Discurso completo de Servando Rocha
Hace poco más de un siglo hubo quien quiso abolir la noche. En Madrid una Real Orden advirtió que bajo ningún concepto se tolerarían las canciones obscenas, los bailes lascivos o cualquier otro acto contrario a la moral. Antros de jarana sin fin, lugares apachezcos de la gente del bronce, y en ocasiones tumultuosos, debían cerrar sus puertas antes de la media noche.
Los bohemios echaron una lagrimita. Eduardo Zamacois, uno de ellos, lo descubrió como “una puñalá”. Ese tipo de gente y ese tipo de noche fascinaba a Emilio Carrere, a Pío Baroja, a Álvaro Retana o a Maruja Mallo. Los noctámbulos, aquellos que compartían tragos con la golfemia, aquellos decadentes que se sentaban en los cafés modernistas en mesas cuyos mármoles habían sido hurtados de viejos cementerios como el de San Martín, donde se cuenta que una noche la increíble Tórtola Valencia bailó para todos ellos.
Todos ellos sentían que existía un tipo de noche y un tipo de libros que incomodaban, porque ni la noche ni tampoco los cuerpos jamás gustan a quienes imponen el orden, a quienes creen que la cultura es un coto privado para una élite. El tipo de gente que se horrorizaría ante el público que solía acudir a estos lugares. La clase de gente que ahora se deshace en halagos ante ellos.
No me refiero a la noche reglada, sino a aquellas que suceden en zonas penumbrosas, cuyos protagonistas son a menudo cuerpos libres no reglados y de identidades escurridizas. Todo eso siempre está bajo sospecha, son ellos y ellas -sifilíticos, pobres, parias, LGTBI, rebeldes- quienes han construido el mejor de los madriles. Dejémonos de homenajes, es sencillo: quitarles las manos de encima.
La noche no se puede abolir, pero sí la vida. Y esta adición de La Noche de los Libros tiene como tema central “la casa”. Pero de qué nos sirven los libros si no tenemos casa. Sin una habitación propia, como decía Virginia Wolf.
Madrid es hoy una ciudad poblada de fantasmas porque, qué son los fantasmas sino presencias que ya no están pero que sin embargo siguen estando ahí. No hay ningún misterio, los libros se fueron en las mudanzas obligatorias, en el terrorismo inmobiliario bendecido y tolerado por quienes gobiernan esta ciudad.
Leer es siempre un acto clandestino que necesita de puertas y ventanas, de una manta, de una silla cómoda, de un balcón en el que soñar lo que los libros nos cuentan. Pero se nos llevaron la casa, y con esta los libros, el hogar el barrio que ya no reconocemos, y nos condenan a ser fantasmas, espectros.
Hoy, en Madrid, el único género literario posible es un relato de terror. Las historias de fantasmas y casas que dejaron de estar encantadas. Y hay tantos fantasmas que ya son como un ejército. Yo tengo un número, los he contado: 7.291 ancianos y ancianas, nuestra gente, que murieron solos por los protocolos de la vergüenza. Los centenares de desahuciados y expulsados de sus casas, los que se quedaron sin una habitación propia, aquellos que esperan el deseo formulado por Virginia Wolf: “Yo escribo para no olvidar, para mantener viva la memoria”. Y no olvidaremos. Yo no olvidaré: no se salvaban en ningún sitio.
Un libro describe esta sucesión de horrores, es de Borges y se titula Historia universal de la infamia. Muchas gracias.