la forma pero centralista en el fondo. Es la energía creada por la agitación de tres administraciones y los partidos políticos que orbitan en torno a ellas; sumada a la de la mayor parte de las grandes empresas de aquí y de fuera, sus presiones y sus intereses; y con el añadido de la de los medios de comunicación (mal llamados) nacionales, transmisores de las inquietudes de los otros agentes pero también ellos mismos generadores de presión. Es lo que Saskia Sassen llama el mito de la ciudad global y lo que Mesonero Romanos llamaba el aire de la corte (“semejante al tufo de una pieza cerrada”, añadía para describirlo).
Efectivamente, la corte se dedica a murmurar y a intrigar para beneficiar a los suyos. Como siempre, pero ahora con asesores de libre designación, directores de comunicación corporativa, jefes de opinión, jueces, fiscales, televisiones, Twitter y cualquier herramienta que ponga a mano la modernidad. Así, los habitantes de ese plano de la realidad —el plano que manda, por si alguien aún no lo tenía claro— están en un constante debate de inalcanzables y ficticias exigencias morales que se transmite como un espectáculo al Madrid de abajo sin un aviso que aclare que es una ortodoxia de cartón piedra.
El espectáculo hace su efecto y nos tiene metidos en posiciones de combate, defendiendo y atacando con argumentos prestados cosas que no atañen tanto a la realidad que vivimos como a la que asistimos. Discutimos sobre el 8M, los test y las fases; nos convertimos en jueces del comportamiento de los otros, en expertos epidemiólogos y economistas; somos soldados de una trinchera aunque muchas veces nos disparamos a nosotros mismos.
En nuestra realidad, los problemas son evidentes y requieren de soluciones valientes y urgentes. Lo más fuerte de la pandemia ha pasado poniendo al límite un sistema sanitario debilitado por los recortes y lo que pueda venir requiere de su fortalecimiento, sobre todo de la atención primaria. La muerte de miles de personas en residencias de la Comunidad no es otro argumento para el debate político eterno sino una vergüenza para la que no basta con exigir responsabilidades, sino que necesita del replanteamiento de todo el sistema de cuidados y asistencia. También ha quedado al descubierto, por cierto, la fragilidad del sistema educativo público. Al agujero económico resultante de los meses de parón y de la desconfianza posterior no se le ve el fondo y demuestra lo precario de una economía sostenida por el sector servicios, en la que los pequeños empresarios viven al día y los grandes están mantenidos por las promesas del capitalismo ficción. Eso también hay que cambiarlo y, mientras, hay que actuar urgentemente porque se viene el cierre de centenares de pequeños comercios y negocios y ya hay en la ciudad miles de familias que comen porque existen los bancos de alimentos.
La realidad que propone la corte es otra muy distinta. La vuelta de los turistas a través de turoperadores internacionales antes que la solución para colegios e institutos. El cruce de acusaciones para que no exista la responsabilidad en ningún asunto, aunque se trate de miles de ciudadanos muertos. La invasión de vehículos de movilidad privada en calzadas y aceras y el abandono a su suerte del transporte público. La vuelta a la construcción como recurso, ya sea de pisos, de oficinas o de hospitales. La clamorosa falta de estrategia económica a medio y largo plazo, el desbarajuste en los ERTE y la promesa de rescate, otra vez, a grandes empresas. La falta de capacidad para la asistencia social y la reiterada negación de apoyo a la sociedad civil que está demostrando ser la única capaz de alimentar las colas del hambre. Y, que no falte de nada, la celebración de la final de la Champions.
Por lo que se ve, los dos planos de Madrid se alejan cada vez más cuando más juntos necesitamos que estén. ¿Qué hacemos?
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